Ser artista hoy

Hablábamos el otro día, a cuenta de Sin presente (Periférica, 2015), del escritor francés Lionel Tran, sobre una cierta idea del arte y de los artistas. Y en otro lugar, dialogábamos también con un texto del escritor mexicano Eduardo Huchín Sosa (incluido en la antología Crítica y Rencor), que tiene como tema central este: el de refutar y/o proponer una cierta idea del arte.

Sobre esta misma base se asienta la dialéctica arte/mercancía que atraviesa los diferentes cuentos de la ópera prima del escritor y realizador visual argentino Pablo Ottonello (Buenos Aires, 1983). Seis relatos contenidos en apenas un centenar de páginas donde se investiga (y más en la forma que en el contenido) sobre el concepto de artista -y arte- contemporáneo. Y digo esto porque los seis relatos de Quiero ser artista (Tenemos las máquinas, 2015) [1. La propia editorial, Tenemos las máquinas, puede verse como una toma de posiciones en este debate del arte contemporáneo, el del autoabastecimiento] se pueden leer como ensayos audaces (aunque no todos felices) de acomodar una idea visual de la estética a su formulación con palabras. Pues sucede que la idea cinemática del arte, un arte hecho con imágenes, se maneja en estos cuentos no solo de manera explícita (en los diálogos de los personajes y en su caracterización: muchos son cineastas de profesión -o aspiran a trabajar en el mundo audiovisual-), sino también en el mismo diseño estructural de los relatos.

Todo el libro es, en fin de cuentas, una negociación entre estos dos registros de la creación: el audiovisual y el lingüístico, siendo -en mi opinión- el más logrado de los pactos aquel que conforma el relato “Comprar crema”, en el que un tipo, mientras compra crema en una panadería, le cuenta (mentalmente) su vida a la dependienta. Es el cuento más joyceano de todos y el que, según me parece, guarda una vinculación más directa con la cita del escritor irlandés que abre el volumen de cuentos (sacada de A portrait of the artist as a young man (1916)) y a la que Ottonello se encomienda.

Es la siguiente:

the liquid letters of speech, symbols of the

elements of mystery, flowed forth over his brain.

*

En el polo opuesto de “Comprar crema” se situaría «Kovacic», el relato que abre el libro y el más largo (36 páginas). En él, se proponen esas dos visiones enfrentadas del arte que referimos antes: la comercialidad vs. la experimentación más libérrima (así: la obra de arte frente a la mercancía). Aquí la forma del relato es más convencional (una narración lineal, contada en retrospectiva y con el afán de entender los hechos) y la investigación se centra en el contenido, en la compleja relación de amistad que une a dos creadores audiovisuales, uno vendido a la industria (el narrador) y otro (Kovacic, un argentino de padres polacos) que entrega su vida al arte más exigente (aunque esta entrega, el narrador acomodado a la industria -y quizá como forma de autojustificar su traición a la creación artística- la califique de enfermedad mental). El trabajo literario que realiza aquí Ottonello es moroso y detallista y las acciones del relato están dignificadas por la belleza de su descripción. Significa esto que hay pasajes muy prolijos en detalles técnicos (de cinematografía), pero que, sin embargo, nos resultan atractivos por el trabajo poético del narrador. El tránsito de lectura es gozoso, gustoso el paladeo de la sintaxis y el juego retórico que propone Ottonello es notable.

La tensión del relato no procede tanto de la confrontación entre las ideas que ambos personajes tienen sobre el arte (y, en cualquier caso, es una sub-tensión -digámoslo así- que pronto se diluye, que tiene un recorrido corto), sino del misterio que encierra el texto, un enigma: el descubrimiento de la poesía cinematografíca y cuya base se hallaría, según Kovasic, en una determinada bacteria. Misterio que conducirá a Kovacic a un final trágico. Vincula Ottonelo la materialidad del cine a la biología. Así, la vida pura en el celuloide se relaciona con ciertas mutaciones incomprensibles de lo vivo (y de su relación con la muerte). Una manera, al fin, de poner sobre la mesa la idea vanguardista de que vida y obra han de caminar juntas (o dicho de otra manera: una crítica al empeño artificioso del arte). Es interesante también la idea del anacronismo en la creación artística [2. Esta ideaha sido explorada por otros narradores contemporáneos como, por ejemplo, Carlos Pardo], y que sirve aquí de base para el descubrimiento de Kovacic (pues sus investigaciones, en realidad, nacen de querer re-actualizar -aunque sin saberlo, ingenuamente- las imágenes que Dziga Vértov rodo en San Petersburgo para su El hombre de la cámara (1924), pero en la actualidad y en Buenos Aires, para un documental que habría de llamarse Vistas de Buenos Aires. Puede inferirse de aquí que el arte, para avanzar, debe retroceder siempre un paso (o varios, o muchos).

Una idea parecida es la que sirve de escenario al relato que da título al libro “Quiero ser artista”, y donde se cuenta la visita de un pareja de cineastas a Cinecittà, en Roma. El texto se construye en una escena única -al modo del traveling-, y que se corresponde con la visita de la pareja a los estudios de cine italianos; sobre esta escena se van insertando otras escenas (sin que se nos dé la localización de las mismas, solo sabemos que suceden en Buenos Aires, en un pasado cercano, pero indeterminado). Escenas también narradas en presente y en las que la novia del protagonista del relato y sus amigas dialogan sobre el arte y sobre la industria del cine (y aparece de nuevo la dicotomía arte/mercancía). El texto se adentra progresivamente en un terreno onírico, pues las dos amigas comienzan a interpretar -y hablar de- sus sueños (en Buenos Aires) y se diría que -por contigüidad- contagian la visita a los estudios de Cinecittà. Y es que el relato se cierra con una conversación entre el protagonista y el actor Tommy Lee Jones (o un doble suyo, o alguien que se le parece mucho; nada de esto queda claro y las tres posibilidades son factibles). El actor norteamericano, o su doble, o un actor que se le parece, dice en un momento de la conversación: “El cine está a punto de desaparecer”.

El relato puede leerse como un canto fúnebre hacia la industria del cine, pero también como una oda triste a la falsedad de la pretensión artística, la de aquellos cuya frustración vuelve cínicos y rencorosos (y el arquetipo de ello son la pareja protagonista). Un lamento snob de dos “neuróticos con mucho tiempo libre”.

“Fundar un sexo” y “La gleba” son dos relatos más breves (10 y 4 págs respectivamente), aunque más que cuentos son dos intentos lingüísticos que tratan de detallar con esmero los matices del objetivo de una cámara; esto es, lo que sucede en ellos no es tanto una trama, una historia o acaso la mera descripción de una imagen, sino que es un pausado deambular por el aeropuerto (en el caso de «La gleba») y un énfasis por detallar los elementos periféricos -y físicos- que aureolan la relación de dos amantes (“Fundar un sexo”). Así, ambos son ejercicios de estilo visuales, naturalistas, pero narrados con palabras. Un paisajismo hecho de y con palabras.

“Amalia” es el relato que cierra el volumen y bordea en su sintaxis compositiva el registro documental. Es, en mi opinión, el menos logrado de los textos ya que yerra en su afán de confiar su transgresión a la descripción de la imagen (y no al conflicto de los personajes o al desarrollo de una trama). Parece una especie de escaleta ampliada, con voluntad sociológica y una denodada obscenidad que roza de seguido lo inverosímil. Es posible que funcionase en tanto que video experimental (por la hipotética fuerza icónica de las imágenes que se detallan), pero no lo hace como artefacto literario, ya que las reglas de la composición literaria exigen una profusión de elementos diferentes que aquí no comparecen (elementos particulamente connotativos).

El relato, creo, exige un tratamiento objetivo, acaso vehiculado a través de un narrador testigo o incluso un omnisciente, pero al verse implicado el narrador en los hechos contenidos en el texto, éstos resultan grotescos y el efecto tensional palidece, quedando en un anecdotario que se quiere panorama de una época (la argentina de los años noventa). Pero la idea es buena: trazar el recorrido de una familia argentina en los años 90 a través de los diferentes gimnasios por los que van pasando. Solo que se nos presenta de una manera harto grotesca, y siendo que no hay un tono paródico, irónico o destartalado que acomode el esperpento, pues queda raro, no del todo convincente. Así las cosas, el relato evidencia, a mi parecer, lo mejor y lo peor del libro: su audacia e ingenio, su voluntad de transgresión, las fricciones entre la narrativa audiovisual y la construcción literaria, un salvífico anhelo por investigar con las formas y un rigor lúdico. Valores todos ellos que hacen de Quiero ser artista no solo un libro dignísimo y con momentos brillantes, esto es: una apreciable carta de presentación, sino que nos hacen confiar en el futuro de este joven escritor argentino.

 

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

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