Mirar atrás, en literatura, conlleva los riesgos propios de enredar con el pasado, y alguno más. Primero hay que fijar la mirada, después, eliminar lo accesorio, y, finalmente, se ha de convertir lo privado en universal.
Erri de Luca, en Los peces no cierran los ojos, se situó en un hombre de sesenta años para contarnos el verano de un muchacho de diez; supo transmitirnos, en esos pocos meses y una edad cargada de inocencia, la formación de un carácter. El mérito, la proeza de aquella novela corta, estuvo en la mirada, elaborada, dúctil, tibia, serena, del narrador.
Aquí también, en La quinta esquina la mirada carga con toda la responsabilidad, pero la travesía es más compleja. Izraíl Métter (1909-1996) nos cuenta la peripecia de Boris en la Rusia comunista desde los años veinte, en Jarkov, una ciudad ucraniana que hoy alcanza el millón y medio de habitantes, hasta los sesenta, por otras ciudades. Tengamos la información que tengamos de ese tiempo, nadie, a poca humanidad que segregue, sale indemne del conocimiento de otro dato. Cierto que la literatura es testimonio que, aspirando a perturbar, muchas veces conmueve; y se da por satisfecha, sí, pero es además un artefacto intelectual. Se exige a la novela que esté bien escrita, que cree interés, que seduzca; y eso, cuando se habla de aquella Rusia, con un elevado riesgo de colapso emocional, es patrimonio de muy pocos autores.
Izraíl escribió La quinta esquina entre 1958 y 1966, muerto Stalin. En 1964 se publicó una versión muy reducida, seriamente expurgada de pasajes comprometedores, con el título de Katia. Desde su conclusión hasta 1989, cuando fue publicada la obra definitiva, solo se disponía de una copia mecanografiada por su esposa y celosamente escondida.
Personalmente, que la vida de Boris se confunda con la de Izraíl no me interesa especialmente, más allá del beneficio que haya podido obtener el autor. Creo que Izraíl no nos cuenta la Revolución rusa, ni la invasión alemana, ni siquiera el cerco de Leningrado o la política de Stalin. Eso, todo, es una imprimación. Métter nos muestra el oxígeno alojado en los pulmones de Boris, el mundo que le ha tocado vivir. Ya de niño, cuando la profesora de ruso convoca a su madre. Verá usted, le decía, su hijo escribe unas redacciones muy tristes. No se queja de la alimentación; en general no se queja de nada. Es un chico alegre…Pero sus redacciones tienen un tono triste, poco frecuente en esa edad.
Su madre trató de ayudarle.
-¿Quizá sean las lombrices? Trataré de observarlo [1. Izraíl Métter, La quinta esquina, trad. Selma Ancira, Libros del Asteroide, Madrid, 2014, pág. 117].
Ahí la madre ya había asimilado los nuevos tiempos.
Seguramente cada época crea sus locos: el más complejo delirio de un cerebro enfermo es, en cierta medida, un reflejo de la realidad. El ser humano se vuelve loco por algo que le es contemporáneo [2. Ibídem, pág. 23].
Stalin, Mao Zedong, Hitler, Trujillo, Hirohito, Franco… ni siquiera desparramados por los siglos, no; todos juntos.
Stalin: un seudónimo del tiempo.
Él lo sabía todo: le llamaron “corifeo de todas las ciencias”. Se seguían sus consejos para determinar la forma del ala de un avión, las mutaciones del trigo, el coeficiente de rendimiento de la locomotora diésel, las cuestiones de lingüística, los periodos exactos de la fisión del átomo, la temática de las películas, la historia, la filosofía, la literatura…
Era omnipotente y omnipresente; por la noche sus arcángeles sacaban a la gente de sus tibios lechos, la hacían descender de los trenes, la detenían en plena calle, la acechaban con órdenes de arresto en los teatros.
La gente moría de hambre agradeciéndole la saciedad; muriendo a manos suyas, gritaban vivas en su honor.
Yo fui testigo de eso.
Y no puedo entenderlo.
La tentativa de explicar ese enigma en la psicología de la gente por medio del terror permanente no es consistente. El miedo por sí solo no hubiera tenido la fuerza suficiente para mantener a una población de doscientos millones, durante treinta años, en un estado de fervor religioso [3. Ibídem, págs. 133-134].
Cuando muere su madre, a Boria dejan de asustarle los telegramas y las llamadas nocturnas, son las ventajas de la soledad. No puede licenciarse en matemáticas porque pertenece a la 5ª categoría (hay cinco categorías: obreros, campesinos, intelectuales, funcionarios, artesanos y otros. Él, hijo de comerciante privado, judío, es de la última) consigue dar clases, se enamora de Katia, sufre el sitio, detesta sus documentos, vivo con la sensación de que en ellos siempre hay algo que no está bien [4. Ibídem, pág. 30].
La quinta esquina es una tortura infligida por la KGB. Encerraban a alguien en una habitación vacía y le forzaban, entre golpes y burlas, a encontrar “la quinta esquina”.
Hay una frase famosa, atribuida a Stalin:
“Una muerte es una tragedia. Un millón de muertes es solo una estadística”.
Izraíl Métter abunda en ello: La historia explica con facilidad el destino de una clase social entera, pero no puede explicar la vida de un ser humano [5. Ibídem, pág. 14].
Pues lo ha logrado. Ha conseguido explicarnos la vida de un ser humano resolviendo el problema de la quinta esquina: el hombre.
Es fácil y erróneo juzgar que está escrito con rabia: En mi generación se ha estropeado el metabolismo moral: ya no absorbemos nada y es poco lo que damos; los recuerdos se pudren en nuestro interior. Tanto como juzgar que está escrito con resignación: Vaya donde vaya, el peso principal de mi vida me sigue a una velocidad moderada [6. Ibídem, pág. 94].
Quizá la actitud adecuada, que no sencilla, es entregarse a su lectura sin prevención, nada intimidado por la certidumbre de que vas a abrir un libro, y esta vez con todas sus consecuencias.
nació en Cosío (Cantabria) en 1958; reside en Benicassim (Castellón). Ha publicado La soledad del cometa (KRK ediciones, 2009) y novienvre (KRK ediciones 2013).
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