Me asombra la alegría y el regocijo con el que muchos novelistas toman el mes de agosto para ponerse a fondo en sus proyectos literarios aplazados durante el resto del año. O, al menos, cómo lo documentan visual y textualmente (verbigracia: de qué modo lo publicitan), a través de los distintos medios a su alcance (columnas en el periódico, redes sociales, charlas, etc).
Y no lo digo con ironía o acaso busque con este comentario censurar tal actitud. Me deja perplejo, sencillamente.
De hecho, me pregunto si bajo esta extrañeza mía no se esconde algo de resquemor, o quizá de envidia o disgusto. Y es que llevo semanas escribiendo y escribiendo, trabajando en el primero de los relatos de mi libro nuevo (vean, ya también caí yo en la trampa de la autopublicidad) y todo me parece una auténtica basura. Esto es, que me entusiasmo al principio, y me voy a la cama con la sensación de un trabajo bien hecho. Pero no, porque al día siguiente (leído ya con la claridad fresca de la mañana) todo parece falso e impostado, inconsecuente, por sobre todo. Y lo peor: ocioso.
Y me digo: qué haces escribiendo si agosto es el mes más propicio para la lectura (o para no hacer nada en absoluto).
De idéntica opinión es el crítico Ignacio Echevarría quien, en su última columna para El Cultural, abogaba por un agosto que se utilizase para proponer más pistas a los lectores. Escribía varias semanas atrás:
«Convendría plantearse entonces si [agosto] no sería el momento adecuado para interpelar a esos lectores, para incitarlos a reflexionar sobre sus propias lecturas, confrontarlas, enriquecerlas; para abrir nuevos territorios a su curiosidad, ayudar a explorarlos; para informarlos cabalmente de las novedades acontecidas, para hacer balances críticos de sus méritos y de su interés, para cribar o ampliar las pistas y las referencias acumuladas en el transcurso del año» [1. Ignacio Echevarría, «Leer en verano», El Cultural, 25-07-2014]
Recuerdo cuando comencé a escribir mi primera novela. Fue en unas vacaciones de pascua de 2001, me parece.
Y sufrí algo parecido a lo de este mes de agosto. Un torbellino agotador, loco de escritura al que postcede una agria sensación de inanidad y patética auto-conmiseración. Porque yo siempre he dicho que una novela no se escribe por convicción sino por razones. Y así sucedió con aquel primer intento novelesco, que fue un fracaso, pues lo alentaba la determinación de la escritura y no una verdadera razón narrativa.
Supongo que las largas horas muertas nos confunden y pensamos: ay, aprovechemos para escribir. Pero no, es una trampa. La trampa del tiempo libre. Y me digo que la literatura no debiera ser nunca algo de entretiempo, sino una actividad que se impone a las otras.
Dice Fernando García en El Estado Mental que en verano «Un erotismo vago y contentadizo lo envuelve todo» [2. Fernando García, «Noches de verano», El Estado Mental, 11-Agosto-2014]. Será, pues, me digo, esa auto-erotización la que nos lleva a pensar que es una buena idea la de ponerse a escribir (y ello, a pesar de que todo indica que lo mejor sería no hacerlo). En definitiva, que escribir en verano se me antoja una forma onanista de sadismo, una idea pésima.
Así, aceptando que agosto es un buen mes para la lectura, y queriendo recomendar a nuestros lectores narraciones provechosas, nos permitiremos señalar dos.
De un lado, la mezcla de mémoire, diario y testimonio que publica la novelista norteamericana Helen deWitt en el último número de la London Review of books –aquí– y que da cuenta de un suceso real (un hombre la acosaba mientras ella trataba de escribir un libro). Un extracto:
«State of mind was not relevant to trespass: there was physical evidence for that. State of mind was relevant to stalking; evidence in the form of diaries, receipts, correspondence, testimony of neighbours was available in abundance – but had not been asked for [3. Diary: on being stalked, Helen de Witt, London Review of books, Vol. 36 Nº 16 – 21 August 2014, pp. 38-29].
Y de otro lado, una remembranza del escritor Jorge Carrión –aquí-, donde habla de su adolescencia y su trabajo como monitor infantil.
Un extracto:
«Tuve una infancia feliz: es un tópico que en mi caso es totalmente cierto. No se me ocurriría, en cambio, decir que la mía fue una adolescencia feliz. Ni la mía ni la de nadie: esa expresión no entra en nuestras cabezas. La adolescencia es dramática, claroscura, barroca, mezcla en dosis desiguales de euforia y tristeza sombría, alegría y decepción, energía nuclear y desaliento.» [4. Jorge Carrión. El lodo y la fiesta. Letras Libres. Agosto de 2014]
Sean felices y aprovechen para leer mucho (o poco, pero por favor no escriban).
Nos vemos el lunes.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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