Death the proud brother, traducido aquí como Hermana Muerte, es un cuento largo del escritor norteamericano Thomas Wolfe (1900-1938), publicado originalmente en la revista Scribner´s (en junio de 1933) y, más tarde, recogido en su libro de relatos From death to morning (1935), el último libro de ficción que el propio autor dejó preparado para su publicación, antes de morir de tuberculosis, a los treinta y ocho años de edad.
Se trata, en esencia, del relato de cuatro muertes acontecidas en la ciudad de Nueva York. Tres muertes violentas (un vendedor ambulante italiano, un vagabundo profesional, un obrero anónimo) y un último deceso silencioso y, por ello, mucho más cruel (el de un camarero viejo).
Las tres primeras muertes suceden en la superficie de la ciudad (“en uno de esos cruces de calles sórdidas del Upper East Side”, “sobre la acera de una de esas calles confusas y angulosas que desembocan en la Séptima Avenida, cerca de Sheridan Square”, y hacia el norte de la Quinta Avenida). La cuarta muerte, sin embargo, se produce “al pie de Broadway, en Times Square, y poco después de la una de la mañana”, pero en el subterráneo, en los túneles del metro. Se trata, en esta ocasión, de una muerte suave: “un suspiro, un leve jadeo. Y el hombre murió”, nos dice Wolfe. Es la menos aparatosa de las cuatro muertes, pero, sin embargo, la más sentida, la que más interés genera en los transeúntes. Un tanto hiperbólicamente, nos lo precisa Wolfe así:
“la gente de la ciudad quedó aterrorizada como no lo había estado jamás” (p. 51).
Sirva la altisonancia de la frase que acabamos de extractar para dar cuenta de un rasgo distintivo del estilo de Wolfe y que ya sus contemporáneos le reprobaron (incluso su propio editor, Maxwell Perkins): una suerte de retórica profusa llena de extravagancias estilísticas. De hecho, lo reconoció el propio Wolfe, que su estilo tenía algo de desmedido, y que ello era -dijo- porque le dominaba un “hambre insana por devorar la totalidad de la experiencia del ser humano”. A esto, la escritora Marjorie Kinnan Rawlings lo llamó estilo “chest-beating”, o una arte literaria cuyo impulso es aquel mismo que martiriza el ánimo del primate que se golpea furioso con las manos contra el pecho, en señal de batalla o fanfarronería.
Y es que Wolfe, de continuo, hace trizas la regularidad del registro tonal, y no tiene contención, se desparrama en geminaciones, anadiplosis, rediciones, verborreas que incluso le hacen parecer borracho (p. 62) o enajenado o ridículo (p. 88). Pero es justamente aquí donde se halla la naturaleza de su autenticidad y su valor artístico. Sinclair Lewis lo cifró en términos gargantuescos. Resumiendo, que cuando acierta tiene trazos de puro genio, pero cuando yerra, la prosa se le vuelve un puro disparate de incongruencias misteriosas.
Hermana muerte parte de la convicción de Wolfe de que “había algo en la tierra que sólo se percibía de noche” (p. 87). En su opinión, los americanos eran gente eminentemente nocturna. Y esto parece ser que lo descubrió Wolfe (à-la-Hamsun) en su incensante callejear de noche y fue lo que le llevó a considerar que Nueva York era una ciudad muy diferente al caer la oscuridad. Tal convicción estimula en el libro que nos ocupa una aproximación formal caracterizada por una fuerte carga cinemática. Y, ello, por la ambición del escritor norteamericano de que se produzca en el texto una impresión de simultaneidad y omnipresencia [1. Y esto le emparenta con el otro Wolfe, Tom, el de La hoguera de las vanidades, pero también el de Stalking the billion-footed beast]. Lo expresa Wolfe así en un momento determinado:
“Pensé […] en cómo nuestras vidas están en contacto con todos aquellos que alguna vez vivieron, cómo cada oscuro momento, cada vida oscura, cada voz perdida y cada paso olvidado seguían vibrando en algún lugar del aire que nos rodeaba” (p. 39)
El resultado es un diálogo con la ciudad de Nueva York, a veces en clave naturalista, otras veces rozando una suerte de realismo onírico y, la mayor parte del tiempo, adquiere la conversación del yo narrador con la ciudad un tono como de inflamado y ardoroso canto panteísta. Así, lo que unifica el conjunto, a mi modo de entender, y contiene -de alguna manera- la natural histeria narrativa de Wolfe, es una cierta modulación sacramental, como de santificación del mundo. Como de génesis.
Un algo bíblico, sentencioso y mayestático y que es, seguro, aquello por lo que el viejo Faulkner se sentía absolutamente maravillado con la prosa de Thomas Wolfe [2. Contagiado, suponemos, de ese delirio hipérbolico de Wolfe, dijo Faulkner que el autor de Hermana Muerte era el mejor escritor de su generación]. Y he de decir que también yo me he sentido fascinado con el texto de Wolfe, pues cuando acierta con la metáfora la página explota en un júbilo extático y es una experiencia lectora sublime. Tanto es así que, al terminar la lectura de Hermana Muerte, corrí a procurarme cuantos libros de Wolfe me fuese posible conseguir, y tengo ya sobre la mesa de trabajo (listos para su lectura) los otros tres libros del autor que ha publicado en castellano (todos en traducción lúcida de Juan Sebastián Cárdenas) la editorial Periférica: Especulación, El niño Perdido y Una puerta que nunca encontré.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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