“Quería morir. Pensé que si de todos modos iba a morir, sería mejor morir en el campo de batalla”. Estas son las palabras de un estudiante universitario que pensó en convertirse en combatiente de la organización extremista de facción sunita Estado Islámico. La lucha en el frente de guerra trae consigo la posibilidad de la propia muerte y, al mismo tiempo, la de segar la vida de un oponente de quien nada se sabe. Quien piensa que no tiene más que su soledad y no le importa morir, no considera ni por un segundo que quizás su oponente sí tenga una familia a la cual regresar y ningún deseo de morir.
La línea invisible
Aunque comparten y viven en el medio de la misma guerra, existe una “línea invisible” entre los soldados que combaten en el frente de batalla y la población civil que no puede más que observar el curso de los acontecimientos. Es allí a donde van los periodistas de guerra.
Un día, cuando estaba cubriendo la guerra en Irak, de repente me encontré en un lugar en el que las tropas americanas habían sido atacadas por las fuerzas insurgentes. Hasta ese momento, yo había estado cubriendo la guerra desde la perspectiva de la población civil, preguntándome cómo iría a concluir el conflicto. Sin embargo, en ese momento yo había cruzado la “línea invisible” y había entrado en la zona de guerra (warzone).
Cuando salté fuera del carro en que iba montado, tenía la mente en blanco. Corrí por la carretera perfectamente pavimentada, con una cámara de televisión en la mano derecha y con la mano izquierda en lo alto, dirigiéndome a toda velocidad hacia un lugar a unos 80 metros de distancia. Pude reconocer a simple vista que allí había unos diez soldados americanos, tirados boca abajo, con sus armas apuntando directamente hacia mí. Me di cuenta de que al menor movimiento errado abrirían fuego y supliqué “Dios mío, protégeme”.
El miedo a ser visto como enemigo
Dos soldados americanos, con sus armas apuntando hacia mí, gritaron “¡Suelte la cámara! ¡Suelte la cámara!”, mientras se acercaban cautelosamente. Era evidente que el objeto que se veía a través de sus mirillas telescópicas no era otro que yo; estaban apuntando hacia mí con toda precisión e intención. Me detuve y, tal como me lo ordenaron, dejé la cámara en el borde de la carretera. Me moví muy lentamente y con cuidado, procurando dejar la cámara, que aún rodaba, en un ángulo en el que pudieran capturarse algunas imágenes de los soldados que se acercaban. La boca del cañón estaba ahora a unos diez centímetros de mi pecho. El soldado revisó con la mano izquierda la credencial de prensa que colgaba de mi cuello y se comunicó por radio con su tropa. En ningún momento bajó el arma. Mi cuerpo se había congelado. Después de contestar “OK. Over”, el soldado me dijo “No press. Go away”. Siempre apuntando con su arma, el soldado comenzó a retroceder lentamente. Yo esperé, con las manos en alto, hasta que los soldados se convirtieron en diminutas figuras que desaparecieron en un lugar del que salía una columna de humo.
Me reintegré poco a poco y recogí la cámara que estaba a mis pies. Me di cuenta de que en el aire se cruzaban helicópteros para recoger heridos en combate y helicópteros de ataque. Alrededor mío había dos tanques de guerra rugiendo a medida que avanzaban. Sin querer, aspiré el humo de uno de los helicópteros y el ardor en la garganta me produjo un ataque imparable de tos.
El trauma que produce la culpa
Este pequeño incidente no se reportó en las noticias ni en los periódicos, quizás porque los ataques al ejército americano eran pan de todos los días, y porque el único periodista en el lugar era yo. Sin embargo, algunos días después hubo un incidente que dio la oportunidad para usar el material en Japón: el asesinato de dos funcionarios de la embajada japonesa.
Desde la edición hasta el momento de la transmisión, tuve que volver a mirar aquella escena una y otra vez. La tensión que había sentido en ese momento se revivía en mi cuerpo como una ola exagerada de calor. Pensé que tarde o temprano me acostumbraría, pero en lugar de ello cada vez se me hacía más sofocante. Quienes veían el video decían “Qué impresionante”, o “Qué peligro”, “Qué miedo pero qué bueno que pudiste filmar algo”, pero para ese momento ni yo mismo entendía ya cuán peligroso había sido.
Por supuesto, el hecho de que realmente me hubieran considerado un “enemigo” y hubieran apuntado sus cañones hacia mí había sido aterrador. Sin embargo, lo que para mí se convirtió en un trauma fue el hecho de que justo en el momento en que me bajé del carro, en mi mente le había dicho “Adiós” a mi familia. La asfixia que siento cada vez que veo el video nace de ese sentimiento de culpa.
Los dos funcionarios de la embajada japonesa que habían venido a ayudar en la reconstrucción de Irak habían muerto sin haber dicho adiós a su familia. ¿Y yo? ¿Por qué dije adiós? ¿Por qué, a pesar de haber dicho adiós, yo sí pude regresar con vida? Estas preguntas me acosaban todo el tiempo.
La culpa de haber renunciado a luchar por la vida que se ha recibido es inmensa. Sin importar bajo qué circunstancias se encuentre. Para mí, quizás esta sea la culpa más grande, una culpa que nunca conseguiré borrar por completo.
La guerra causa heridas profundas en el corazón de los humanos y enloquece, como un hilo enredado, los complejos sentimientos humanos, originalmente tan ricos. Por no mencionar que al cruzar la “línea invisible” no queda ninguna garantía de vida.
“Yesterday bombed, today working”
En otra ocasión, pasé frente a un edificio de oficinas gubernamentales que había sido semidestruido. Una parte del edificio de cinco pisos se había desmoronado y todos los vidrios estaban rotos. Varias personas entraban y salían del edificio en silencio, como si nada hubiera pasado, iban a trabajar. El guía y traductor que me acompañaba me dijo: “Yesterday bombed, today working”. Aunque la guerra ocurre en un espacio anormal, no cotidiano, la vida de la población civil se desenvuelve entre lo cotidiano y lo anormal.
En los últimos años en el campo de batalla no sólo hay soldados combatientes, y es usual que la población civil también se vea involucrada. Si, tanto en la locura de la guerra como en la cotidianidad de la paz, nuestra principal tarea como humanos es vivir la vida… ¿cuál de las dos formas de vida hemos de escoger? Cuando pienso en el respeto por la vida que se ha dado a los seres humanos, creo que sólo puede haber una respuesta a esta pregunta.
nació en Sendai, Miyagi, en 1967. Es periodista y fotógrafo, fundador de la compañía Prensa Independiente, dedicada a la producción de documentales de investigación.
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