Resistencia, memoria, aldea, torre, silencio y anacronía. Estas son las seis propuestas que el narrador, poeta, editor y traductor mexicano Mauricio Montiel Figueiras (Guadalajara, 1968) proponía en 2007 para este nuevo milenio.
El ensayo de Montiel, que se pretendía provocador y con ganas de animar el debate, comenzaba con fuerza, decía así:
«El estado actual de la literatura tanto en México como en otros países de habla hispana se reduce a una tensión –ridícula quizá, innecesaria quizá, pero al fin y al cabo tensión– entre escritores y escribidores –otro concepto tomado de Bolaño– que ha contribuido a aumentar la confusión del lector de a pie, aquel que se acerca con toda inocencia a la mesa de novedades de una librería y se topa con el alud de productos –y subrayo: productos– que mes a mes, semana a semana, descarga la maquinaria editorial, empeñada cada vez más en promover nombres y no títulos a los que, como si se tratara de sopas instantáneas, rodea de etiquetas en las que abundan los premios, las cifras de ventas –habría que hablar de unidades y no de ejemplares– y los elogios a través de los que los productores de libros practican el viejo quid pro quo: hoy por ti, mañana por mí.»
Montiel reclamaba que los escritores se pusiesen, de una vez a leer, pero «como un acto de acopio informativo o de vana erudición sino como pieza central de ese incesante rompecabezas que es la literatura».
Esto es: resistiendo al marketing.
La cuestión de la memoria la refería Montiel al caso de esos «autores que apelan al name-dropping, esa prótesis cómoda, para minimizar o disfrazar su memoria de corto plazo –un tipo de amnesia que también sufre el público lector». Memoria, pues, nos decía el narrador mexicano, como forma de «desconfiar de las declaraciones públicas [de los escritores] y volver a dar un voto de confianza a la literatura, a lo que está en negro sobre blanco». Esto es, ir a los libros, no salir de ahí. Confiarnos a la obra, no a la parte pública del escritor.
Montiel llamaba la atención en su ensayo, publicado en el número seis de la revista chilena Dossier, sobre la pasteurización del castellano, sobre esa estandarización que se quería globalizadora. Y se preguntaba:
«¿A qué lector extranjero puede interesarle un libro mexicano ambientado en otra geografía, en otra época, si en él no se palpan las experiencias vitales, las emociones, el ritmo y el estilo que lo definen justamente como mexicano, como un libro escrito en español; para qué leer una suerte de traducción de anécdotas y conocimientos que tantos autores han adquirido y transmitido de primera mano?»
Y nos recordaba lo que decía Isaac Bashevis Singer, pues que si quieres ser universal, habla de tu aldea.
Los escritores, en opinión de Montiel Figueiras, deberían quedar reducidos a su torre, su cuart0, su habitación, su retiro privado. Han de huir de «los micrófonos y las grabadoras y las cámaras televisivas, que disemina[n] el síndrome Forrest Gump: ese don de ubicuidad del que parecen gozar ciertos autores, capaces de estar siempre en el sitio correcto en el instante correcto para opinar lo mismo sobre literatura» o de cualquier otro tema peregrino. En definitiva, distanciarse de la vida pública. Escribía Montiel Figueiras:
«Propongo que las palabras de la tribu que acecha allá afuera se escuchen apagadas, cada vez más lejanas, hasta ser un rumor que de cuando en cuando –pero sólo de cuando en cuando– hará alzar los ojos de la página o la pantalla de la computadora.»
Todo lo cual nos lleva inevitablemente al silencio. a la autocrítica, a la reserva mallarmeana: «el escritor debe aprender a callar cuando ha dicho lo que tenía que decir, de lo contrario su destino es el del viejo idiota o, en otras palabras, el del mero maquilador», nos dice el narrador mexicano. Un poco de respeto hacia el lector, hemos de mostrar, si es que se quiere que esto no se atosigue (o muera por ahogamiento).
Con el anacronismo, se refería Montiel Figueiras a tratar de apartarse de la moda, de recular unos pasos, desfasarse «unos centímetros del escenario bañado por los reflectores para investigar qué ocurre tras bambalinas o entre las butacas hundidas en la suave penumbra». En definitiva, huir de lo contemporáneo, pues, de tan contemporáneos puede que ya nos estemos pasando de moda.
Han pasado unos ocho años desde que Mauricio Montiel escribiese sus propuestas y, en mi opinión, siguen estando igual de vigentes que entonces. Una cosa me llama la atención y es la reacción anacrónica de algunos escritores jóvenes. Se puede ver esto en Carlos Pardo, pero también, por ejemplo, en el último libro de Vicente Valero, El arte de la fuga (Periférica, 2015), ambos de reciente publicación.
Vaya, que las propuestas mencionadas no son tanto para este milenio, según lo veo yo, sino para una narrativa que apueste por el tiempo, que ambicione ser tiempo y no solo presente, que se quiera relevante, profunda y seria.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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