La (im)productividad del aburrimiento

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Tiene uno la impresión de que hay una parte importante de la narrativa contemporánea en español (al menos la escrita por los más jóvenes) que tiende a hallar su fundamento en una suerte de ociosidad productiva. Dicho de otra manera: que participa de ese tan cacareado capitalismo del tiempo libre. Que se deja vencer por la obligación de la productividad sin fin. O sea, que el aliento que parece impulsar tales creaciones es más aquel mismo del trabajo que no el del puro ocio. Vaya, que no parten del instinto, ni del estómago, sino de un parvo sentido del deber.

Leyendo mucha de esta prosa (pero no solo la contenida en libros, sino también en diferentes sitios digitales y revistas impresas) acaba sintiendo uno que son más unos esforzados ejercicios escolares que no las apasionadas reflexiones de un aficionado. Aunque se ha de decir que se trata, sin duda, de ejercicios bien resueltos (por lo general), correctos en su ejecución. Sí, qué duda cabe, pero son parte de la instrucción: gimnasia del intelecto. Es como si… como si fuese el trámite necesario para obtener el carnet de escritor.

Por esta razón, contra ser excedente, regalo y asueto, estos textos se tornan fundamento, prueba y justificación. Contra ser material expresivo que busca llamar la atención sobre sí mismo, se nos presenta en su función puramente representacional, de trámite.

Una de las constataciones de este hecho es la caída de los blogs literarios, y que son percibidos ya abiertamente por los millenials como entornos de trabajo. Así, su ociosidad se ha desplazado hacia las redes sociales, donde no hay literatura sino pasatiempo y recreo.

Pensaba en todo esto durante el día de hoy. Se había anunciado una tormenta en Barcelona (que permanecería -intermitente- sobre nuestras cabezas entre las doce y las siete de la tarde) y nos habíamos decidido a quedarnos en casa, a la espera de los rayos. Y aquí que nos quedamos. Pero los rayos no venían (ni han venido todavía, y escribo esto de madrugada). Y, en esas, con todas las horas muertas libres para pensar, me he acordado de mis veranos de adolescencia, lentos y aburridos. Leí mucho en mi adolescencia, gracias a esa indolencia forzada de un tiempo libre sin capitalizar. Gozando de la creatividad lectora, sin más ansia que matar el aburrimiento.

Pero ahora hay un imperativo contra el tedio. Ah, bendito tedio que permite que florezca la virtud, el lirismo, pero también la consternación, el oprobio, la desgana. Ah, bendito tedio que nos llevó a fructíferas inmersiones en larguísimos tomos de la literatura universal.

Más no se trata de forzarnos a la desconexión digital, aunque sí de saber de los peligros de la distracción, de esa rapidez, inmediatez y desconcierto de Internet. Tenemos eso sí, que acostumbrarnos a hacer las cosas de manera más lenta y gradual. Y por el puro gusto del placer.

Reconocía hace poco la joven escritora Maria Yuste que “Internet es una extensión de la vida real” [1. María Yuste, «Nueva sensibilidad», El Estado Mental, nº 3, págs 27-29]. Sí, en efecto, pero aceptar esto no implica necesariamente claudicar ante la colonización total de ese espacio ampliado. Se trata de modificar la realidad con pequeños gestos, de no dejarnos dominar por la obligación de la conectividad, ni del trabajo continuo. Debiéramos no solo aceptar el aburrimiento como parte consustancial de la experiencia humana, sino alentarlo, gozarlo.

Yo abogo por unos seres futuros apasionadamente aburridos. Por los largos veranos soporíferos. Por las lecturas profundas y desinteresadas, realizadas por el puro placer de la pereza.

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

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