Felisberto, que estás en el cielo
Medio en broma, medio en serio, dijo Juan Cárdenas en la pasada presentación de su libro que sí, que su última novela, Ornamento (Periférica, 2015), era en realidad una variación de la nouvelle Las Hortensias, del escritor uruguayo Felisberto Hernández. Y esto no es verdad, pero tampoco es mentira. La idea del sucedáneo, por ejemplo, y que conforma la tercera pata de un triángulo amoroso, puede andar traída de ahí. Pero también los presagios (que en Cárdenas toman la forma de pesadillas), el desconocimiento de uno mismo, la idea perversa de un matrimonio sin hijos, el motivo del vestido regalado (de la mujer a la amante) y el horror, en particular el que emana de ese final ambiguo -por su inconsistencia, que toma la forma del guiño intertextual- de Ornamento (y que aquí no desvelaremos, por pudor narrativo [1. La gracia de este final ambivalente de Ornamento es que propone dos lecturas, según desde qué código se oriente. Si leemos la novela de Cárdenas sin tener en cuenta la novela de Felisberto Hernández, entonces ésta se convierte en una novela de terror, como bien dijo su editor, Julián Rodríguez. En cambio, si la leemos con la vista puesta en Las Hortensias, de repente Ornamento se convierte en una novela surrealista, el relato se transforma en un texto que no está gobernado por la conciencia y en el que se produce una «intervención misteriosa»]).
El vínculo más evidente entre ambas novelas, sin embargo, se halla en una suerte de automatismo extremo del código conductual, esto es, la cosificación última a la que invita el lenguaje estereotipado. En definitiva: de cómo la cárcel de la educación construye máquinas de no pensar. El gusto como “una forma superior de represión” (p. 60). Y su reverso: la vileza de subvertir esos corsés.
Sin embargo, la mayor influencia de Juan Cárdenas es él mismo, sus diferentes probaturas. Y es que hay una recurrencia en sus temas: los perros, como símbolo amenazante, un matrimonio (sin hijos) en plena quiebra, la cháchara del arte contemporáneo, el reencuentro con la naturaleza, los cultos paganos, la manifestación libre de la voz (aquí recogida en la forma de transcripciones, una mezcla de monólogo interior y voz automática) y la omnímoda presencia del lenguaje (entendido como una cárcel). La animalización del hombre, su despertar salvaje, es un tema fundamental en Cárdenas. Y la violencia, pero una violencia que no es acto (aunque eventualmente puede actuar), sino pura potencialidad. Todo eso está aquí, también, en Ornamento. Y, también, cómo no, la porosidad de la prosa, que es como un grupo heterogéneo de arenas en pleno tramo final del proceso de compactación de la roca.
Una droga femenina
La trama que sustenta Ornamento es la de un científico que investiga una nueva droga, extraída de una flor del género datura, que se utiliza comúnmente “por las campesinas de la cordillera para fabricar jabones artesanales” (p. 35). Y cuyo efecto es el de producir un “éxtasis colectivo”; y lo más inquietante: solo en mujeres. Una droga cuyos bajos costes de producción la hace no solo viable, sino enormemente rentable. Así, nuestro científico tiene un grupo de cuatro mujeres con las que va probando la droga, afinando sus efectos. Entretanto, transcribe los monólogos de las pacientes mientras estas andan bajo el efecto de la droga; monólogos que repasa con dedicación insistente, en especial los de una paciente, a la que se identifica sencillamente como nº 4.
El científico se aburre cuando está con su mujer, y piensa: “no puedo dejar de pensar en las cosas que dice número 4 cuando está drogada” (p. 26). Y es que, en verdad, número 4 no para de producir discurso. Porque no habla, o mejor dicho, no monologa, sino que parece una máquina disertadora. Y eso, ya se ha dicho, trae fascinado al científico.
Y aquí se halla una de las claves de la novela.
Dice el científico, al respecto de la anamorfosis (de la cual le habla su mujer a un periodista que la está entrevistando):
“es muy posible que, como ocurre con la anamorfosis, una vez traducidas a su aspecto normal, las palabras dijeran mucho menos de lo que sugieren en su estado deforme […] lo relevante de la anamorfosis es la distorsión misma, no la forma oculta” (págs. 41-42).
La reflexión vale tanto para el lenguaje, ergo, el disfraz de la educación, como para el arte contemporáneo, en particular el colombiano, que no es más que “pura cháchara política, puro oportunismo y pornomiseria” (pág. 43).
La mujer del científico lo sitúa en los siguientes términos:
“el significado de las cosas es un accidente, un sobrante. Lo único que importa de verdad es la geometría” (p. 64).
Todas las colombianas son unas malparidas
“Quitar los ídolos, poner las imágenes”. La frase es de Hernán Cortés. Y se refiere al combate histórico por las imágenes y los signos sagrados. Esa geometría actual -devenida ornamento, decorado- que es, en el fondo, una lucha territorial. Y, en el caso que nos ocupa, tiene que ver con la imagen de lo femenino. De cómo la educación construye una imagen determinada de la mujer, una representación profundamente misógina y que aquí la simboliza la paciente nº 4: el cuerpo presto para el placer del hombre, que utiliza las artimañas de la seducción con fines malignos, de dominación.
Un conocimiento transmitido de madres a hijas y que, al final de la novela, tendrá unas consecuencias atroces. Por decirlo en términos sencillos: la idolatría clásica de lo femenino ha trasmutado en imagen de consumo. Para comprobar esto no más que tienen que echarle un ojo rápido a la revista Soho.
Un taxista, en la novela, lo expresa así: “las colombianas son todas unas malparidas. En este país mandan las viejas, a los hombres nos tienen dominados, hacen y deshacen con nosotros” (p. 116).
Pero, en fin, a lo que vamos: el caso es que el científico, fascinado cada vez más con número 4, la invita a la exposición de su mujer (y le regala, para la ocasión, un vestido de ésta, verde; nótese el guiño felisbertiano). A partir de aquí, e igual que en Las Hortensias, las dos mujeres se vuelven cómplices, amigas (y algo más). Y, finalmente, número 4 se va a vivir a la casa de la pareja. En estas, número 4 comienza a criticar la obra de la mujer, auspiciada por una reseña negativa salida en la prensa, y ahonda en la idea de que “es incapaz de abandonar el círculo de confort que le proporciona su buen gusto “ (págs 95-96).
Así, lo que se proponía un divertimento (el triángulo amoroso) se trastoca cuando el científico se declara a número 4 y le pide que se vayan a vivir juntos. Número 4 le responde que no. De alguna manera, la mujer del científico se entera de que lo de su marido con la paciente ya no es un pasatiempo, sino puro amor, y se siente traicionada (hola Felisberto), y la echan de casa.
La legitimación del mercado
El laboratorio que ha sintetizado la droga femenina consigue «ajustar» la legalidad para que se permita su venta y distribución: el éxito es inmediato y apabullante. Lo que produce los esperados alborotos. Se registran los primeros motines: una banda de mujeres adictas se organiza para saquear la casa de uno de los proveedores, y se lía la-de-dios-es-cristo. 14 mujeres muertas.
La droga, en Ornamento, se presenta como un artefacto capaz de borrar las diferencias de clase, nivel adquisitivo o educativo, y transmite la idea de que es posible “una cierta idea de democracia basada en el consumo” (p. 85). Dice el científico de su obra que es “feminista, igualitaria” (p. 85). Y se trata de un arte que no es solo para una élite, como el de su mujer (que es artista plástica) [2. En un momento de la novela, nuestro protagonista razona sobre un mundo hipotético donde la droga estuviese totalmente legalizada, y se pregunta si él y su mujer no habrían de ocupar “el mismo nicho ecológico, algo así como diseñadores de estados de ánimo artificiales” (p. 60)].
Se distribuye en forma de pastillas, la droga, a las que la gente comienza a llamar caracolitos. Pero también perrunitas, berrinchitos, chamusquinas, cucarachas, crispeta golden, triangulitos, raspacuca, chiripiorcas, mariconas, etc
Entonces el precio de la droga se dispara.
Y la cosa se pone fea, muy fea: se comienzan a organizar pandillas de mujeres adictas para saquear a cuanto proveedor encuentran.
A partir de aquí, la novela se adentra en un cierto territorio semi-fantástico. Y nuestros dos protagonistas (el doctor y su mujer) se retiran al campo (pero a pocos kilómetros de la ciudad).
Ahí, en una atmósfera que, cada vez, se vuelve más inquietante, se produce ese final al que hacíamos referencia al comienzo y que es un guiño total a Las hortensias.
Se trata de un sobresalto onírico, donde la pesadilla incide en la realidad. Y se produce un temblor: “una intervención misteriosa”. Una transferencia, pues, que va no solo desde la realidad hasta el sueño, sino también de una novela a otra (digamos que es el modo en el que Cárdenas es capaz de insertarse en la historia de la literatura latinoamericana, como ya hizo en su anterior novela, relacionándola con La Vorágine, de J.E. Rivera).
Todos somos guacherna
En un determinado momento del libro, nos cuenta el científico que su padre llamaba guacherna a la gente que vive en esos barrios que quedan “encaramado[s] en la ladera de los cerros orientales, un solo apretuje de casas viejas”. Para el científico, con el paso del tiempo, se convertirá esto en algo como “una chatarra cultural” (p. 123).
En definitiva: chusma rumbera, la alegría y el jolgorio de los animadores de un pre-carnaval, desfilando por unas calles abarrotadas de cuerpos sudorosos.
Una de las conclusiones posibles de la novela, en este sentido (desde un prisma biopolítico), la enuncia el científico, al decir: “somos guacherna, todos somos guacherna”.
O dicho de otra manera: la educación no es sino un disfraz frágil que no puede esconder el goce de lo sencillo y descomplicado.
Un ornamento; una decoración. La cultura.
Una hipérbole.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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