Ya lo decía el escritor Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956) en una entrevista este pasado verano:
“Cuando escribes, lo difícil es surfear por la propia conciencia y la memoria” [1. M. Elena Vallés en entrevista con Eduardo Jordá, Eduardo Jordá: ´Cuando escribes, lo difícil es surfear por la propia conciencia y la memoria´, Diario de Mallorca, 07-Abril-2014].
Y, aquí, en Yo vi a Nick Drake (Rey Lear, 2014), el surfear no es un recurso retórico, sino literal, pues es el surf es un asunto nuclear. Especialmente en uno de los relatos: “Lugar de Espinas Grandes”, el mejor del conjunto, un golpe de maestría de su autor y que dejará al lector con la boca abierta.
Cinco son los relatos incluidos en Yo vi a Nick Drake. Y solo uno de ellos es inédito, el primero, precisamente el que da título al libro (14 páginas). El resto, mucho más largos, han sido previamente publicados en el Diario de Sevilla (y los demás periódicos andaluces del grupo Joly) en la sección “Relatos de Verano”, en entregas de cuatro capítulos (aunque ha de decirse que dos de ellos, el segundo y el quinto, han sido re-escritos y Jordá les ha añadido unas diez páginas a cada uno).
Esta singularidad provoca que se trate de una compilación extraña, pues convoca tres facetas o desvíos del narrador mallorquín: el escritor, el traductor y el viajero.
Una idea frágil de la felicidad
Eduardo Jordá, a pesar de residir en Sevilla desde 1989, no olvida su insularidad y todos sus personajes (excepto los del cuarto relato, “Un día de verano») son mallorquines[2. Hay un poema suyo, llamado «Islas», que refleja esto muy bien, dice: “Todos comentan, todos saben. / Y hacemos como que no sabemos. / Y hacemos como que no vivimos, / para no despertar envidias /ni sospechas]. Y todos los relatos suceden fuera de España (en Inglaterra, en México, en Francia, en Estados Unidos y en Túnez), lo cual no es raro si tenemos en cuenta que se trata de relatos viajeros. Son textos que, como dijo Alejandro Luque de su obra poética, se mueven “entre lo íntimo y lo exótico” [3. Alejandro Luque en entrevista con Eduardo Jordá, «Tánger fue una mezcla de Andalucía, Marruecos, Inglaterra…», Mediterráneo Sur, septiembre de 2010], y el gran tema de todos ellos es una idea frágil de la felicidad, que se refuerza en su propio decir y que, poco a poco, se va impregnando de escepticismo. Pues, además, se trata de una felicidad siempre futurible.
Los personajes experimentan leves instantes de dicha, pero la felicidad siempre queda para un hipotético después, o acaso está condicionada a la sospecha (esto es, se trata de una felicidad inestable). En los cuentos largos de Jordá se produce una quiebra de la solidez del sentimiento y, al desplazarse (tanto física como emocionalmente), los personajes sufren desequilibrios y reajustes (siempre de índole afectivo). Hay, por decirlo en términos cinematográficos, un duelo emotivo a la manera del western.
El estilo de Jordá es clásico, de fraseos suaves, de raigambre norteamericana (por la vía de Chejov). Sin estridencias ni abscesos poéticos. Sus relatos son realistas, y centran su atención en el drama personal, resolviéndose en base a la evolución de una sola trama (aunque la tragedia se va construyendo en sordina, en los pliegues del texto, esto es, en los espacios mentales: allá donde asoma la memoria y el recuerdo, y percute la culpa). Una prosa efectiva (por su franqueza), la de Jordá, sin apenas alardes retóricos.
El fuerte de los textos es la inquietud que los impregna, una leve suspensión de la fe en lo que se nos dice. Así, al lector le invade el temor de que se revele un secreto escondido, de que sobresalte la regularidad nerviosa del relato una infidencia. Con ello, la lectura es violenta, pero la tensión no se percibe al modo del arrebato (ni esto es sugerido por una sintaxis brusca), sino que se trata de una preocupación latente, sugerida por un cierto desfallecimiento del ánimo de los personajes, que tiene al lector en alerta y se mantiene sobre la base de esa misma incertidumbre. El presagio se resuelve, a veces, como liberación o bien como tormento. En ambos casos, su naturaleza es amorosa.
Decíamos, al principio, que el surf es un elemento central (no solo como tema, también como símbolo y emblema), y así funciona la prosa misma, como el surfista que aguarda sobre la tabla a que se vayan formando las olas, y entonces las surfea. Del mismo modo trabaja la sintaxis, dejándose llevar por los acontecimientos y atravesando las olas del sentimiento, cuando este se presenta. Entrando en él de lleno, hasta que su fuerza motriz decrece (y así, estas incursiones salvajes en la sensibilidad de la conciencia a veces son más fuertes y otras más breves, de igual modo que el mar cambiante que, a cada rato, lanza olas de diferente brío y energía). Por ello, la estructura de los relatos ondea, y fluctúa entre tramos en los que la reflexión sobre la realidad que acontece en el momento es apenas un apunte, con verdaderas parrafadas largas donde se llega hasta el fondo último de las cosas, remontándose -en algunas ocasiones- a momentos muy lejanos.
Cierta historia de amor
Vayamos con la cronología: “Yo a Nick Drake” es de 2010, “Lugar de Espinas Grandes” es de 2011, “Eurodisney” es de 2006, “Un día de verano” es de 2010 y «¿Por qué mataron a Jaurès?” de 2013. O sea, que se trata de relatos construidos a lo largo de siete años. Ello, sin embargo, no implica que haya diferencias significativas entre ellos y se cohesionan con fácil armonía. Y los unifica un hecho crucial: la experiencia autobiográfica. Ello no significa que se mencionen pruebas fehacientes del conocimiento real del lugar, pero sí que se sienten. No es solamente una cuestión de verosimilitud del relato, sino que se trata de algo más.
Y, ello, se puede percibir por contraste: al descubrir donde no hay conocimiento directo de lo narrado. En el relato “Un día de verano”, por ejemplo, que nace de una experiencia que a Jordá le contó el escritor norteamericano James Salter [4. Alejandro Luque en entrevista con Eduardo Jordá, «Para cualquier escritor, la tecla más importante es la de suprimir», El Correo de Andalucia, 20-Abril-2014], de quien es traductor. Ahí notamos cómo ese hondo conocimiento de lo humano y que proviene de la experiencia íntima es prestado. Además, a mi entender, el escritor toma una elección formal errónea, pues va mudando constantemente el foco de la narración de uno a otro personaje (se trata de dos viejos conocidos que se reencuentran al cabo de treinta años, el uno guionista y escritor de escaso éxito y el otro, un director de cine de gran éxito) y, así, pierde fuerza, se debilita la tensión, se diluye el drama. En mi opinión, de haberse concentrado en las razones y en la incredulidad del guionista (a cuya casa se presenta de improviso el director), el relato hubiese sido mucho más potente.
Exceptuando el primero de los textos, “Yo vi a Nick Drake”, en todos hay un mismo conflicto: una historia de amor (consentida o no) de la mujer que el protagonista ama con un tercero. Una sombra, pues. El tema tiene un variación: la pasión de la mujer del último relato “¿Por qué mataron a Jaurès?” por la historia del personaje que le da título al relato: Jean Jaurès, un hombre que, en el verano de 1914, cuatro días antes de que empezara la guerra, “se oponía la movilización general y llamaba a todos los obreros de Europa a unirse contra la guerra que todo el mundo sabía que iba a estallar” (p. 153).
El tema, de origen joyceano, aquí cumple varias funciones: tal que catalizador del deseo sexual (“¿Por qué mataron..”), como amenaza de la pareja (“Lugar de Espinas Grandes”), como tónico para una pareja en crisis (“Eurodisney”) y como razón que boicotea, sin saberlo el afectado, la carrera profesional (“Un día de verano”). Así, esta sombra invisible, que, como una incertidumbre, o una presunción, se va introduciendo en el relato, finalmente aparece y abaliza lo que, hasta entonces, era un mundo de sospechas, dibujada con trazado discreto y que ha venido creciendo parejo a la vida visible de los personajes. En definitiva, que al mundo real se incorpora el mundo fantasmagórico de los temores, sirviendo de versión práctica del teorema que sostiene todo el libro, el de que “nadie podía prever lo que iba a ocurrirle en su vida de persona normal condenada a llevar una existencia previsible” (p. 146). Vaya, que la vida es así, que nunca sabes los secretos que ocultan las personas amadas.
No quiero terminar esta reseña sin llamar la atención sobre el relato que da título al libro: “Yo a Nick Drake”, pues se trata de un texto que no desentona en el conjunto, pero que sí sugiere otro camino diferente para la narrativa de Jordá [5. Aquí Eduardo Jorda cuenta el origen de este relato, la «posibilidad real» que lo hizo plausible]. Aquí, por ejemplo, la estructura difiere en gran medida de la del resto del volumen, pues superpone dos tiempos (1973 y 1980) sobre un mismo espacio. Y el desarrollo del texto se produce no como consecuencia de una anagnórisis, y no hay en el agón, sino que sencillamente se resuelve a fuerza del resumen (la vida que pasa y no trae acontecimientos nuevos). La gran fortaleza del texto -y es una potencia de vocación eléctrica- se halla en la subjetividad del narrador, en el hecho de que no es del todo confiable. Pero, también, en la utilización de personajes reales que se incrustan en una narración de ficción. Me llama la atención que nadie haya conectado este relato con otro libro drakiano, lleno de fantasmas: Destellos en el agua (Melusina, 2010), de Gabriel Villota Toyos.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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