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Mirando a un colibrí, así empezó todo un sábado por la tarde
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Estábamos en la glorieta de un centro cultural del centro de la ciudad, sentados en el suelo mientras compartíamos un cigarrillo.
—¿Qué es lo que hace?
—Creo que propaga el polen de flor en flor —le dije—. ¿Eso no lo deberías saber tú que tanto amas la naturaleza?
—Claro que lo sé, quería probarte nada más. Es el único pájaro en el mundo que puede volar al revés… como tú que, cuando escribes, siempre vuelves hacia atrás…
—Es un animal con una vida muy intensa: muchos superan los mil latidos de corazón por minuto. ¿Te imaginas vivir con el corazón a semejante ritmo?
—Me fascina la idea. Yo sé que voy a morir muy joven, pero antes haré algo importante. Lo que todavía no sé es qué es lo que debo hacer.
—Yo decía lo mismo: moriré joven, tengo que vivir a toda máquina… y, mira, ya superé la edad de Cristo… así que no pienses en esas cosas.
Cuando Andrea apareció en mi vida lo único que yo quería era estar solo. Mayo se había vuelto un mes funesto: me recordaba que hacía exactamente un año Micaela —la mujer que inspiraba todas mis historias de amor— se casó. Ahora, en cambio, todo se volvía tan expectante como Andrea y yo contemplando al picaflor.
—Tú, a pesar de ser tan grande, pareces más frágil que el colibrí —me dijo.
—Puedes tener la razón. ¿Y qué me dices de ti?
—Yo soy tortuga y colibrí. Paciencia y urgencia. Luz y tinieblas…
—Y mucho egocentrismo, creo…
Andrea, aparte de estar en sintonía con la naturaleza, es la estudiante más aplicada de la carrera de Educación de una universidad manejada por el ala más conservadora de la iglesia católica. Diseña cuadernos reciclando papel, los forra y dibuja mandalas.
—Si fuera egocéntrica andaría hablando solamente de mí y estoy aquí para que me cuentes de Micaela —me dijo.
—Todas las mujeres que me han pedido eso han terminado mal.
—Yo quiero que me hables de ella por última vez.
—¿Y qué ganaría con eso?
—Dejar de ser pasado putrefacto. Volverías a vivir pero en serio… y empezarías a escribir sobre otras cosas.
—¿Una mocosa como tú me va a enseñar en qué consiste vivir?
—Yo sé que sólo somos amigos, y mientras eso lo tengamos claro no habrá problemas… además tú podrías ser mi padre.
En efecto, ella apenas tiene 18 años y yo bordeo los 35.
—¿Cuántos años tiene Micaela? —me preguntó.
—Treinta y tres.
—¿Ves? Ambos podrían ser mis padres. Soy la hija que nunca tuvieron. Soy munay-ki.
—¿Qué significa munay-ki?
—El poder del amor: si me dejas puedo borrarte las heridas del pasado.
Tiene sentido del humor, es perspicaz y muy inteligente: sabe portugués, francés, inglés, algo de italiano y, por si fuera poco, está aprendiendo quechua.
—¿Y el quechua es fácil?
—Sí, lo difícil es estar en la misma clase con Dorian.
—¿Y quién es Dorian?
—Es un patita que se ha templado de mí, tiene casi treinta años y me dedica cartas de amor. Me tiene aburrida… se me pega como chicle…
—¿No es muy viejo para ti?
—La edad no me importa.
—¿Y qué es lo que te importa?
—Que la gente tenga algo que decir.
Lo único que pude decirle es que quería deshacerme de Inés. Sentía un enorme cargo de conciencia, pues sólo la había utilizado para llevarla a la cama durante meses sin un compromiso serio de mi parte. Le mostré a Andrea el último correo electrónico de Inés: la psicóloga del Seguro Social le había dicho que su problema debía tratarse con un psiquiatra y con medicación. Estaba espantada. Quería que le recomendara un doctor. Tal vez sólo era un pretexto para volverme a ver.
—¿Y qué harás? —me preguntó Andrea—. Yo nunca he ido a un psiquiatra y espero no necesitarlo jamás.
—No le daré de ninguna manera el nombre del mío, eso lo tengo claro.
—¿Y cómo se llama?
—A ti tampoco te lo diré, Andrea. Apenas te conozco.
—Corre, ayúdala, pórtate como un hombre maduro. Si quiere llorar, entonces déjala que llore. Que se desfogue. Escúchala todo lo que quiera. Pero tienes que ser iceman.
—¿Iceman?
—Sí, hombre de hielo: ya no le sigas dando alas. Ella no te suma, te resta. Necesitas otros aires y ella también. Eso es obvio.
—¿Y tú como lo sabes? Apenas eres una chiquilla muy habladora…
—Simplemente lo sé.
Esa tarde me cité con Inés. Conversamos de sus problemas. De una ansiedad que le quitaba hasta la respiración. De las noches en vela. De la infinita soledad de su departamento. De su temor a terminar volviéndose una loca.
La alenté, le sugerí que mejor buscara a una mujer para que tuviera más confianza. «Ya sabes», le dije, «estás muy vulnerable y un hombre se puede aprovechar».
—¡Qué mal pensado! ¡Cómo haría eso un médico!
—Lo hará. Mejor busca una mujer. Hazme caso.
Luego le arranqué alguna sonrisa recordando los buenos momentos. Que ella, por supuesto, los extrañaba. Así me lo dijo. Cuando quiso besarme en la boca yo le ofrecí la mejilla recordando a Andrea: tienes que ser hielo.
Fui hielo.
—La luna está hermosa —me dijo Inés—. Mírala, ¿no es una belleza? Lástima que no tenga aquí mi cámara de fotos.
—Sí —le dije—, aunque nunca acostumbro contemplar la luna.
Volví a casa tranquilo, había cumplido con mi cometido. Esa noche, después de mucho tiempo, dormiría plácidamente. Adiós insomnio, me dije a mí mismo, pero recibí un mensaje de Andrea, la niña-mujer, tortuga-colibrí: «Mira el cielo, la luna está hermosa».
No importa la edad, me convencí: hay ligeros matices pero todas, toditas son iguales.
(Arequipa, 1980). Ha publicado tres libros de relatos, el último de ellos Mi familia y otras miserias (2013). Es Editor de la Universidad La Salle de Arequipa y colabora con el semanario Hildebrandt en sus trece. También ha colaborado con la revista El Malpensante (Bogotá).
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