Nueve son los discursos que componen esta suerte de tablas de la ley paganas de Vonnegut. Siete discursos pronunciados frente a recién licenciados, uno leído como agradecimiento por la concesión del premio Carl Sandburg y otro que se corresponde con una conferencia dada en la Asociación para las Libertades Civiles de Indiana. A ello se le ha de sumar un apéndice final y que lleva por título “Tiempo muerto: citas para meditar” (y que haría el número diez, necesario para completar los mandamientos sugeridos en el subtítulo del libro). En los intersticios de los diferentes textos, se insertan una serie de dibujos del propio Vonnegut, al modo de ilustraciones.
Las nueve charlas no vienen ordenadas cronológicamente, pues la número uno es de 1978 y la última (la nueve) es de 1996. El orden de los discursos es el siguiente: 1999, 2001, 2000, 2004, 2001, 1994, 1994. Tal batiburrillo cronológico, sin embargo, no produce mella en la univocidad del tono y de las ideas. De hecho, leídos de corrido (así lo hice yo), no se perciben disonancias ni posados, evoluciones ni mejoras. Si acaso un cierto refinamiento. La esencia, la actitud y los temas perviven impermutables.
Se trata de discursos que no se conducen gracias al desarrollo expositivo de un tema que debe concluir en una lección. Y, así, no albergan la voluntad de resultar “inspiradores”. Tampoco buscan rememorar «heroicos relatos del pasado» ni «gloriosas visiones del fututo» (p. 102), sino que conciertan observaciones dictadas desde la atalaya de la experiencia (Vonnegut se refiere a sí mismo en muchas ocasiones como “Matusalen”). Son opiniones que no buscan el acuerdo, el aplauso, ni el debate o la reflexión, sino, más bien, se nos entregan como instancias morales (consejos sencillos) para manejarse felizmente en la vida adulta.
Dan Wakefield, amigo de Vonnegut y también originario de Indianápolis, que es quien firma la nota introductoria y es responsable de la selección y edición de los textos, a esto lo llama ”la evidencia silenciada”. Así, el escritor norteamericano, señala en sus discursos las cosas sencillas que, de tan obvias, a veces parecen intrascendentes (o acaso viejunas; hoy, sobre todo, mucho más que cuando las decía Vonnegut). Pero no. Porque son asuntos centrales: el reconocimiento de los maestros, la idea de comunidad (“lo más valioso de este mundo”), la necesidad de no olvidar los orígenes, el valor de los libros, la importancia de saber reconocer la belleza de los momentos fugaces, pero adorables de la vida cotidiana, los ritos de paso (y su pérdida) o las peleas matrimoniales (y sus razones: la soledad y el aburrimiento).
Vonnegut se sirve en sus discursos de esa franqueza típicamente americana, pero consigue eludir el ridículo en el que suelen caer estos oradores gracias a una ironía magnífica, mezcla de altivez e hipérbole, ingenio y locuacidad. La ambigüedad entonces le sirve de captatio benevolentiae, pues mantiene al auditorio en vilo (y es que no se acaba de saber a ciencia cierta si habla en serio o no). Para añadir confusión al discurso, Vonnegut inserta múltiples chistes (y muchas veces sin venir a cuento). El resultado es una suerte de discurso tragicómico, imprevisible, diáfano, pero hipersincero. Un tipo de discurso urgente, llano y presentista, de apariencia desconectada, pero que le permite a Vonnegut demostrar su pericia oratoria y sus cualidades de showman.
Dice, por ejemplo, en uno de los discursos (el que da en la Eastern Washington University, en 2004):
“Observo que algunos de vosotros no estáis del todo convencidos de si hablo en broma o en serio. Así pues, a partir de ahora me meteré el dedo en la nariz cada vez que hable en broma” (p. 77).
La solidez del discurso viene, además, amparada por las confesiones de tipo personal (su adicción a los cigarrillos, su “incapacidad genética” para ser alcohólico, sus experiencias como ex-soldado y sus estudios de antropología cultural, etc), pero también del recurso a las frases sentenciosas (y harto provocativas), así como a ciertos argumentos de autoridad (con especial querencia por aquellos traídos de las Beatitudes, esto es, del Sermón de la Montaña, pero también de Santo Tomás de Aquino, Milton o Mark Twain, entre otros). Incluso, esporádicamente, deja caer alguna lección de escritura creativa, como la siguiente:
“Primera regla: nunca utilicéis el punto y coma. Se trata de un hermafrodita travestido que no representa nada. Sólo sirve para demostrar que has ido a la universidad” (p. 77).
En definitiva, unos textos que se refugian menos en la utopía que en la realidad incontestable de la vida, y que pretenden infundir más determinación que esperanza, más confianza que ambición, más dignidad que coraje. Unos textos que vale la pena leer hoy por una razón: porque nos dan las claves de la filosofía vital de Vonnnegut, de sus razones para sentirse orgulloso de pertenecer al género humano. Razones que, en esta sociedad posthumana nuestra, se nos han vuelto quizá perentorias.
La única pega que se le podría poner al volumen es la traducción del título, que en inglés era «If this isn´t nice, what is it? Advice to the young» y que en castellano se ha convertido en una parrafada que no estoy seguro de que haga entera justicia al espíritu del libro [1. En puridad, se ha de decir que la frase «Que levanten mi mano quienes crean en la telequinesis» está sacada de la addenda final de consejos que se incluye en el libro (pp. 111-115)].
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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