Animalarios kafkianos

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1.

La obra de Franz Kafka ha estado asociada siempre a las más disímiles imágenes vinculadas al mundo animal. Desde aquel despertar de Gregorio Samsa convertido en un «monstruoso insecto», la imaginería del siglo XX, así como muchas de sus teorías literarias, filosóficas, sociales o psicológicas, han recurrido a la obra kafkiana para aprovecharse de un universo metafórico en el que las fronteras entre hombre y animal parecen difuminarse o, incluso, entremezclarse y co(m)penetrarse.

Las asociaciones resultan a veces tan asombrosas como la propia manera en que esas líneas fronterizas se difuminan dentro de la obra del autor de Praga: a Heinz Politzer, por ejemplo, autor de ese clásico de los estudios kafkianos titulado Franz Kafka: el artista, lo que primeramente le fascinó mientras trabajaba con los manuscritos del autor (durante la preparación de la primera edición de sus Obras completas) no fueron ni el lenguaje ni el mundo de imágenes de Kafka, sino su grafía zoomorfa:

«Esa letra tiene garras […] Y no suelta una vez que se ha aferrado a alguien».

Para Walter Benjamin, los animales de Kafka son recipientes en los que el hombre deposita todo aquello de sí mismo que ha olvidado: su origen, su –digámoslo así— genealogía animal. El propio Kafka, como bien ha sugerido Zygmunt Bauman en Amor líquido, se encargó de recordarnos que si bien el hecho de haber comido del árbol del conocimiento alzó la barrera que nos separó definitivamente de Dios (creando con ello, entre otras cosas, ese mecanismo de dominación llamado religión); Él, Dios, la supuesta figura que abarca todo lo viviente, al no comer del árbol de la vida se distanció para siempre, con su abstinencia, de nosotros, así como de la vida tal como es, incluidos nuestros instintos animales, por lo que desde entonces vivimos empeñados en –yo diría mejor: aprendiendo a— negar ese divorcio.

Como le sucede al yo narrador con el inquieto animal de larga cola imaginado por Kafka en Preparativos para una boda en el campo, sus ansias de tener esa cola bien asida en la mano, siempre fallidas debido al incesante movimiento del animal, provocan en él la impresión constante de que éste quiere amaestrarle. Porque, sino –se pregunta el narrador—:

«¿qué propósito puede tener retirarme la cola cuando quiero agarrarla, y luego esperar tranquilamente que ésta vuelva a atraerme, y luego volver a saltar?».

¿El hombre en su perenne afán de controlar sus instintos animales, un afán, asimismo, perennemente derrotado? ¿O se trata acaso de esa búsqueda de algo más a través de lo que llamamos «amor», tan ligado a los apetitos sexuales, y ya prefigurado por Kafka en esa otra escena de El castillo, cuando K. y Frieda tienen sexo por segunda vez, pero ya la entrega no es «tan completa como antes»? Tal vez.

En ese pasaje se nos dice:

«Ella quería algo, y él quería algo […] Algo querían, y ni sus abrazos, ni sus cuerpos encabritados les hacían olvidar nada; les recordaban más bien el deber de buscar algo más; como perros que escarbaban desesperados la tierra, así escarbaban ellos en sus cuerpos».

Hacer el amor como perros que escarban la tierra. Se me antoja que bajo esta metáfora de resonancias aparentemente tan grotescas subyace una intención mucho más realista que aquella «bestia de dos espaldas» con la que Yago intenta remover los prejuicios raciales del padre de Desdémona.

 

2.

Legiones de intérpretes freudianos ha tenido la obra de Kafka. Y teólogos. Y marxistas. Y existencialistas. Los animalarios de Kafka, en cambio, parecen resistirse a las interpretaciones unívocas, sus «fábulas» socavan las intenciones moralizantes de los fabularios clásicos, con sus pretensiones antropocéntricas.

Bien lo vio Harold Bloom cuando dijo que:

«el eje de toda la obra de Kafka es el eje de toda su vida: la lucha del yo consigo mismo para ser él mismo».

Los más recientes estudios literarios han visto en los animales kafkianos y en sus metáforas zoológicas un buen punto de partida para un análisis posthumanista de su obra, en la que la fusión de elementos diversos, heterogéneos, se aleja deliberadamente de las interpretaciones en las que la oposición hombre vs. animal se instaura como un engranaje de dominación de los distintos discursos humanistas de la modernidad.

Ya en fecha tan temprana como 1957, en su magnífico ensayo En lugar de una historia de la literatura, Walter Jens (nada sospechoso de ser un posthumanista) adelantaba, en relación con la metafórica kafkiana, que:

«A partir de ahora todo es posible; se puede incluso nadar en el aire (¡Chagall!), hacia lo único que no hay vuelta atrás es hacia lo normal […] En los oxímorons de Musil y Kafka […], en la conjugación de elementos heterogéneos […] empieza a perfilarse un proceso como consecuencia del cual el nivel comparativo se desmorona y el «como» es suprimido a favor del «es», la comparación a favor de la identificación […] Para Kafka, Gregor Samsa no vive simbólicamente como un insecto, sino que él, realmente, se ha transformado en un escarabajo».

Según Jens, las fronteras del lenguaje convencional se resquebrajan, y rompen a su vez, con sus añicos, la impermeabilidad de esa línea que separaba hasta entonces al hombre del animal. Y permeabilidad es lo que mejor puede hallar en Kafka un estudio de su obra desde las distintas perspectivas posthumanistas: eso que Giorgio Agamben llama «lo abierto». Kafka otorga a sus personajes animales una dignidad de la que a veces carecen sus figuras inequívocamente humanas.

(Para la familia Samsa, el fatídico amanecer de Gregor no es sino un simple «problema doméstico», como apunta el director de cine David Cronenberg en el prólogo a la nueva traducción al inglés de La metamorfosis, esa obrita fundamental que, con ese título, generó uno de los grandes malentendidos de la recepción kafkiana en el siglo XX, ya que, como bien señala Politzer, más que de una «metamorfosis» en el sentido entomológico (con sus repercusiones metafísicas), se trata más bien de la «transformación» que sufre la familia Samsa –especialmente la hermana de Gregor— desde el momento en el que su pariente aparece ante ellos como un bicho inmundo).

Dice David Cronenberg:

«El Samsa-Escarabajo apenas es consciente de ser un híbrido, si bien goza de aquellos pequeños placeres híbridos que es capaz de encontrar, ya sea colgar del techo o corretear entre las basuras de su cuarto (placeres de escarabajo) o escuchar la música que interpreta su hermana al violín (placer humano). Pero la familia Samsa es tanto el contexto como la prisión del Samsa-Escarabajo, y su sometimiento a las necesidades de su familia, tanto antes como después de su transformación, le llevan en última instancia a darse cuenta de que para ellos resultaría más conveniente que simplemente desapareciera, de hecho sería una expresión de su amor por ellos, y eso es exactamente lo que hace, dejándose morir en silencio».

 

3.

Los animales en Kafka son, muchas veces, mudos testigos de las metamorfosis y de las ansiedades que sufre el hombre. Espectadores. Todo un libro ha dedicado el actor, director y crítico teatral Hanns Zischler a la influencia del cine mudo en la escritura del autor praguense. «En el cine […] –dice Alfred Polgar en el epígrafe que da inicio a este libro— toda realidad incómoda aparece suprimida». Y aunque Zischler no consigue siempre demostrar sus tesis, la pregunta que suscita la lectura de este libro es: ¿y si en el caso de Kafka las visitas al cine fueron relevantes, precisamente, porque incitaron en él una toma de conciencia de esas realidades incómodas, no visibles; si lo que produjo fue una ampliación de la visión, una «metamorfosis» (¡esta vez sí!) de la mirada de un ser humano, la transición hacia una perspectiva que pareciera adoptada por el ojo facetado (o robótico) de un insecto? Esa apertura de las perspectivas, de las fronteras y los flujos de pensamiento entre distintas conciencias, entre posibles distintas subjetividades, es precisamente lo que deslumbra a las teorías posthumanistas en la obra de Franz Kafka.

En un brillante ensayo publicado en el semanario Die Zeit, Peter Kümmel establece un paralelismo entres los animales kafkianos y los instrumentos que usan en la actualidad los ejércitos modernos. Para su literatura, Kafka «se fía de diminutos ayudantes» cuando se trata de explorar el mundo, de esclarecer situaciones:

«Allí donde los americanos inventan moscas teledirigidas, dotadas de cámaras y bombas, así como polvo inteligente, todo con el fin de conquistar territorios enemigos, Kafka, con el mismo propósito [el de conquistar territorios ignotos, valga la aclaración], pone en movimiento a perros (Investigaciones de un perro), a topos (La construcción), a ratones (Josefina, la cantante), y hasta a pulgas (Ante la ley)».

Y es que no es casual que el mundo kafkiano sirva para ilustrar los nuevos estudios sobre los límites de la inteligencia humana, eso que también queda abarcado en una extensión del concepto de posthumanismo y que, en una transición no tan ilógica, confluye en otro término no menos significativo cuando se habla de Kafka en la actualidad: el transhumanismo, en el que las fronteras entre lo humano y lo inanimado, entre hombre y máquina, entre sujeto y objeto se diluyen, abriendo el grifo (ya no tan simbólico) para la fusión entre humanidad y tecnología.

«Todas las cosas del mundo humano son imágenes que han despertado a la vida», nos dice el propio autor.

¡Otra vez David Cronenberg!

En el relato «La cruza», un animal que es mitad gato y mitad cordero, que se alimenta de leche porque no es capaz de cazar ratones («jamás ha cometido un asesinato»), se nos recuerda que la ingeniería genética ha sido capaz de fabricar una fresa que es mitad fresa y mitad lenguado (porque un lenguado es capaz de resistir temperaturas bajo el agua que ninguna fresa del Silicon Valley californiano podría aguantar en tierra durante una helada). ¿La casi romántica Urpflanze de Goethe convertida en pesadilla?

El 9 de octubre de 1911 Kafka, en su diario, sopesa lo que será su vida futura y se imagina que está siendo testigo de una casi indolora vivisección de su cráneo, donde el cuchillo, «con algo de frialdad y cautela, deteniéndose a veces, retornando, tranquilamente en ocasiones, sigue diseccionando finas capas de un cerebro todavía en funcionamiento». Y es con un «sueño» como éste (donde el cráneo se abre en presencia de su dueño en momentos de indudables reflexiones eróticas) con lo que se establece una relación casi directa y libidinosa entre el universo de Kafka y las fantasías de David Cronenberg con sus cópulas entre carne y metal, entre hombre y tecnología, en esa «nueva carne».

 

4.

Las tres grandes novelas de Kafka –interpretadas a lo largo del siglo XX como metáforas sociales o psicológicas— nos proporcionan ahora una referencia casi ineludible a otra teoría que, aunque no se afianza hasta después de la Segunda Guerra Mundial, empieza a cobrar fuerza en la época en que Kafka escribía sus obras: el holismo (las partes están interrelacionadas entre sí, pero carecen de sentido por sí mismas).

El absurdo aparente de estas novelas de Kafka se deriva de la perspectiva que adopte el exégeta. Desde las miradas de sus distintos protagonistas (Josef K. o K.) resulta imposible establecer un nexo lógico con lo que sucede en ellas. Pero si adoptáramos, quizás, una perspectiva a vuelo de pájaro (como si viéramos desde lo alto un laberinto creado especialmente para ratones usados en un experimento científico), tal vez encontraríamos un sentido lineal a todo que borrase (para nuestra tranquilidad) las fronteras entre el comportamiento de un roedor y el nuestro. Ahora bien, ¿es necesario encontrar un sentido definitivo? ¿No nos han demostrado los estudios sobre el cerebro y sus comunicaciones sinápticas que, como norma, no es posible fijar un patrón, que la hostia de hoy contra una pared puede ser la hostia de mañana contra otra (o contra la misma) o que el beso al tabique pasado mañana constituye una de las variables?

Justo en tiempos de Kafka, Pavlov hacía sus experimentos sobre la salivación de los perros, y Wolfgang Köhler realizaba sus pruebas de inteligencia con monos. (El mono Pedro Rojo, en «Un informe para una academia», ha obtenido hasta un pasaporte para ser admitido entre los seres humanos, pero termina sus días como un artista sumido en la melancolía.) ¿Un espejo del circo? ¿Un payaso?

Las fronteras se difuminan…

La mirada al laberinto de la ciencia podría ser muy bien la mirada al corte transversal de un hormiguero. La teoría holística y su obsesión por los sistemas parecen casi un resultado directo de los laberínticos mundos kafkianos.

(El holandés Escher es un lúdico observador y heredero de Kafka)

La versión de Orson Wells de El proceso parece inspirarse en los mundos de Escher y en ese kafkiano ojo micro y macroscópico para la multiplicidad de perspectivas de la vida. Anthony Perkins ante la descomunal puerta del tribunal es la más estremecedora alegoría de una hormiga que intenta penetrar los impermeables resquicios de una vida regulada racionalmente para un hombre que no existe sino en teoría. Karel Čapek, un contemporáneo y compatriota de Kafka, escribió en dos ocasiones sobre hormigas: en El drama de los insectos y en R.U.R., ambas de 1921.

 

5.

Toda la obra de Kafka es un extraño laboratorio repleto de animales extraños, un zoo muy especial donde se atesoran ejemplares de una fauna salida de la imaginación, pero que, en su existencia literaria, podrían enseñarnos una mirada completamente nueva hacia el mundo que nos rodea. Max Brod cuenta que en una ocasión, frente a una pecera en el Acuario de Berlín, su amigo Franz se puso a hablar directamente con los peces. «Ahora al menos puedo miraros en paz, ya no os como», les decía. Y añade Brod:

«Si nunca habéis oído a Kafka diciendo esta clase de cosas con sus propios labios, es difícil imaginar con qué sencillez y facilidad las expresaba, sin la menor afectación y sin el menor sentimentalismo, que era algo que le resultaba totalmente ajeno».

Tal vez es un buen punto de partida para dejar de ver a Kafka unilateralmente como el símbolo de una condición humana enajenada y empezar a rastrear su obra en busca de las claves de una conciencia ampliada a todo cuanto nos rodea. Para ello, sin embargo, sería preciso borrar del pizarrón los trazos del discurso lineal que intenta domarnos y explicarnos, y atender más a las expansiones fractales y rizomáticas de la vida.

by José Aníbal Campos

nació en La Habana en 1965. Es germanista, traductor y ensayista. Ha traducido a Peter Stamm, Gregor von Rezzori, Stefan Zweig, Hermann Hesse, entre muchos otros...

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