Sobre (la negatividad de) la crítica literaria

1.

Más que de un libro dedicado al crítico literario y escritor, el así conocido como “El Papa de la literatura alemana”, Marcel Reich-Ranicki (1920-2013). y que contase con un epílogo del crítico literario español Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960), al hablar de Sobre la crítica literaria (Elba, 2014) deberíamos decir, con mayor propiedad, que nos encontramos frente a un libro compartido. Pues si el texto de Reich-Ranicki tiene 70 páginas, el epílogo de Echevarría cuenta con 53.

El primero de los textos, y que da título al libro: “Sobre la crítica literaria”, se corresponde con un ensayo escrito en 1970 por el crítico literario de origen judeo-polaco y superviviente del gueto de Varsovia, Marcel Reich Ranicki, y fue utilizado como introducción para una antología de sus críticas titulada Lauter Verrisse, algo así como Críticas demoledoras y nada más. En el libro se reunían reseñas y ensayos sobre diversos autores alemanes (Günter Eich, Hans Magnus Enzensberger, Günter Grass, Martin Walser, Peter Weiss, etc). Y traía como subtítulo la siguiente leyenda: “Nicht nur in eigener Sache. Bemerkungen über Literaturkritik in Deutschland”, esto es, No sólo en interés propio. Consideraciones sobre la crítica literaria en Alemania.

2.

En 1755 defendía el crítico y también escritor, Christopher Friedrich Nicolai, el derecho y el deber del crítico de emitir juicios negativos. Y lo justificaba así: “la crítica es la única asistenta que, poniendo al descubierto nuestra imperfección, puede al mismo tiempo atizar en nosotros el deseo de mayores perfecciones” (p. 41). También defendía esta idea Schleger, al decir que “la crítica es el arte de matar en la literatura lo que vive sólo en apariencia” (p. 43). Y Goethe, en su célebre ensayo de 1821 “A vueltas con el conde de Carmagnola”, donde diferenciaba entre crítica constructiva y crítica destructiva, perfilaba una -a su entender- condición ineludible de la buena crítica: que se juzgue más “en atención al autor que pensando en el público” (p. 46). La otra crítica, la destructiva, según Goethe, es demasiado fácil, insolente y -consecuentemente- no vale nada.

Años más tarde, sentenciaba Theodor Fontane: “lo que es malo es malo y hay que decirlo. Luego ya vendrán otros a dar explicaciones y a matizar las cosas” (p. 54). Y en 1897, Moritz Heimann abogaba también por combatir “las malas hierbas que carecen por completo de valor” (p. 54). De opinión similar era Walter Benjamin, quien decía que “sólo quien sepa destruir podrá críticar” (p. 55). Y, apuntemos también el corolario de Gottfried Benn, que dice así: “el mundo intelectual ha hecho más daño la vaguedad que la dureza” (p. 55). En definitiva, nos dice Reich-Ranicki que hay pruebas suficientes en la crítica literaria alemana, ya desde los tiempos del así conocido como el padre de la crítica alemana, Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781), como para observar que una de sus obligaciones esenciales es su función negadora. Que el buen crítico literario no puede (no debe) juzgar alegremente una obra. Y quizá sea precisamente esta la razón por la que han aparecido los así llamados “chapuceros del elogio” (p. 58), los domingueros de la crítica, “los que hablan sin parar del descubrimiento de nuevas obras maestras” (p. 60).

Denunciaba Robert Musil en 1933 que “se ha dejado la crítica de libros en manos de gran parte de literatos que se elogian entre sí” (p. 61). Es este un modo cobarde de eludir el “examen público y privado “ que es cada nueva tarea para el crítico, pues este debe “una y otra vez debe acreditarse, esto es, dar prueba de su competencia” (p. 62). Forzando el elogio y encubriéndolo con el disfraz del juicio imparcial, se le niega a la crítica literaria su función esencial y, de paso, se la desposee de su seriedad y sentido de la responsabilidad. Porque, como decía Reich-Ranicki: “Cuando un crítico califica un libro […] no sólo se pronuncia a favor o en contra de un determinado autor, sino que también se manifiesta a favor o en contra de una manera de escribir y de una actitud, de una escuela o tendencia, de una literatura, en suma” (p. 65). Eludiendo la radicalidad de esta obligación (o sea, oponiéndose a atajar el problema de raíz, como dejó escrito Marx), esa “escritura plena” de la que hablaba Roland Barthes, es como se ha llegado al mismo círculo vicioso que sufrimos en la actualidad, el de la palmadita y la sonrisilla cómplice (y corrupta).

El crítico ha de comprometerse con la literatura de su tiempo y, especialmente en el caso del objeto que rechaza, hacer una “referencia expresa a lo ejemplar” (p. 67). Ha de ser claro, el crítico, rechazar la ironía y la sutileza, e intentar ser pedagógico. Pero debe dar su opinión, no esconderse. Y no puede ser ni intolerante ni fanático. Decía Werner Weber en su Tagebuch eines Lesers (Diario de un lector) que cuando el crítico ha alcanzado la claridad total, queda más allá del error y de la comprensión plena y “es una voz de la existencia que forma parte de la melodía del tiempo…” (p. 75).

Pero no nos hemos de llevar a engaño, no se ha de sobreestimar la influencia directa del crítico (ni para lo bueno ni para lo malo), pues ningún crítico es capaz de “aniquilar una obra de arte literaria que esté viva ni de dar vida a otra que esté muerta” (p. 81). De cualquier forma, Reich-Ranicki defiende la crítica negativa, pues ve tras de ella “una afirmación rotunda, tal vez incluso apasionada” (p. 83).

3.

Aduce Ignacio Echevarría que la corriente actual del así llamado “pensamiento positivo” (promovida por una infantilizada cultura de masas) pretendería que los aspectos negativos de la crítica “constituyen una perversión de los cometidos primordiales que corresponden a la crítica” (p. 95). Así, se entiende que el crítico (heredero de aquella vieja idea de la crítica ilustrada dieciochesca, íntimamente ligada al ascenso de la esfera pública liberal y burguesa), no es sino “un mero portavoz del público, regulador y abastecedor de un humanismo general” (p. 97); en suma: un lector más.  Así, se le permite al crítico que contribuya al enriquecimiento, pero “difícilmente se acepta que prescriba” (p. 100).

En favor de la no-negatividad, además, se suelen alegar factores de tipo santurrón: la “arraigada presunción de que toda obra, por fallida que sea, contiene algo aprovechable (p. 112), el beneficio superior de la lectura (considerada un bien en sí misma, sea lo que sea aquello que se lee) y unas razones de índole moral (venidas de la tradición judeocristiana en la que se fundamenta el concepto de “esfera pública”). También sucede que el lector percibe la censura del crítico como una intromisión en su gusto privado, lo que le lleva eventualmente a sentir resentimiento por este (especialmente cuando la opinión de un lector hacia un libro es favorable y no así la del crítico). Vivimos en una cultura cada vez más afecta, nos dice Echevarría, “a la retórica de lo positivo” (p. 116). El año pasado, por ejemplo, afirmaba el crítico de The New Yorker, Lee Siegel, que las malas críticas constituyen un “anacronismo”.

Echevarría, contra la opinión idealista de Reich-Ranicki, defiende que la crítica debe ser postautónoma, esto es, una evolución del ideal ilustrado de una crítica no-negativa, y argumenta asimismo que no puede estar desconectada de sus condicionamientos materiales (esto es, “su trasfondo ideológico, social y político”). Sostiene así Echevarría la tesis de que la negatividad no se hallaba en el programa originario de la crítica (al menos no en el marco teórico de la Ilustración y el Romanticismo) y que esta negatividad es una desviación producida gracias al desarrollo del nuevo periodismo de masas. Consecuentemente, defiende Echevarría la idea de crítica benjaminiana [1. Amén de haberle reprochado a Reich-Ranicki su gusto conservador y mediano, cuando no pacato, Echevarría le afeó tras su muerte la malcomprensión penosa de Walter Benjamin» / Ignacio Echevarría, «Muerte de un crítico», El Cultural, 27-09-2013], en tanto que “plataforma destinada a orientar la lectura de la obra en cuestión en el sentido más adecuado a los ideales que el crítico suscribe” (p. 136). Y defiende su tarea como socializador de la lectura, pero con el matiz de que no se dirige al público en general (la esfera pública burguesa), como pretendía Reich-Ranicki, sino a “una comunidad en construcción de individuos susceptibles de ser movilizados” (p. 139). En definitiva, dos formas enfrentadas de entender la crítica literaria: la idealista vs. la marxista.

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

One Reply to “Sobre (la negatividad de) la crítica literaria”

+ Leave a Comment