Veraneantes todos

 

Si ha vivido de forma verdadera, sólo puede

haberlo hecho en territorios lejanos

Henry D. Thoreau

 

Igual, pero diferente

Escribía hace varias semanas el crítico literario y escritor José Antonio Masoliver Ródenas:

“Hay que desconfiar siempre de los escritores capaces de escribir sobre temas muy distintos, virtuosos de la invención, ajenos a los que se narra, simples espectadores de lo que va ocurriendo” [1. J.A. Masoliver Ródenas, La mirada sin tregua, Cultura/s de La Vanguardia, nº 641, 01-Octubre-2014, pp. 8-9]

Esto no ocurre, por fortuna, con Peter Stamm (Weinfelden, 1963), que ya ha demostrado hace rato que es uno de los nuestros. Cada nuevo libro suyo significa una bendición para sus lectores. Porque uno ya sabe a qué atenerse, qué esperar. Pero, sin embargo, se adivina igualmente que la propuesta resultará estimulante, y nueva: original. Pues, aunque en lo sustancial Stamm no ha variado un ápice su narrativa corta, sí son diferentes las destilaciones de la materia fundamental de sus textos, que siempre vienen con ropajes lúcidos, desconocidos. Además, hay aquí en A espaldas del lago (Acantilado, 2014) una diferencia notable con el resto de sus libros anteriores de relatos, y que merece ser destacada en primer lugar: el espacio, y que funciona un poco al modo de la figura retórica de la reticencia; esto es, enfatizando la incompletitud de las historias.

Ya nos advierte José Aníbal Campos, el magnífico traductor del libro, que -de acuerdo con el propio Stamm- ha decidido renombrar el libro como A espaldas del lago (el título original es “Seerücken”). Y, ello, porque la mayoría de las historias que componen este libro suceden cerca del lago Constanza (y es este lago que se hallaría junto al grupo montañoso al que se refiere el topónimo Seerücken). Más concretamente, las historias se desarrollan a espaldas del lago, y no solo de manera física, sino también metafóricamente, pues los personajes son incapaces de gozar la belleza idílica del entorno. Viven, pues, a espaldas de ella, subsumidos en una cierta paralizante anomia.

A espaldas del lago (2014) es el cuarto libro de relatos de Peter Stamm, después de Lluvia de hielo (2002), En jardines ajenos (2006) y Los voladores (2010), todos ellos publicados por El Acantilado. En sus libros hay siempre personajes encerrados en tramas mínimas, seres solitarios y no incomunicados, pero sí con dificultades para la comunicación o acaso encerrados en la belleza repetitiva de una rutina que evita que se confundan con el objeto de su deseo (y este se suele corresponder con mujeres hermosas, generalmente). Se ha producido, además, con el tiempo, un cierto avance en la narrativa de Stamm, desde la angustia existencial del superviviente (vista desde bastante adentro de los personajes) hacia otra igualmente introspectiva, pero menos emocional, más analítica. Este paso se ha visto acompañado de una cierta huída del cosmopolitismo de En jardines ajenos y de su interés en el estudio de lo femenino (un mundo generalmente caracterizado por los afectos truncos), especialmente en las parejas. Esto no quiere decir que no haya parejas en los relatos de A espaldas del lago, ni que Stamm haya renunciado a ese deambular gozoso en la intimidad de las mujeres, que -por supuesto- sí que lo hay, lo sigue habiendo. Más pretendo llamar la atención sobre el hecho de que el punto de conflicto en los relatos (el drama / la amenaza) ahora ya no proviene de adentro, de una sentimentalidad herida por la vida, sino que el enemigo está ahí afuera: es precisamente el espacio, el mismo entorno al que los personajes le dan la espalda, pero que, sin ellos quererlo, les afecta.

Otro rasgo a destacar de este libro último de Stamm es el énfasis menor en los efectos elípticos de la narración. No es que no estén, pero quedan más matizados. Así, el sobreentendido es menos elegíaco (menos idealista), deja de lado Stamm esa particular visión personal de lo sagrado y se relaciona más esta supresión con la “toma de conciencia”. Esto es, no se trata de pequeñas piezas desperdigadas que, de súbito, se les revelan juntas -hermanadas- a los personajes, y así no son exactamente epifanías. No son breves momentos de comunión con el mundo, con el entorno, con el ser humano. Son las confrontaciones de un personaje consigo mismo, un aceptar, digámoslo así, el yo real (aunque los personajes no saquen siempre de ahí un contenido inteligible, sino más bien una sospecha, o la confirmación de un temor). Lo que sí yace inquebrantable como marca señera del estilo de Stamm (y es uno de los rasgos que a mí más me gusta) es la simbología adusta y siempre pujante y que les otorgan siempre a sus narraciones un innegable aroma clásico, universal. A esto, el crítico alemán Reich-Ranicki lo llamaba su “forma poética de observación”, y aquí perdura intacta.

Sigue habiendo rastros de sus anteriores libros, eso sí, aunque ya no son -en mi opinión- tan centrales, especialmente en todo el primer tramo de A espaldas del lago. Se diría que ese deseo por lo femenino es el punto gravitario del primero de los relatos “Los veraneantes”, y el deseo fenecido de las relaciones de pareja el punto culminante del segundo texto, “El curso normal de las cosas”. El cuarto, “En el bosque” es el más inarmónico de todos y el menos logrado, quizá porque tenga más que ver con el Stamm novelista (de menor excelencia que el cuentista, en mi opinión). Y es curioso, porque precisamente estos primeros textos recuerdan a otros autores (al Stamm lejano, que ya fue, a Cheever y un poco a Carver, pero también ligeramente a Branimir Šćepanović ). Es a partir del quinto relato cuando, de veras, el libro toma forma (aunque antes, en el tercer lugar, se ha colado un texto que debiera estar un poco atrás: “La cena del Señor”).

Tengo la impresión de que es como si Stamm hiciese recapitulación antes de atreverse a lanzarse a un terreno nuevo, el que se corresponde con el de la infancia del propio escritor, allá donde se crió (esto es, también a espaldas al lago Constanza). Así, esta primera parte (los relatos primero, segundo, cuarto y quinto) cumple una especie de función doble: por un lado, es como si el propio Stamm, de vuelta a casa, presentara sus credenciales (el fruto de su aprendizaje “en el exilio”). De otro lado, sirve para emplazar el tema del libro: los veraneantes. Pero en el sentido de amargura que Gorki da al hombre estacionario de su obra de teatro de título homónimo (y a la que se hace referencia en el primero de los cuentos, en el que precisamente un eslavista se aísla para concluir un trabajo sobre Gorki que, finalmente, no consigue rematar).

Lo importante es tener un objetivo

Hace unos días dejaba dicho el poeta José Luis Amaro que:

“nos movemos por el mundo como turistas ciegos pero también podemos ser turistas ciegos de las palabras” [2. Manuel J. Albert, El viaje desolado de “Los turistas ciegos”, Cordópolis, 15-Octubre-2014 / http://cordopolis.es/2014/10/15/el-viaje-desolado-de-los-turistas-ciegos].

Esto es más o menos lo que le sucede al protagonista del primer relato de A espaldas del lago, titulado “Los veraneantes”, que tiene una concepción cegada de la feminidad, insincera, que trae de la literatura (esto es, hay en él una idea de la mujer no como compañera, sino en tanto que objeto de deseo -sexual-). El texto tiene un algo de Poe y puede ser leído en dos niveles. De un lado, queda la historia realista de un profesor de universidad que se retira a un balneario de las montañas con la intención de acabar un trabajo sobre Gorki, y se encuentra con una mujer misteriosa (un halo casi, intangible y etérea) que finalmente desparece. También puede ser codificada como un spin-off contemporáneo de la propia obra de Gorki, en la que estos dos personajes, encerrados en un balneario sobre las montañas, sin agua ni electricidad, viven como

“veraneantes en [su] propio país, gente que ha llegado de alguna parte [que] Deambula[n], ajetreados, por doquier, buscando un lugarcito cómodo en la vida, no hace[n] nada y habla[n] demasiado y despectivamente” (p. 21).

En definitiva, dos seres atorados en una ficción paralela.

En la idea de un estado vacacional permanente se incide en el segundo de los relatos “El curso normal de las cosas”. Allí, un matrimonio sin hijos se marcha de vacaciones a Italia y se da cuenta de que la realidad “siempre es peor” (p. 27), diferente a la de los catálogos turísticos, a los afanes propagandísticos de las agencias de viajes. Se produce, además, la extraña paradoja de que los personajes peroran contra los turistas, diciendo que estos van a los sitios porque

“todo el mundo hace lo mismo […] Y cuando regresan a sus casas, se ponen a contar si los baños estaban limpios o sucios, o si la comida era barata o cara” (p. 29).

Pero esto es exactamente lo que hacen ellos, quejarse del horno sucio, del ruido que hacen los vecinos o de la mala educación de los otros turistas (con lo que más o menos vienen a decir: “nosotros no somos como ellos, somos diferentes”). De fondo, late un tema importante: los hijos. Y es que, en virtud de un accidente que sucede en el relato (y que no desvelaremos por prudencia), la mujer -que ha justificado su no querer ser madre por razones prácticas -para beneficiar al desarrollo de su carrera profesional- o por la simple “carencia de un gen” (p. 31)-, reconoce su mezquindad, al decir que, en realidad, el único motivo por el que no ha querido tener hijos es por miedo a perderlos.

Esto es, por puro egoísmo.

No me detendré en el cuarto de los relatos, “En el bosque”, por resultarme fallido y, hasta cierto punto, ajeno al buen discurrir del resto del libro. Decir sencillamente que Stamm esboza aquí la teoría gorkiana de intentar humanizar la naturaleza, dotarla de una cierta conciencia y, al tiempo, transformar la sociedad en la que se vive. Ya digo que se percibe ese intento de enunciar el ideal gorkiano, pero la resolución narrativa por la que opta Stamm (fragmentaria y episódica) no acaba de funcionar (ni de fascinar). Aunque, si bien lo pienso, también podríamos columbrar que el mismo fracaso textual de este relato podría venir a ejemplificar una sombría duda acerca de la potencialidad real de transformación de la vida con la que hipotéticamente deberían contar las gentes que pueblan este libro, seres caprichosos y obstinados, algo rudos y, más bien, de mentalidad cerrada.

También es una suerte de peregrino (o visitante) Reinhold, el párroco del tercer relato, “La cena del Señor”, quien, junto a su mujer Brigitte, se viene al sur, a orillas del Lago Constanza, solo para descubrir que la gente de aquí le detesta. Pronto se queda solo en la iglesia, dando el sermón para nadie, pues no solo no acuden los feligreses, sino primero la organista y poco despues el sacristán, le abandonan también. Reinhold sufre una especie de alucinación o rapto místico -o conato de locura- y acaba repartiendo las hostias entre un puñado de gaviotas.

En el quinto de los relatos, “Luna de hielo”, se refuerza la idea del huésped, de aquel que apenas está de paso. En él se nos cuenta la historia de un guardia de seguridad, Biefer, obsesionado con abrir un hotelito (un bed & breakfast) en Canadá, tras su jubilación. Pero cuando esto sucede, y enfrentado a la muerte de su mujer, es incapaz de llevar adelante su sueño y se vuelve a poner su uniforme y retorna a la que fue su antigua garita. El entorno en el que se desarrolla el cuento refuerza esta idea de la transitoriedad (y la inminencia de la ruina), pues el complejo donde trabaja Biefer, el guardia de seguridad, es un polígono que parece muerto y que, tarde o temprano, se va a demoler.

Alfons, “un productor de hortalizas a orillas del lago de Constanza” (p. 89) es el protagonista de “El día de los lirones” y es, también, un visitante, un forastero (alguien que no pertenece al lugar), y que se viene al Seerücken respondiendo al anuncio para hacerse cargo de una finca de doce hectáeras y un trozo de bosque propiedad de un rico campesino del cantón de Zúrich. Alfons es un idealista cuyo sueño era éste: tener una empresa propia y regentar una explotación agrícola. Es un veinteañero que lleva apenas tres años en el Seerücken y que, abrumado por el lugar, se comporta ya como un viejo, de hábitos rutinarios y costumbres inamovibles. Aquejado por las deudas, sin crédito y sin nada que hacer, esperando a que mejore el tiempo pasa sus días. Un chaval que echa las noches en casa, “haciendo cálculos” (p. 91) y que, de hecho, anota “todo lo que pudiera registrarse en números” (p. 92); esto es, esconde la cabeza en la economía para no confrontar la realidad de que necesita una mujer para que le ayude en la finca. Sucede entonces que se organiza un festival de música al aire libre, con grupos locales y que coincidirá con el Día de los Lirones, día en el que, según una antigua leyenda:

“se había encontrado a siete cristianos que, en tiempos de los romanos, habían sido sepultados y emparedados en una catacumba, y aquellos hombrs habían sobrevivido doscientos años durmiendo. Ese día, según una superstición campesina, anunciaba el tiempo para las siete semanas siguientes” (p. 93)

Alfons conocerá a Lydia, una muchacha bajita y regordeta, que “llevaba el pelo demasiado corto, y además tenía mucho acné en la cara” (p. 99), y con ella tendrá un breve idilio, menos una experiencia sentimental o romántica que un triste desahogo; un trámite.

Idéntica confrontación con la verdad (o retirada del velo con el que uno se autoengaña) se produce en “El último romántico”, donde una profesora de piano habrá de cotejar la fabulación de su hipotético y potencial talento con la realidad de sus escasas dotes como pianista, “con la falta de brillo y expresividad” (p. 117) de su manera de tocar.

En “La maleta” un hombre viejo, Hermann, que ha estado prácticamente ausente de la vida (pues nunca ha debido ocuparse de las nimiedades de ésta, habiendo sido siempre solucionadas por su mujer, Rosemarie) ha de enfrentarse con un hecho práctico cotidiano: preparar una maleta para su esposa, que se halla en el hospital por causa de una repentino vaso sanguíneo dilatado en el cerebro. Queriendo huir de su mujer, o mejor dicho, del cuerpo de su mujer yerto (en estado vegetativo), abandonado sobre una cama en la zona de cuidados intensivos del hospital, Hermann viaja, y coge un tren sin saber adónde va (llevando consigo la maleta, en principio, destinada a su mujer). Pero, al poco, retorna. Como si no supiese qué hacer, adónde ir lejos del lago; tal que si no fuese capaz de escapar a esa sustancia viscosa, imbatible y sombría, que le mantiene vinculado –ad eternum– al lago Constanza.

Mi yo turista

En “Sweet Dreams”, el penúltimo de los relatos, nos encontramos con una pareja joven: Simon (26 años), dependiente en una tienda de equipos de alta fidelidad, y Lara (23 años), empleada en el banco Raiffeisen. Hace apenas cuatro meses que se han ido a vivir juntos, a “un pequeño piso de tres habitaciones, situado encima del restaurante de la estación, no lejos del lago” (p. 135). No era el piso ideal para Lara, pero lo habían escogido porque Simon quería quedarse a vivir en el pueblo de su infancia. Después de haber discutido por los colores para darle vida al piso, acuerdan pintarlo todo de blanco (sic). Lo interesante del caso es que el ruido del restaurante (sobre todo los fines de semana, cuando hacen conciertos) se cuela en el piso (ruido blanco). Entre semana se acuestan pronto y apenas salen por el pueblo. Si quieren ir a bailar, el fin de semana, se marchan a la ciudad.

“Sweet Dreams” va trazando un arco que terminará en la flecha circunfleja de un redondel, pues sucede que un alterego del propio Stamm aparece en el relato, en el papel de turista de la vida de los otros. Sucede que Lara y Simon vuelven como cada día del trabajo en el autobús, y allá se encuentran con un hombre extraño, de unos cuarenta años, un hombre que “con su abrigo oscuro y largo no encajaba muy bien en aquel sitio” (p. 138). El hombre mira a la chica (la forastera) con ojos ávidos y desafiantes, y esto le producirá a Lara una sensación de desagrado y repulsión [3. Es interesante ver aquí como el propio alterego del escritor ejerce la función de repudio de aquel que no pertenece a la comunidad, la misma actitud hosca y recelosa con la que los diversos lugareños confrontarán a Lara].

Esa noche, antes de cenar, Lara y Simon hacen el amor, pero sin ritmo, con torpeza y casi casi abandonan el propósito (Simon, de primeras, no consigue penetrarla y tiene que ser ella la que ponga de su parte). Más tarde beben un vino espantoso que les ha regalado la dueña del restaurante de abajo (que, a la postre, es también su casera), pues Simon le ha arreglado la conexión del televisor del bar. Lara se nota excitada, “hablaba mucho y más rápido que de costumbre” (p. 151), nos dice el narrador. Se ha emborrachado y no consigue dormir, así que de la cama se vuelve para el salón y enchufa la televisión. Entonces ahí está, en el canal local, el hombre extraño del autobús, quien resulta ser un escritor (alterego de Stamm).

El escritor le cuenta a su entrevistador que

“precisamente ese día, en el viaje hacia allí, le había llamado la atención en el autobús una parejita, dos personas jóvenes completamente normales, sentadas una al lado de la otra, charlando de un modo conmovedoramente serio” (p. 152).

Y añade: «me recordaron a mi juventud, a la mujer con la quería casarme y tener hijos”. El presentador le pregunta si no es algo espinoso tomar a modelos reales para escribir una historia, y él contesta que no, pues la cuestión no es representar a esos dos seres humanos; ellos solamente le habían servido para darle la idea, dice, sus personajes futuros (de la ficción) serán ya diferentes de estos, los reales. Con esta inserción en el relato, Stamm incrusta el concepto de turista en el propio ejercicio de la tarea del escritor.

La genialidad de A espaldas del lago, y lo que da la clave para su interpretación, se encuentra en el último relato, uno más bien breve (de apenas dos páginas y media): «Coney Island». Es el único de los textos del libro enunciado en primera persona y con un fraseo seco e hiposo, al modo casi tajante de una descripción mecanicista. Sentencias en infinitivo y que sirven apenas para perfilar el dibujo de una postal. «Coney Island» es una suerte de écfrasis de la imagen del propio escritor, sentado en un bloque de granito del rompeolas, junto a una familia “que habla español” (p. 155). En un momento determinado, dos mujeres jóvenes, turistas, se le acercan y le preguntan si le pueden sacar una foto. Así, lo bombardean (“la fotógrafa”, escribe Stamm, “no busca demasiado el encuadre perfecto, sino que dispara continuamente” (p. 156)) convirtiéndole en un banal souvenir más, la remembranza de una presencia ausente.

No me gustaría terminar esta reseña sin llamar la atención sobre un asunto al que parece que los comentaristas de este libro no han prestado la más mínima atención. Y es el hecho de que este libro se publicó en alemán en el año 2011, el año pre-revolucionario (15-M, Occupy Wall Street, La primavera árabe, etc) y es justo en el periodo pre-revolucionario ruso donde Gorki sitúa a los personajes de su obra de teatro Los veraneantes. La idea gorkiana era la de captar ese fluir tormentoso de la vida de aquel período convulso, enmedio de una crisis, y Stamm, por su parte, opera de un modo parecido, queriendo dar cuenta de esa nueva cosmovisión del mundo: la del borramiento de la identidad, la de la negación del espacio (por virtud de su igualación, y que aquí Stamm trata de subvertir yéndose a un espacio profundamente marcado y singular, original y único). No es baladí, pues, que para instrumentalizar su crítica recurra a ese territorio mítico de la infancia, al que, paradójicamente, ya no puede acceder sino como un mero espectador, un visitante de paso, un huésped transitorio; en definitiva, un turista, uno más.

Como dijo Stanislavski en su libro Mi vida en el arte, la época rusa de fermentación revolucionaria en la que se inserta la trama de Los veraneantes era la del descontento y las protestas, pero también el de “las ensoñaciones del héroe que es capaz de decir la verdad valientemente”. También hay héroes en A espaldas del lago, pero no son precisamente los personajes, sino más bien su autor, quien no titubea en decir la verdad de las cosas. He aquí la razón por la que Peter Stamm es (sigue siendo) uno de los grandes.

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

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