Traduciendo a Gregor von Rezzori en su propia casa

beatrice monti & von rezzori

Gregor von Rezzori y su esposa Beatrice Monti en su casa de Santa Maddalena

I

Seguir el rastro a un texto literario hasta encontrar sus orígenes, los caminos que tomó o las encrucijadas en las que se vio atascado hasta poder seguir su rumbo y hallar la forma definitiva en la versión publicada, es labor tan apasionante y ardua como la de aquellos detectives que siguen el escurridizo fantasma de una persona desparecida en las clásicas novelas negras.

Mientras traduzco el relato «Sobre el acantilado» releo una conversación entre Rezzori y Thorsten Windus que debió de tener lugar en esta misma casa de Donnini hacia finales de 1989 o, a más tardar, en la primera mitad del año 1990, cuando se preparaba el número especial que la revista die horen dedicó a Rezzori en el tercer trimestre de ese último año. La entrevista fue realizada especialmente para ese dossier «Rezzori» que ahora tengo en mis manos y que abarca 111 páginas de una revista con un total de 220.

En la entrevista, el autor de La muerte de mi hermano Abel, revela que está sumido en la escritura de un nuevo relato titulado «Das Haus am Kliff (La casa junto al acantilado)». A la pregunta sobre si los lectores podrían leer próximamente algo nuevo de él, Rezzori respondía:

—Sí, estoy trabajando actualmente en una historia en la que, incluso, tiene lugar un asesinato. «La casa junto al acantilado», es el título que tengo hasta ahora. ¿Tal vez se trate de un Rezzori completamente nuevo?

—¿Una historia policiaca? –le pregunta Windus.

—No tanto. Es la historia de un tallador de imágenes sagradas. Espero que nadie pueda sospechar que haya algo autobiográfico en ella. Pero, en fin, seguramente que algún crítico también lo consigue esta vez.

¿Hasta qué punto estaba avanzado el relato en el momento de esta conversación? No lo sabemos. No encontré entre la papelería de Rezzori (que es abundante) ninguna copia manuscrita en alemán que me indicara el posible estado de la narración en el momento de realizarse esta entrevista. A esas alturas, lo único que nos adelanta el autor es que en la historia tiene lugar un crimen y que el protagonista es un escultor, un tallador de imágenes sacras (Rezzori usa el término Herrgottsschnitzer).

El relato, tal y como se conoce hoy, fue publicado en Alemania en 1991, un año después de esta conversación, en la misma forma en que ha llegado a mis manos para ser traducido, en la edición de Berliner Taschenbuch Verlag del año 2005. Su compilador, Heinz Schumacher, dice expresamente: «La nueva edición de los relatos «El cisne» y «Sobre el acantilado» respetan sus primeras ediciones de la década de 1990″.

Esto es todo lo que, por ahora, se ofrece a mi labor de sabueso literario: un asesinato, un tallador de imágenes sacras, un testimonio del autor (un año antes de publicado el texto) en el que nos dice que su nuevo relato no será autobiográfico, que será, quizás, «un Rezzori completamente nuevo», y la afirmación del editor alemán de que ese texto, tal y como ahora lo tengo yo delante, coincide con el original publicado por primera vez en 1991.

Pero la labor detectivesca está siempre llena de sorpresas, de giros inesperados, de personajes que aparecen y nos regalan una pista reveladora: sigo hojeando el número de la revista die horen y, unas páginas más allá del dossier dedicado a Rezzori, después de un ensayo sobre el poeta Emmanuel Bove, de otro sobre Juan Goytisolo y de una selección de poemas de Davoren Hanna, me tropiezo con un texto que nada tiene que ver con el autor de la Bucovina y que, no obstante, me aportará una mirada completamente nueva hacia este relato que ahora traduzco. Se trata de un artículo sobre un joven escultor alemán del que yo jamás había oído hablar hasta hoy: Trak Wendisch.

 

trak wendisch

El escultor Trak Wendisch

 

II

¿Conocería Gregor von Rezzori la obra de Trak Wendisch, un escultor de la entonces recién desaparecida RDA? Es posible, pero poco probable. ¿Hojearía Rezzori, como hago yo ahora, el número de die horen que sostengo en mis manos? Sin duda.

(En el despacho de la casa de Donnini hay ejemplares de revistas culturales en las que aparecen (o no) colaboraciones de Rezzori y en las que, de vez en cuando, parpadea sobre la página la letra elegante y diminuta del antiguo inquilino, con sus breves anotaciones).

¿Leería Grisha, atraído por las reproducciones de las pinturas y las esculturas de Wendisch, y especialmente por el título, «El Inquisidor de Goldbeck. Sobre las pinturas y esculturas de Trak Wendisch», todo el ensayo que le dedica Bärbel Jäschke? A estas alturas de mis pesquisas no sólo estoy convencido de que lo leyó, sino de que la lectura de este texto inspiró la forma definitiva que adoptó el relato que ahora traduzco.

Tiene cierta lógica pensar que alguien que está escribiendo un cuento sobre un escultor de imágenes sagradas sienta curiosidad por leer acerca de la obra de otro escultor de imágenes sagradas, sobre todo si este último, como muestran las fotos que pueden disfrutarse en este número de die horen, tiene una obvia predilección por lo grotesco, por una textura expresionista en la que se trasluce el espíritu de un gran amigo de Grisha Rezzori: Georg Grosz.

Este relato es, probablemente, el más grotesco de cuantos escribió nuestro autor. Y también el más cargado de simbolismos. Aunque a primera vista parece narrado en el tono sosegado y monologuizante de un narrador en primera persona que recuerda la época en que vivió en un idílico paraje italiano junto a un acantilado, el relato está lleno de sutiles saltos tonales y genéricos (de la reflexión más adusta al sarcasmo más descarnado, de la trama policiaca a la novela de artista, de la contemplación a la descripción de una escena terrible).

La primera pista de que Rezzori leyó este texto sobre Wendisch y de que su lectura influyó en los giros que tomó el relato en pleno proceso de escritura me la ofrece un comentario al principio del artículo sobre el escultor que, en una referencia cruzada, remite de inmediato al párrafo final de «Sobre el acantilado». A la pregunta de si Burg Goldbeck, el lugar de retiro y trabajo del escultor, es una especie de colonia de artistas según el modelo de Worpswede, Wendisch responde de un modo tan tajante como el terrible acto final del relato rezzoriano:

«Más bien es una perenne película al estilo de Rashomon, de Akira Kurosawa: asaltos, defensa territorial mediante ataques preventivos, contradictorias declaraciones de testigos y el fin de la búsqueda de la verdad».

El relato de Rezzori acaba con un acto extremo del escultor ante lo que él llama su «insuficiencia», su «nulidad», su agotamiento tras una vida dedicada a la búsqueda de la verdad artística. El escepticismo para con su obra de tallador de imágenes sagradas, su extraña enfermedad (que le ha provocado la total caída del pelo, confiriéndole el aspecto de un enorme falo en erección), la infructuosidad de su relación con lo femenino, marcada por tormentosos complejos edípicos, las muertes ocurridas en aquel sitio de idílica apariencia hacen que el escultor tome su drástica decisión: va hasta el banco de carnicero, coloca su miembro viril encima y se lo corta de un tajo. En el siguiente párrafo, el último del cuento, tras informarnos que fue salvado de desangrarse gracias a la llegada imprevista de los carabinieri, nos dice:

«Ahora vivo en tierra llana, en las marismas que rodean Worpswede, […] He abandonado la talla. […] Vivo en completo retiro. […] Se me tiene por un tipo raro, por un asocial. Para los niños y los jóvenes resulto inquietante. Y todos temen a mis perros.»

 

III

Pero el relato de Rezzori es también una reflexión despiadada sobre la imposibilidad de los idilios artísticos (o vitales) en la era de la reproductibilidad técnica (y de la reproducción in vitro), de la proliferación cancerosa de lo mediocre, donde lo autorreferencial (el arte como objeto de sí mismo y el artista como objeto de su arte) han contaminado toda relación ingenuo-romántica con la creación y la pro-creación. La autocastración del protagonista parece aludir casi literalmente a una de las célebres y radicales «Acciones» de Rudolf Schwarzkogler, del año 1965.

Por su parte, lo que llama más la atención en este artículo sobre Trak Wendisch son las reproducciones de algunas de sus pinturas, algunas de las cuales tienen como motivo central una especie de danza sobre una cuerda floja, sobre un abismo, danzas protagonizadas, en los casos mostrados, por dos figuras, una masculina y otra femenina. La narración de Rezzori es también, en cierto modo, una coreografía del protagonista con las cuatro relaciones femeninas que menciona en su recuento: la relación con su madre (llena de odio y de culpa), la que sostiene en su adolescencia con una criada (motivo de repulsión), la fugaz relación sexual con la pintora alemana (fuente de humillación) y los diálogos intelectuales (reales o imaginarios) que sostiene con ella (manantial de sus dudas sobre la condición de artista) y, finalmente, la que tiene con Lisa, la joven que vive con él durante unas semanas (una relación primero desaforadamente erótica y, más tarde, testimonio de su fracaso como artista y como ente social).

Y son muchos más los aspectos mencionados en el artículo sobre el escultor que, como un parpadeo, reaparecen transfigurados en leitmotiv en el cuento rezzoriano. Aunque las fotos en die horen son en blanco y negro, se dice que «El Inquisidor» (cuya forma fálica es evidente), es de un color rojo sangre. En la referencia a otro grupo escultórico de Wendisch, «El rey sigue siendo el rey», se ve al soberano avanzando en procesión encima de un cadáver sostenido entre dos figuras. ¿Se habrá inspirado en esta foto Rezzori para intercalar en su relato, a posteriori, la anécdota sobre el rey haitiano Henri Christophe, que ordena a sus súbditos, convertidos en poco menos que unos zombis obedientes, que se arrojen uno a uno por un acantilado?

En el artículo sobre Wendisch se dice que cerca de Burg Goldbeck se encuentra el Belower Wald, el bosque donde las SS, en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, reconcentraron a cuarenta mil prisioneros de los campos de Sachsenhausen y Ravensbrück. ¿Habrá refulgido de ese dato, en la mente de nuestro autor, el centelleo metálico de municiones y armamento olvidados entre la maleza, dándole la idea definitiva sobre la presunta arma homicida de su relato, una pistola (alemana) encontrada por el carnicero entre los arbustos que rodeaban la fuente del idílico paraje?

¿No hay acaso un atisbo de la figura de Diógenes cuando el protagonista de nuestro cuento nos dice, al final, que vive retirado, que se le tiene por un tipo raro y asocial y que todos temen a sus perros? Pues, una referencia explícita a Diógenes puede leerse en el ensayo sobre Wendisch, cuando la autora nos dice que sus piezas muestran un cinismo claro y analítico, al estilo del Diógenes de la escuela cínica.

En otro momento del ensayo se nos dice que las esculturas de Trak Wendisch, sus osamentas, recuerdan brutalmente, por la estructura áspera de la basta madera, la carne fresca de un matadero. El narrador de Rezzori, en momentos de su relato, se regodea en descripciones muy gráficas y precisas de los cortes de la carne colgada en la tienda del carnicero, en relación siempre con los cortes de sus gubias y sus escoplos.

 

georges grosz

«Die Stützen der Gesellschaft» (1926), de George Grosz

 

IV

Y como el corte hecho a la madera, ya sea el que resulta del golpe más rudo del escoplo o del formón, o el más suave de una gubia curva que acaricia, hay algo que fascina y estremece en este hallazgo. En ningún caso, claro está, puede hablarse de plagio.

(Era demasiado abrumador el talento de Rezzori en el manejo de la palabra y las ideas como para necesitar plagiar a nadie).

Es, únicamente, como si la lectura del artículo hubiese dado la textura final al texto que el autor tenía en mente en un principio, obligándolo, incluso, a un brusco cambio de dirección, como un corte fortuito sobre un leño que, de forma inesperada, deja al descubierto en la obra pretendida una veta jamás sospechada en un inicio, pero reveladora para las intenciones más profundas del artista. Como si la materialidad del arte de Wendisch hubiera dado al relato de Rezzori la consistencia definitiva para algo que hasta entonces sólo se conformaba con las materias volátiles del yo y de la palabra. El yo. La palabra. Dos temas que a Rezzori le fascinan.

Hay en la obra de Wendisch un efecto drástico que parece negar toda fe en la ilustrada condition humaine. Y no menos destilan muchos de los pasajes de este cuento rezzoriano. Hay en Wendisch, asimismo, un escepticismo evidente ante el valor del arte, para quien la escultura no es sino una forma eficaz de representar lo que él considera una especie de «circo de la especie humana».

Una nueva sorpresa me confirma que el rumbo de mis pesquisas no va tan desencaminado. Aunque no he podido encontrar ningún manuscrito alemán del relato, sí que encuentro una copa mecanografiada de un primer intento de traducción al inglés de este relato, realizada por Hermann Broch de Rothermann (el hijo del gran Hermann Broch). Sólo cuento con un par de hojas sueltas que me indican que el relato empezaba, originalmente, de este modo:

«[…]…with the certitude of the dreamer that whatever I experience relates to something I cannot name, but which constitutes the core of that concept of “I” and, thus, the core of myself. This, incidentally, is a thoroughly malevolent core: it is the origin of the flood which destroyed the house. Although this is to be understood merely in all the ambiguity which epitomizes the state of dreaming. In it, images are experienced and experiences are imagined, Metaphors flow into one another in a semantic of meanings all their own. But what they signify to me is unambiguous; my “I”, in reality, does not exist. It is an abstract concept alike, in the realm of geometry, a point through which an infinity of lines are running and which by itself, nevertheless, is without dimension. It is the vanishing point of a cyclopic vision, a one-eye perspective, in which all that is happening is gathered up in an existential experience of beingness. It is exclusively my own and yet I cannot define it by the declaration: “This is I!” I shall give a concrete example. A bit earlier […]»

De haberse iniciado así, este relato no tendría quizá la singularidad que lo destaca en el conjunto de la obra rezzoriana. Reflexiones sobre la ambigüedad del yo y sobre la dificultad de conferirle contornos precisos abundan en todas las grandes obras narrativas del autor de la Bucovina. Aquí, en cambio, se alude al yo de un modo más sutil (en un par de reflexiones sobre la relación del artista con su pene), pero la narración, aun en su constante alternancia de estilos y de tonos, mantiene ese suspense característico del cuento policiaco.

Todo ese pasaje ahora descubierto en la primera versión inglesa aparece suprimido por un recuadro en tinta azul y dos líneas transversales que conforman una cruz y que, simbólicamente, eliminan la posible introspección identitaria de un tallador de imágenes de la madre del Señor.

 

V

El autor en lengua alemana de la segunda mitad del siglo XX que, a mi juicio, supo aplicar con mayor maestría en su literatura, intuitivamente, el tan llevado y traído concepto de la «autoficción», renuncia casi por única vez, en este relato, al juego a las escondidas con su identidad. Ya lo advertía él mismo en la entrevista que citábamos al principio:

«Es la historia de un tallador de imágenes sagradas. Espero que nadie pueda sospechar que haya algo autobiográfico en ella. Pero, en fin, seguramente que algún crítico también lo consigue esta vez.»

Es muy probable que el ensayo sobre el joven escultor alemán, las ideas en él expresadas, las reproducciones mostradas, hayan sido el detonante último para que estallara en la masa neuronal del autor la chispa que le permitiría definitivamente convertir en cenizas la única pista que, en ese relato, pudiera darle a «algún crítico» la satisfacción de seguir el rastro al siempre escurridizo y autorreferencial magrebinio. ¿Otra de sus bromas, quizás? Eso sí, tenía que llegar un traductor –admito no sin cierto pudor— para seguir una pista distinta y encontrar al final esa preterida huella del yo en los orígenes del relato.

¿Tiene esto connotaciones para la traducción? A mi juicio, las tiene. Los otros dos relatos que conforman el libro («El cisne» y «Afanjáuer») son Rezzori en estado puro. Aun el segundo, con las evidentes irregularidades de un texto inconcluso, aborda temas que apuntan al Rezzori analista de la actualidad, al Rezzori de La muerte de mi hermano Abel o de El expreso del Oriente.

Hay en el original de «Sobre el acantilado» algunos pasajes –sobre todo los que implican a la conflictiva relación del protagonista con su madre— que parecen haber variado poco desde el principio y responder al Rezzori que conocemos, el Rezzori que aún no había leído el texto sobre Wendisch. «Grisha adoraba a su padre y a su hermana, pero detestaba a su madre», me ha dicho varias veces Beatrice durante esta estancia. Eso es algo que puede leerse en muchas de sus novelas «autobiográficas», o, mejor dicho: autoficcionales. En esos pasajes afloraban algunas de esas frases largas y reflexivas que caracterizan al Rezzori de Memorias… o de Flores en la nieve. Sin alterar en nada el sentido ni demasiado el ritmo de las frases, sí que tomé la decisión de ajustar mejor esos pasajes al ritmo seco y cortante, casi en staccato, que tienen los recuerdos del escultor protagonista del pasado más reciente y sus lacónicos comentarios sobre su presente narrado.

¿Es legítimo, para un traductor, hacer pequeñas labores de editor a la obra de un autor al que admira? Teóricamente, no es tan legítimo. Pero se hace. Y yo defiendo esa postura, en contra de la teoría, del mismo modo que defiendo en otros casos el criterio diametralmente opuesto: mostrar al autor tal cual es, con sus manías escriturales y sus defectos, si así lo requiere la obra y su legado (o no-legado). El propio Gregor von Rezzori agradecía en una nota introductoria a la primera edición de Abel… en italiano la ayuda brindada por su traductor, Andrea Landolfi, a reajustar (o incluso eliminar) pasajes que pudieran ser insuficientemente comprendidos por el lector italiano.

Yo no he tenido la suerte de trabajar a cuatro manos con Rezzori. Pero me deleito imaginando su cara de pillo, su comentario tal vez sarcástico, mientras yo le revelo mi hallazgo y la relación que veo con el texto sobre Wendisch. A fin de cuentas, no me cabe, al final, sino preguntarme: ¿Habrá sido realmente como yo lo creo? Eso, por ahora, nadie puede saberlo.

 

rezzoni en santa maddalena

Gregor von Rezzori en los jardínes de Santa Maddalena

 

VI

Una espléndida primavera empieza a calentar las acuchilladas y húmedas tierras de esta región del valle del Arno. Es 14 de abril de 2014 (14-04-2014, una cifra de simetría casi cabalística). Al bajar definitivamente las escaleras del estudio de Gregor von Rezzori ya no corro tan grave peligro de resbalar por ellas. Llevo un mes y medio subiéndolas y bajándolas, y mis suelas ya conocen la muesca precisa en la piedra donde colocar el pie sin riesgo de accidente. Dejo atrás el abundante material que ha ido proporcionándome una idea más precisa del escritor. En el patio central están casi todas las personas que, en estas semanas, han contribuido a que yo pueda completar el rompecabezas del hombre: Beatrice, su viuda; N., pariente lejana de Grisha, oriunda de Rumanía; T. su médico; G., su fiel «palafrenero», ayudante, chófer, jardinero, confidente, al que le brillan los ojos cuando le hablan de Rezzori y, como personaje de una película de Fellini, empieza a gritar alborozado «Il barone! Il barone!», al que Grisha parece haber inmortalizado con discreción en las primeras líneas, precisamente, del relato «Sobre el acantilado».

¿De qué manera incide en una traducción una estancia tan sui generis como ésta, en la que vives seis semanas en la casa del autor al que traduces, en su despacho, sentado en la misma silla donde se escribió el texto ahora vertido al español, compartiendo a diario con personas que lo admiraron o lo quisieron?

Andrea Landolfi, que conoce la casa como la suya propia, que sí trabajo con Rezzori frente a frente en sus muchas traducciones durante semanas y meses, me dice que nada ha cambiado en la casa, que todo está como antes, cuando él vivía. Por algún tipo de sugestión, las palabras que yo me veo obligado a pensar y repensar van fundiéndose con ese ambiente en el que empiezas a reconocer los modelos concretos en los que pudieron inspirarse un gesto narrado, el personaje de una novela, un rincón descrito, una escena saboreada sobre el papel impreso. Hay algo de extraño en esa camaradería que surge entre mi persona y un autor al que nunca conocí ni conoceré y del que, por infinidad de circunstancias vitales, me separan tantas cosas. ¿O tal vez no?

Como traductor, pocas veces había sentido físicamente –y con tal intensidad— esa electricidad que puede generar este oficio. En muchas ocasiones he pagado de mi bolsillo para visitar un escenario descrito en una novela, para recorrer una muestra donde se resume una época relacionada con un cuento que traduzco o debo traducir. Pero en esos casos el proceso es más químico, resulta más osmótico: una lenta fusión recíproca de los líquidos, de las imágenes con lo escrito; a veces he podido trabajar directamente con autores vivos (aunque, en algunos contados casos, lo que se ha producido es un nocivo cortocircuito). Esta vez era una relación casi meteorológica: yo no era sino un pararrayos que asimilaba las descargas eléctricas de la atmósfera (la palabra viva de los allegados de Rezzori), un anemómetro que respiraba el aire (cada rincón de la casa, ahora por fin reconocido, cada tipo de brisa o ráfaga de viento), un acumulador que registraba y recogía la energía vibrante del suelo (la palabra encerrada en los libros, pujante por salir de los moldes germánicos) y lo fundía todo en un reporte climático parecido al original, pero nuevo.

¿Incide en verdad todo esto? Yo creo que sí. Habrá sin duda, en mi nuevo informe climático, alguna imprecisión, un par de decisiones fallidas, pero espero, eso sí, poder entregar un texto vivo. Ya llegarán seguramente equipos meteorológicos de mayor precisión, computarizados, que enmienden, en un futuro, mis pifias de viejo aparato de medición.

by José Aníbal Campos

nació en La Habana en 1965. Es germanista, traductor y ensayista. Ha traducido a Peter Stamm, Gregor von Rezzori, Stefan Zweig, Hermann Hesse, entre muchos otros...

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