1.
En la presentación granadina de su anterior libro, Vida de Pablo (Periférica, 2011), decía Carlos Pardo que tenía pensado ya el formato de su próximo libro y que iba a ser muy parecido al que por entonces recién acababa de editar, su ópera prima -en lo que a novelística se refiere (pues cuenta en su haber con tres libros de poesía).
Y es cierto que sus dos libros de prosa participan de una distracción de la linealidad del sentido, de una codificación hermética del material narrativo (aquí por negarse a contar algunas cosas y allá por ocultarlas) y un dialogar errabundo e incompleto. Es en la forma donde sus estrategias divergen. Donde Vida de Pablo apostaba por la autoficción, El viaje a pie de Johann Sebastian (Periférica, 2014) lo hace por la crónica; sin embargo, ambos libros comparten una sustancia medular: su intención de ser más veraces que verosímiles. Comparten también un leit motiv: la vida escrita como suplantación.
Decía en el prólogo del primer volumen de sus diarios, Mínima molestia, el escritor Ignacio Carrión que:
«Para mí, nada existe hasta haber sido escrito. Nada existe más que a través de la palabra escrita por uno mismo. Ni siquiera uno mismo».
Y esto es lo que sucede con el libro de Carlos Pardo, que se re-crea a través de la escritura en lo que, en última instancia, acabará convirtiéndose en un ejercicio catártico, casi sanador, pleno de ínfimas, pero potentes revelaciones (y que Pardo atenua muy hábilmente en el relato, gracias a las constantes dislocaciones).
2.
El viaje a pie de Johann Sebastian consiste en seis fragmentos o fugas (en un puro sentido musical: de punto/contrapunto) y que se mueven de la chronĭca al chronĭcus, del nombre al adjetivo, esto es, de la información fidedigna a su incidencia personal, en el sentido de lo incurable endémico. Y así se nos habla de dolencias, enfermedades y vicios.
Por decirlo de otra manera, en El viaje a pie… ya todo ha sucedido, y solo es cuestión de tiempo que implosione. Una escritura que ve la vida como asbesto, una existencia que se mantiene lozana en la apariencia y festiva por afuera, pero que se anda descomponiendo por dentro, por causa de una suerte de mesotelioma (la cruz de la herencia familiar) que provoca que, cada vez, sea más difícil respirar. De ahí la necesidad de realidad (no de realismo), de la realidad de afuera, la de los otros, porque hace ya tiempo que se derribó el mito, la ficción: el sueño personal (pero también familiar).
En última instancia, El viaje a pie… es una novela de tesis.
Su tema: el anacronismo.
3.
“Así que tenemos a dos padres enfermos y a cinco hermanos que no se ponen de acuerdo” (p. 15)
Este es el punto de partida del libro. Y la ausencia de María Jesús, la mujer de Pardo, cuya historia de amor se contaba en Vida de Pablo (ausencia que le sirve, nos dirá Pardo, para recuperar la intimidad consigo mismo, para «decir lo que me salga de los huevos» (p. 98)). Sombras periféricas del narrador que, aunque sin reclamarlo explícitamente, demandan atención y presencia (quieren robarle, en definitiva, protagonismo a Pardo [1. No en vano, ya hacia el final del libro, nos dirá Pardo que siente “como si yo no fuera el protagonista de mi infancia”. (p. 209)], el menor de cinco hermanos de una familia desestructurada). La única presencia sostenida, y por la que se percibe mayor afecto es la de la madre, a la que acabará cuidando y llevándole las cuentas.
4.
Los seis textos (más el breve epílogo) que conforman el libro se desarrollan de una manera cronólogica y así nos narran el pasado reciente, inmediato, de Carlos Pardo. Ello no significa que no deambulen hacia el pasado, sobre todo al más lejano: el de la infancia y la adolescencia. Pero esto tiene una razón estratégica y es que el descalabro que se nos narra parte de unas vigas torcidas que se construyeron entonces y que hoy se desploman.
Pardo recuerda, por sobre todo, las vacaciones familiares y la displicencia despreocupada de su vida en provincias, cuando estudiaba la carrera de Filología Hispánica (carrera que no terminó), como contraste a la desmemoria actual del padre, pero también por buscarse a sí mismo allá atrás en lo que casi fue y ya nunca podrá ser, y por hacer frente a una evidencia ya lastimera:
“No puedo seguir viviendo -nos dice Pardo- el simulacro de la juventud sin caer en una depresión “(p. 188).
Esta idea de ficción vital (idealización fantasiosa que comparte toda la familia) viene, además, fortalecida por la portada de Manolo Laguillo, y que quiere retratar una ociosidad de la periferia, acomodada y promisoria que la familia Pardo quiere reclamar como propia, pero que no es sino una falsa ficción de éxito. Durante el transcurso de la trama esto irá cambiando paulatinamente, y así Pardo aceptará que se siente cómodo con esa falta de protagonismo que siempre le punzó, no quedándole otra que “hacerse partidario de la realidad […] aunque duela” (p. 195), para concluir finalmente que “he tocado fondo” (p. 212).
De esta manera, nos iremos dando cuenta cómo este libro -a pesar de convertirse en el testimonio de una familia catastrófica- está escrito con una inconsciente felicidad dichosa, liberadora (que percibe el lector), un libro que “no es poesía ni novela ni autobiografía” (p. 98). Una escritura imperfecta y soberana gobierna este libro, una forma de escribir que, empero, tiene más de desahogo que de confesión. Pero, aun así, es salvífica, porque dice la verdad, porque en ella ya no hay sentimiento de culpa, ni posado que valga.
5.
Pero hemos de hablar de la verdad fundamental de la obra: el anacronismo. De cómo escribir es un asunto anacrónico. Igual que la juventud -y la vejez [2. Es muy interesante la reflexión que Pardo realiza al respecto de la vejez convertida en infancia, y su vinculación con la enfermedad. Escribe: “Se nos ha negado la vejez de papá. Nos la negó al marcharse de casa (…) sus hijos estamos condenados a revivir su infancia, a recuperarle como niño” (p. 94)]. Así, el libro todo es una suerte de exempla (el argumento de un sermón laico) para el que las cuitas del –ya no tan- joven Pardo sirven como fábula persuasiva. La gracia del libro está en que precisamente su escritura distrae (para luego sustraer) y, en última instancia, niega lo que enuncia. Dicho de otra manera, Pardo denuesta la eventual “vida doble”, sustitutiva de la escritura, pero en ella se redime y salva.
Su confesión podría ser la siguiente:
“yo era la nostalgia de una autenticidad que no me había pertenecido, porque yo pertenecía a una época postauténtica” (p. 211).
Esa es precisamente su originalidad: acertar con la copia, con una escritura post-literaria, volviéndose (im)premeditado, entender que esta también puede ser una forma sofisticada de dandismo (Pardo se hizo dandi a los quince años, y luego mod), porque es igualmente autorreflectante, divertida, triste y trágica y una broma moral. Que “es la posibilidad de escapar a la condena de la actualidad” (p. 71) y de seguir resistiendo, atrincherado; pero no en la cultura, sino en el sentimiento.
6.
“El viaje de Johann Sebastian” es el único de los seis relatos que conforman el libro (sus otros títulos: “Basura”, “Dandis”, “Saxo”, “Pueblo”, “El pequeño diario de mi madre”) que es netamente ficcional. Un viaje a pie que -supuestamente- habría realizado el compositor germano Johann Sebastian Bach con apenas veinte años, de Arnstad a Lübeck para suceder a su maestro, el organista Buxtehude.
Una suerte de parábola, cuya función es la de servir para la acronía, esto es: independizarse temporalmente de la cronología de la trama, para contrapuntearla. Tal paréntesis sirve para enunciar una idea fundamental, un motivo: “dar primacía a las líneas despreciadas hasta que el adorno se abre en una nueva línea dominante” (p. 133).
Y esa línea dominante será aquí en El viaje de... la posibilidad de renacer de Pardo, cifrada en la recuperación de la familia (después de que el padre sufra un infarto) y la renuncia al trabajo en la librería donde trabaja (de la que se despedirá, tras aceptar una primera bajada de sueldo del treinta por ciento).
Yo diría que este relato, El viaje de Johann Sebastian, cumple en el conjunto una función empática, genealógica. No se olvide que Bach quedó huérfano a los nueve años (los padres de Pardo se separan cuando este tiene diez) y fue el menor de ocho hermanos. Escribe en un momento Pardo: “Los hermanos pequeños siempre son un poco irreales. Las personas irreales escriben” (p. 160).
Y dice más tarde:
“Pensé que éramos una generación de hermanos pequeños y que nos parecíamos más a nuestros padres que a nuestros hermanos mayores” (p. 185)
7.
De alguna manera, El viaje a pie… se relaciona con Los Extraños (Periférica, 2014), del también poeta Vicente Valero. En el sentido de que ambas buscan orillar el protagonismo del narrador y perfilar un lugar secundario desde donde enunciar la voz. También ambas hablan de personajes familiares extravagantes y disfuncionales (artistas “de lo suyo”). Y las dos se construyen de manera semicircular, a bocanadas. La vida entendida como una secuencia de pequeños aislados maratones. Sin embargo, El viaje de… es menos lírica, y apuesta por esbozar una cierta teoría del mundo. Así, en en fondo, es más de hipótesis futuribles que de conjeturas del pasado; memoriosa, pero no memorialista. Sin embargo, incluye tres documentos reales muy significativos: el primer relato que escribió Pardo, el primer capítulo de la novela autobiográfica de su hermano Javier y un breve diario de su madre escrito en 1986.
8.
Me gustaria detenerme un segundo en este diario.
Son apenas ocho páginas, pero en ellas se nos describe lo esencial: la génesis, pues, del infortunio familiar. Cuenta su madre que nació en Saldaña y se marchó a Madrid con 17 años, que estuvo un año y se marchó porque «mi cuñado se enamoró de mí y tuve que marcharme a Bilbao con mi madre» (p. 217). Regresará otra vez a Madrid un año después, para ponerse a cuidar niños. Allí conocerá a su marido, pues los niños eran sus sobrinos. Habla entonces de ese mal matrimonio.
Escribe:
«Muchas veces he pensado que no fue un acierto casarme con este hombre, pues él es muy culto y yo no tengo ningún estudio, y además me lo ha hecho ver en muchas ocasiones» (p. 220).
El marido (y padre de Carlos Pardo) pronto se pasará los días sin ver a sus hijos. Y así llegará un momento en el que «ni los niños se preocupan por el padre, ni el padre por sus hijos […] ni él ha disfrutado de sus hijos, ni ellos de él» (p. 222).
Entonces confiesa algo realmente doloroso: «[mis hijos] no me han saldo como yo esperaba» (p. 223). Y se dice, a sí misma: «Qué tristeza se siente cuando eres una ilusa» (p. 223).
Pardo lo expresa en otro momento de la siguiente manera:
«[mi madre] siempre ha sido una persona por encima de sus posibilidades de clase, una especie de rentista de una renta ajena que tampoco existía» (p. 60)
9.
En cuanto a la cuestión didáctica que late en el fondo de El viaje de..,. se le habrá de informar al potencial lector de que uno saca de este libro tres convicciones importantes.
Son las siguientes:
una, que los hijos son siempre hijos de la madre
dos, que los hijos son de rebote (si acaso), una alteridad del padre (de los sueños a los que el padre renuncia, o las vidas posibles que deja de lado)
y tres: que la lucha de clases no ha sido abolida [3. Decía hace unos días el filósofo Javier Gomá que madurar es «reconciliarse con la intrínseca imperfección de lo político», en el sentido de las verdades penúltimas, o sea, las propias del mercado y la asamblea pública. Puede decirse, en este sentido, que El viaje de… le sirve a Carlos Pardo como fructífero ejercicio de maduración. / Javier Gomá Lanzón, «Visión culta y corazón educado: lecciones de la crisis», Cultura/s de La Vanguardia, nº644, 22-Octubre-2014, pp. 2-5].
Bastante jugo, pues, diría yo, para una obra que se pretende surgida de un contexto tan inacentuado.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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