Una cucaracha

Kumi Yamashita

Il n’y a pas d’amour de la vérité

sans un consentement sans réserve à la mort.

Simone Weil.

 

[1] Desde niña a Elsa de Marmato le fue dado ver, en sus propias palabras, “una luz que no es luz, que es más y menos que luz (…), invisible, que revela lo que toca.” Su segunda carta a Yeison Morales, de donde proviene esa cita, también describe las sensaciones que antecedían a sus visiones. Primero dolor de cabeza; luego distancia de las cosas, sobre todo las voces, que parecían “venir de debajo del agua”; sed, garganta seca, temblor en las manos, y al final un cansancio demoledor que la obligaba a acostarse. En su infancia se tendía al borde de la carretera donde trabajaba vendiendo cocadas. En el convento, sus compañeras pronto aprendieron a llevarla a su celda antes de que le sobreviniera el desmayo.

En su monografía, valiosa por tratarse del primer esfuerzo por recuperar e interpretar la obra de Elsa, Amílcar Torres afirma que esas visiones eran una ficción, un “truco literario” que desplegaba para cultivar su imagen de “poeta maldita.” Más allá del carácter inapropiado de esa categoría para describir a una escritora mística que pasó tres décadas en un convento de clausura, mi desacuerdo con Torres proviene de una convicción, imposible de confirmar pero nutrida por sus textos. Yo creo que las visiones de Elsa eran reales para ella, experiencias sensoriales en el sentido estricto. Al especialista lo remito a los numerosos estudios de la vida y obra de Hildegarda de Bingen, cuyo caso es similar en más de un punto; y al lector casual de esta antología, al soneto 6 del primer cuaderno, que data probablemente de sus primeros años en el convento, donde la joven poeta, después de dos cuartetos de tono existencial algo ingenuo, describe la luz que a veces la invadía:

 

Me dicen que debiera huir del hueco

del mundo, en donde nada es lo que es;

donde un instante es todo, mas después

de ser no es nada, ni siquiera un eco;

mas yo dudo, sin rumbo ni interés

en encontrarlo. Cada recoveco

es una trampa. No camino. Peco.

Todo paso que doy es un traspiés.

Y de pronto tropiezo con un paso

que no he dado yo misma, y estoy ciega

de improviso en el beso incinerado

que la luz misma al sonreír me ha dado.

Entonces soy yo misma luz que juega

con la luz misma, y en la luz me abraso.

 

[2] Elsa de Marmato, la última de siete hermanos, nació bajo el nombre de Elsa Yurleidy Mosquera Mendoza en Marmato, un pequeño pueblo del departamento colombiano de Caldas, el 2 de diciembre de 1970. Su padre, Heriberto Mosquera, minero, fue sepultado por el derrumbe de un túnel cuando la niña tenía tres años. Su madre, Yohana Mendoza, era ama de casa. Luego de la muerte de Heriberto, por la cual la familia recibió una pequeña indemnización, Yohana montó una tienda de víveres y se dedicó a administrarla con la ayuda de sus hijas mayores. Los varones trabajaban en las minas. Elsa, según el testimonio reticente de su familia, era distraída y extraña. A los cuatro años comenzó a ayudar en la tienda, pero un hábito cuya naturaleza desconocemos indispuso a su madre en su contra. Meses después comenzó a vender cocadas en la carretera.

De esa época data una curiosa noticia de un párrafo publicada en la penúltima página de La patria, diario del departamento de Caldas. Un jeep del ejército encontró a una niña tirada al borde de la carretera. Los soldados pensaron que estaba muerta. Cuando se le acercaron vieron que respiraba. Tenía los ojos abiertos pero no respondía a ningún estímulo. La quisieron llevar al centro de salud. A mitad de camino reaccionó. Les dijo que se había quedado dormida. Los soldados insistieron en llevarla y ella se puso a llorar. Dijo que su familia no podía pagar y menos recogerla. Que se podía devolver a pie. La dejaron bajar y le regaló una cocada a cada uno. El redactor sugería la posibilidad de que la pequeña vendedora fuera narcoléptica y les recomendaba a los conductores que tuvieran cuidado en ese segmento de la carretera.

El producto de la tienda, la venta de cocadas y el trabajo de los hermanos no alcanzaba para sostener a la familia. En 1977, un pequeño contingente de monjas de un convento de Manizales pasó unos meses en Marmato, alfabetizando a los jóvenes. Yohana les pidió a las monjas, en cabeza de Sor Guadalupe, la madre superiora, que se hicieran cargo de su hija menor. Al principio las religiosas se negaron, y cuando partieron del pueblo lo hicieron solas. Pero semanas después Sor Guadalupe regresó para hablar otra vez con la niña, y luego de otro par de visitas decidió llevársela. Elsa ingresó al convento alrededor de octubre o noviembre de 1978 para nunca salir. En su sexta carta a Yeison Morales, la monja recuerda una conversación que tuvo con la madre superiora unos días antes de partir con ella:

 

Me preguntó qué era la luz que mi hermano Chepe decía que yo veía. Le dije que no era luz. ¿Entonces qué? Dije que no sabía bien qué era, pero era mi amiga. ¿Amiga o enemiga?

Pensé en esa agua que primero parecía enredarse con las cosas, con un árbol, con el río, con la carretera, con un perro, y después como que temblaba, como que hervía, y era claro que venía de adentro de las cosas, no de afuera. Que era las cosas, la parte que no se ve. Y también era y no era mi cuerpo. Pensé en que era amable, grande, poderosa, y en que me quería. Le dije: amiga, y ella se puso a llorar. No entendí por qué lloraba y todavía no sé, pero tengo una teoría. Sor Guada no sabía si era Él que venía a visitarme o si yo estaba loca, o algo peor; y cuando le dije que no era mi enemiga, sino mi amiga, no sólo mis palabras sino también la manera como se lo dije le dejaron claro que era Él, que a veces rozaba con los dedos luminosos a esta sierva suya, porque quería salvarla, dejarla niña para siempre. Se puso a llorar porque había entendido.

Después me preguntó si quería irme con ellas. Yo dije que no sabía. Pensé en mi carretera. A mí, querido Yeison, me gustaba mi carretera. Casi nunca pasaba nadie y la bolsa de las cocadas no me pesaba en la mano. Yo caminaba para un lado y después para el otro. Los pájaros cantaban, los árboles se mecían, detrás de la curva estaba el río. Y a veces venía Él, que no es una persona sino algo mucho mejor, y yo me tiraba al suelo, y el beso de Él bajaba del cielo y subía desde la tierra al mismo tiempo, y en su abrazo que me coloreaba de fiebre yo era libre. Le dije a sor Guada que no sabía.

Ella me cogió la mano y me dijo que tenía que irme con ella, porque lo que yo veía era milagroso, porque Dios me había escogido. Y además en el convento había comida todos los días y mi mamá estaría contenta de que yo me fuera. Claro que iba a estar contenta, si yo no servía para nada y le tocaba trabajar para darme de comer. “La luz también se va a poner contenta”, dijo sor Guada. Y fue eso lo que me convenció.

 

[3] Los años inmediatamente posteriores a su ingreso al convento son un período particularmente oscuro de la vida de Elsa. Su autobiografía, Apuntes de una sierva, da pocos detalles. Lo único claro es que fueron tiempos duros, marcados por el conflicto espiritual y el rechazo de sus compañeras.

Se ha especulado mucho sobre las causas de este último. Amílcar Torres enumera su bizquera, su notoria dificultad para aprender nombres propios, su tendencia a quedarse callada en mitad de una frase; los tabloides de la época en que se hizo famosa hablan de un “olor desagradable”, y el padre Sebastián Murillo, autor de un panfleto publicado semanas después de la desaparición de la poeta, asegura que sus visiones eran anunciadas por un “color extraño que no le gustaba a nadie”, del cual “se untaban” sus pupilas.

Es evidente que hay mucho de palabrería en esos reportes. Yo no puedo más que agregar una observación: todo visionario, trátese de un loco o de un santo, es también, inevitablemente, un paria.

Hace unos años visité el convento donde Elsa pasó la mayor parte de su vida. Es un edificio sencillo que no carece de solemnidad. La fachada da a una plaza. Hay dos portones: el de la iglesia, un arco de unos tres metros de altura protegido por dos gruesas puertas de madera, y el del claustro, una puertecita rectangular, semiescondida en un costado, que nunca está abierta. La iglesia es sobria. Las ventanas, altas y terminadas en punta, no tienen vitrales. El exterior está recubierto de yeso pero los interiores son de ladrillo desnudo. El relicario de oro, donado por un empresario alemán en la época dorada de la minería en la región, resalta como una moneda sobre un suelo de tierra. Una división de ladrillo separa las bancas donde se sientan los fieles del espacio que usan las monjas para escuchar misa.

El claustro me dio la impresión de una gran casa de familia convertida en hotel. Los dos pisos están dispuestos en forma de rectángulo alrededor de un patio central. Hay una fuente donde se bañan los pájaros, tomates, naranjos, mangos, un brevo. Hay un nicho, decorado con rosas y rododendros, donde una virgen con cara de niña abre los brazos en una especie de reproche tímido, las palmas hacia arriba. Imaginé a Elsa sentada frente a esa virgen, paseando por el patio o por el balcón del segundo piso, barriendo aquí y allá con una escoba de fique.

En el primer piso están la cocina, el refectorio, la biblioteca, la capilla y las aulas donde hoy en día funciona una escuela primaria. Mi guía no supo o no quiso decirme qué había allí en la época de Elsa. Por esos lados, como se deduce de la undécima carta a Morales, debe haber estado la celda donde pasó encerrada los últimos nueve meses de su vida. Pasamos rápido por aquel lado del claustro. Entreví un cuartito sin ventanas. Tal vez fue allí. Tal vez bajo esas losas, si es que en verdad existió, haya restos del túnel.

En el segundo piso están la oficina de la madre superiora, la tesorería, los baños y las celdas: veinticuatro habitacioncitas de tres metros por cuatro, con un catre, un taburete, una mesa y una lámpara. No hay armarios. Cada monja tiene un baúl para guardar la piyama, los objetos de aseo personal y un par de sandalias extra.

Mi guía me dejó vagar un rato por el segundo piso, siguiéndome a unos pasos de distancia. El gorjeo de la fuente se anudaba en torno a los rincones, jugueteaba con las cosas sin tocarlas. No me pareció inimaginable pasar una temporada feliz allí, en ese espacio diseñado para reducir al mínimo la diferencia entre un día y el siguiente. Pero luego pensé en el silencio obstinado de Elsa, en su fealdad, en su infancia sin amor, en su miedo patológico a la gente.

Olvidé mencionar los confesionarios. Son dos, de madera muy oscura con un revestimiento de terciopelo en el interior. Flanquean la puerta que conecta a la iglesia con el claustro. Todos los domingos en la mañana las monjas se arrodillan frente a ellos y le confiesan sus culpas al cura de la diócesis, susurrándolas a través de una rejilla. No soy un hombre de fe. Tal vez por eso me parecieron amenazantes pero anacrónicos, un par de pequeñas jaulas abandonadas.

 

 

L´escala de l´enteniment

L´escala de l´enteniment, de Subirachs – © Joan Crits

 

 

[4] La pregunta de cómo Elsa de Marmato se hizo poeta es otra más que sólo podemos responder con conjeturas. Es probable que durante su infancia no haya recibido instrucción alguna y que haya aprendido a leer y escribir en el convento. Según Amílcar Torres, los primeros escritos del primer folio, agrupados en esta colección bajo el título de “Poemas juveniles”, datan de cuando tenía dieciocho o diecinueve años. Eso me parece imposible. Un desarrollo tan precoz resulta inverosímil en extremo. A falta de información más exacta, en esta antología me atengo a los lineamientos generales de la cronología de Torres, pero no he incluido los años.

Como sea, es claro que el primer acercamiento de Elsa a la poesía de otros autores se dio por intermedio de la biblioteca del convento, que sor Guadalupe, de nuevo según Torres, administraba como si se tratara de su colección personal.

Esa monja, a quien infortunadamente el autor de esta nota no tuvo la oportunidad de conocer, ejerció una inmensa influencia en la poeta. Torres reporta que era aficionada a San Juan de la Cruz, y que podía recitar de memoria sus poemas más conocidos y varios de los menores. También gustaba de Garcilaso, Dante, Sor Juana Inés de la Cruz, Machado y Darío. En su juventud, en una revista de una universidad católica de la costa, publicó una breve, y a mi juicio forzada, interpretación piadosa del Primero Sueño. El hecho de que en los años 70 se le permitiera a aquella monja publicar sus especulaciones religioso-literarias da cuenta de su intelecto, energía y capacidad retórica, pero también de sus conexiones. Es plausible que haya sido ella quien incitó a la joven Elsa a escribir sus visiones.

 

Abrí los ojos sin abrirlos y estaba tirada al borde de la carretera de Marmato. Sabía que la luz iba a venir pero también que esta vez iba a ser especial. Esperé un rato. De pronto oí un carro. No quería desconcentrarme y me quedé quieta, aunque sentía mucha curiosidad de saber quién venía en ese carro.

Lo oí parar cerca de mí. Alguien se bajó.

Una sombra me tapó el sol. Una mano me tocó la frente. En esa mano había un calor que no quemaba, y tenía también un centro frío que no helaba, que sólo calmaba, como el hielo que le ponen al chichón cuando uno se aporrea. Yo no veía a nadie pero era claro que había alguien conmigo.

Me atreví a hablar. ¿Eres tú? Sentí su voz que cantaba sin palabras. Me estaba diciendo que sí. Era Él. El calor y el hielo de Él me llovieron desde adentro y desde afuera del cuerpo y me dejaron empapada. Él se rio, muy suavemente. Bienvenida, dijo. Era una voz en la que cabían todas las voces pero sólo era la suya, sólo una. Qué bruta soy para explicar. No sé por qué me escogió pero desde entonces le pertenezco.

 

[5] La vida de Elsa, monótona en apariencia pero pirotécnica en espíritu, nos ha dejado un testimonio tan hermoso como enigmático: su escritura. Son seis cuadernos de cien hojas, que contienen sus poemas, los relatos de sus visiones, las ochenta y cuatro páginas de su autobiografía y las once cartas que le escribió a Yeison Morales. Amílcar Torres llama a los cuadernos ‘folios’, y los numera de acuerdo con lo que él percibe como el desarrollo del estilo. Esta antología sigue esa numeración.

Los primeros trabajos imitan la poesía española de los siglos XVI y XVII. En un ensayo publicado recientemente, la profesora Ellen M. Hightower afirma que la lectura de esos poemas es “heartbreaking”[1. “Desgarradora” (Todas las traducciones citadas, a menos que se especifique lo contrario, son mías).]; puesto que es trágico que una poeta natural se haya visto forzada, por razones históricas y culturales, a escribir cosas que no pueden más que ser vistas como “a sadly crystalline curiosity, pathetically ill-suited to our times.” [2. «Una curiosidad tristemente cristalina, patéticamente inapropiada para nuestro tiempo.”] Yo, acaso porque mi gusto es más anticuado y mis lecturas más escasas, no puedo menos que gustar de piezas como este soneto, poema 19 del primer folio:

 

Si un caballo de pronto se desboca,

la hierba que no pisa aún la mueve;

si un látigo se agita cuando llueve

electriza hasta el agua que no toca.

Así tu luz, que el verso no se atreve

a tocar, porque aún así la evoca,

roza sin en verdad tocar mi boca

y le da forma, sol para mi nieve.

Tú eres la flor de vida milagrosa

que renueva a la planta decaída,

y de la misma forma silenciosa,

a esta sierva vulgar y distraída,

sutil, como quien no quiere la cosa,

al brindarle una voz le has dado vida.

 

Poco a poco Elsa comenzó a incorporar a su repertorio formas menos conocidas. En la página 23 del segundo folio se lee esta vilanela:

 

Desteje el rojo con que hiciste el día

y dame un hilo a mí para mi juego.

No dejes que la noche sea mía.

 

Dame una sola chispa, y mi sombría

alma se hará una hoguera de sosiego.

Desteje el rojo con que hiciste el día.

 

Haz vida de mi vida que no es mía,

haz centro de tu luz mi cuerpo ciego.

No dejes que la noche sea mía.

 

Y que cuando, al fin tuya en mi agonía,

vea tu mano que con desapego

desteje el rojo con que hiciste el día,

 

que haya otra luz detrás, la tuya y mía,

que sustituya el sol con nuestro fuego.

No dejes que la noche sea mía.

 

La noche es el final de cada día,

tú careces de noche. Te lo ruego:

desteje el rojo con que hiciste el día,

no dejes que la noche sea mía.

 

El tercer folio, mi favorito personal, deja atrás la camisa de fuerza de las formas clásicas. La poeta desarrolla un gusto curioso por versos poco usados en castellano: hexasílabos, heptasílabos. Su trabajo de esa época incluye esta pequeña oda a la lluvia, número 2 de ese cuaderno:

 

Cada gota tan única

que se ve casi inmóvil,

y todo bajo el agua

maravillado y dócil.

Tentación de salir

con los brazos abiertos

y sin abrir la boca

beber el universo.

 

Otro de los poemas de entonces, el número 17, es de tema erótico, lo que hace pensar que data de los comienzos de la relación (o como quepa llamarla) con Morales:

 

Escondo algo tuyo,

semilla en mi lengua,

sin temperatura

ni forma: tu nombre.

Y si lo pronuncio

la orquídea del ansia,

sin pedir permiso,

florece en mi boca.

 

También hay en ese cuaderno un poema que acaso dé cuenta de lecturas nuevas que Elsa habría conseguido por esos años, sin duda por intermedio de Sor Guadalupe. Es el único de su obra que tiene título. Es el número 32 y se llama Emily:

 

En el velero bordado con su aliento,

aunque esté sola,

es indomable.

Ora sumiso, ora intrépido instrumento

del viento propio

que la domina,

sabe blandir, nave llena de sí misma,

su voz sencilla

como aguja,

e hiriendo, abriendo, remendando nada,

con aire puro

zurcir el agua.

Mas si se ha hecho un mar entero a pulso

también es cierto

que en él no hay meta.

Ella ha elegido no tener prisión,

y la voz libre

es implacable.

 

Infortunadamente, para el cuarto folio Elsa ya había comenzado a ver a la cucaracha. Sus poemas se hicieron crípticos. Los últimos son indescifrables.

Según Amílcar Torres, eso ilustra su “caída en la locura.” Yo me resisto a secundar esa interpretación. Es innegable que los poemas del cuarto, quinto y sexto folios son menos, por así decirlo, luminosos que los primeros. Tal vez, si la producción de Elsa se limitara a ellos, esta antología no existiría. Pero esos poemas los escribió una mujer que llevaba décadas explorando la poesía en lengua castellana, como ejercicio retórico y de pensamiento pero también como disciplina vital; y es mi convicción que encierran tanto o más sentido que los ejercicios juveniles, aunque mucho de este, por defecto nuestro, no de la autora, nos esté vedado. Yo creo que lo que ocurrió, poco a poco, dolorosa, ineluctablemente, fue que Elsa se dio cuenta de que el lenguaje era la herramienta inadecuada para su búsqueda.

Uno de sus intentos de renovar o desquiciar esa herramienta son sus puntos; pequeños trazos circulares que poco a poco comenzaron a poblar sus poemas. Torres no dice poblar, sino devorar. Su teoría es que representan momentos de duda, confusión o impotencia. Que Elsa los puso ahí porque no encontraba la palabra que necesitaba para llenar ese vacío. Que son un síntoma de que la poesía comenzaba a hacérsele imposible.

Mi interpretación es diferente. Pienso que los puntos sí representan una especie de palabra. Una que tiene una relación directa, aunque misteriosa, con la cucaracha, y que no carece de sonido, pero excluye de sí la necesidad de evocarlo porque centra su esfuerzo en el significado más que en el significante. Algo de esos puntos (¿el color?, ¿la forma?) le parecía mucho más significativo a la poeta que cualquiera de las palabras que tenía a su disposición. Como prueba de esa conjetura ofrezco el décimo poema del quinto folio:

 

con · comienza

con · termina

y · por ·

la · del mundo

revela ser una ·

que su propia · ilumina

 

Tristemente, después de la irrupción de los puntos entran en juego otros caracteres (una z con una especie de relámpago que la atraviesa, un guión largo y otro corto, tres puntos dispuestos en triángulo, un rectángulo negro), y en ninguna parte Elsa ofrece la menor pista sobre su significado. El autor de esta introducción ha dedicado tres años, generosamente financiados por instituciones académicas y culturales tanto colombianas como norteamericanas, a investigar esos folios. La publicación de esta antología, de la cual se han excluido casi todos esos poemas, es el único producto de ese trabajo tan exhaustivo como frustrante. Pero no cejo en mi convencimiento de que no se trata de garabatos sin sentido, aunque me vea forzado a dejarle a otro la tarea de descifrarlos.

 

Bruscamente
Ana Hatherly, «Bruscamente», de A Reinvenção da leitura / © Casilda García Archila

 

 

[6] Los dos acontecimientos centrales de la vida personal de Elsa fueron su relación con Yeison Morales y la irrupción de la cucaracha. Los podemos reconstruir apenas en forma fragmentaria, a partir de sus cartas, sus poemas y las noticias, siempre amañadas, difundidas en la época de su fama por los medios de comunicación.

Morales tendría dieciséis o diecisiete años cuando conoció a la poeta, que lo doblaba en edad. De su madre no sabemos nada. Vivía con su padre en una vereda cercana a Manizales. Los dos eran campesinos. El viejo pensaba que su muchacho “andaba en malos pasos” —todos estos detalles provienen de la única entrevista que Morales concedió, unos meses después de la muerte de Elsa—, así que, una vez que tuvo que ir a la capital a reclamar una pequeña herencia, dejó a su hijo tres días en el convento, al cuidado de la madre superiora. Sor Guadalupe lo alojó en su propia habitación, le asignó tareas de limpieza y le prohibió hablar con las otras monjas.

Al cabo de los tres días el padre volvió por él. Dieciséis años después, cuando brotó el escándalo de la bruja de Marmato y la crónica roja escarbó en los papeles de Elsa, fueron descubiertas once cartas, cada una escrita en un año diferente, que ella le había escrito a Morales en un cuaderno reservado para ellas y que escondía en su baúl con sus demás papeles.

¿La monja y el muchacho hablaron alguna vez? El hecho de que ella supiera su nombre parece sugerir que intercambiaron al menos unas palabras, pero eso no se puede dar por sentado. Es posible que Sor Guadalupe se lo haya comunicado a las otras monjas. Y de acuerdo con Morales, él se limitó a saludarla un par de veces con un gesto al que ella nunca respondió. Lo hizo porque la cara de la poeta le había “llamado la atención.” Cuando el periodista lo buscó, se declaró sorprendido de que aquella monja le hubiera escrito once cartas que, así lo hubiera querido, nunca habría podido entregarle. Pero por otro lado, a juzgar por los poemas y las cartas, no sólo hubo palabras entre los dos, sino también caricias, acaso un beso, y una larga conversación susurrada a través de una grieta en la pared de uno de los baños.

¿Quién dice la verdad? ¿Ella, él, ninguno de los dos? Para este estudioso ambas historias resultan plausibles. En la imaginación se superponen, se espejean, se complementan casi tanto como se contradicen. Al final queda una bruma en la que lo único claro es la intensidad inusitada del sentimiento de la poeta por aquel joven, que si confiamos en su versión, fue el único hombre con quien pudo conversar en su vida adulta. (No creo que la confesión cuente como conversación). Por eso, más que trágico es infame que, en su entrevista, lo único que Morales dijo recordar de la mujer que le dedicó todas esas páginas fueron sus ojos, porque eran bizcos. “No se sabía pa’ dónde estaba mirando”, transcribe el periodista. “Por eso me gustaba saludarla, pa; que volteara a mirar y yo pudiera detallarla. Nunca había visto una cara tan rara, ¿sí me entiende?”

 

[7] A la manera de los poemas de los últimos folios, las visiones de la cucaracha están salpicadas de puntos, guiones y otros caracteres que dificultan de forma creciente la lectura. Sin embargo, tal vez porque se trata de prosa en vez de poesía, se pueden colegir detalles.

La primera visión hace eco en buena parte de una de las más comunes de la infancia de Elsa. Está tirada en la carretera que conduce a Marmato, la bolsa de las cocadas abandonada, mirando el cielo. Su cuerpo anticipa la llegada de “Él”. Escucha un motor que se acerca. Cierra los ojos. El auto se detiene, alguien se baja, le tocan la frente. Ese contacto es mágico y humano a la vez, está lleno de una especie de tibieza “con un centro de hielo.” No hay diálogo. Elsa le habla a quien la está tocando y no obtiene respuesta. Sí hay, sin embargo, una especie de crujido.

Elsa, por fin, abre los ojos. Ante ella hay una inmensa cucaracha, erguida sobre las dos patas anteriores. Con una de las posteriores le está acariciando la frente. Los ojos compuestos son hondos, laberínticos; dos pozos erizados de pequeños huecos, abiertos de par en par, en cada uno de los cuales “cabría el universo.”

Lo terrorífico (¿lo luminoso?) es que Elsa no siente miedo, ni siquiera extrañeza. La presencia de la cucaracha le parece tanto previsible como milagrosa. (No ignoro que ese es un oxímoron, pero son palabras textuales de ella). La cucaracha se inclina todavía más hacia la visionaria. Abre y cierra las mandíbulas. Elsa sonríe. Los ojos crecen a medida que el insecto se acerca y a la monja la inunda el ansia de hundirse.

De pronto una especie de gravedad invertida la arranca del piso y la dispara hacia arriba. Se ha hecho diminuta y la cucaracha ahora es el universo. Cae hacia uno de los ojos, con los brazos abiertos, henchida de libertad, como si estuviera volando. Antes de que se estrelle contra el suelo pantanoso del laberinto, despierta. Y entonces, ya despierta, siente por fin el horror de que en su visión “Él” haya sido reemplazado por una cucaracha. Fue en ese momento, escribe Torres, que a Elsa de Marmato la venció la esquizofrenia.

Desde entonces la cucaracha fue el centro de sus visiones. En una era pequeña, del tamaño de una real; Elsa la recibía con la lengua, al estilo de una hostia, durante una misa oficiada por un hombre altísimo de manos perfectas. En otra, ahora gigantesca, fungía como barca, y la visionaria navegaba en ella por un río grisáceo hacia una luz en la distancia. Sentía miedo hasta que bajaba la mirada y veía que era la cucaracha la que la llevaba en esa dirección, las patas remando, las antenas erguidas. Al terminar las visiones, la calma y la especie de amor con que Elsa la veía durante su éxtasis eran reemplazadas por el asco.

No sabemos cuántas visiones de ese tipo tuvo la poeta. Sin duda fueron numerosas. Poco a poco perdió la serenidad que la había caracterizado por dos décadas. Se volvió irascible. En algún momento le debe haber revelado a alguien, probablemente a Sor Guadalupe, lo que le estaba ocurriendo. Sería comprensible que esta, aterrorizada, hubiera contactado al cura de la diócesis. Fue el comienzo del fin.

El sacerdote se llamaba Antonio Cabrera. Había estudiado en un seminario de Manizales, donde se había distinguido por su oratoria y por la sabia melosería con que trataba a sus superiores. Su reacción al enterarse de que una monja de su diócesis tenía visiones con cucarachas fue declararla poseída. Elsa fue sometida a exorcismos, primero presididos por Cabrera, luego por otros sacerdotes. En 2003 se le envió al Vaticano una solicitud para que enviara a un experto en expulsar demonios. Fue entonces que los medios se enteraron del asunto.

Este estudioso no desea medrar en el circo en que se convirtieron esos meses. Baste observar que, mientras la diócesis esperaba al italiano, se les permitió a los periodistas hablar en repetidas oportunidades con la poeta, que había sido confinada en una celda diminuta, apartada de las demás. El mismo Cabrera concedió entrevistas, en las que pintó a Elsa con los más oscuros e implausibles colores y se representó a sí mismo como una figura providencial, dado que, de no ser por su intervención, las pobres monjitas “nunca habrían sabido qué hacer con la víctima de Satán que moraba en su seno.”

El final enigmático de la farsa el lector lo conoce, pero lo referiré para no dejar cabos sueltos. El italiano, un tal Mazzini, llegó al convento en una noche de lluvia. Durmió en la sacristía. La mañana siguiente, cuando se lo condujo a la celda, la monja no estaba ahí. Bajo unas losas sueltas se descubrió un estrecho túnel que conducía a la oscuridad. El exorcista pidió una linterna y se aventuró túnel adentro, seguido por Cabrera y Sor Guadalupe. Llegaron a un callejón sin salida. Lo único que había en el extremo del socavón era una cucaracha. Estaba muerta.

 

A Caverna - Guy Laramée (detail)

© Guy Laramée – A cavern (detail)

 

[8] Gracias al deleznable escándalo mediático de los meses posteriores, a Elsa se la conoce como “la cucaracha humana de Marmato.” Se han publicado libros que aseguran que era bruja. Se ha filmado un documental. Cabrera, quien después del escándalo renunció a la Iglesia Católica, se ha hecho a un dudoso prestigio como curandero y “experto en energías.” Poco, por no decir nada, se ha hablado de los cuadernos, que en opinión de un número exiguo pero creciente de lectores deberían ser la razón de la fama de su autora. Gracias al esfuerzo seminal de Amílcar Torres, fragmentos de esa obra singular han comenzado a divulgarse, a pesar de las protestas de un sector de la Iglesia colombiana, que ve todavía en esas páginas, incluso en las más inocentes, la huella del diablo. Ha sido en el exterior, como era inevitable, que la obra de la visionaria de Marmato ha comenzado a cobrar fuerza. Hace unos meses se realizó en Vancouver la primera mesa redonda dedicada a su obra, con la presencia de catedráticos de Europa, Asia y los Estados Unidos. Tristemente, el único colombiano era el autor de esta introducción.

¿Qué pasó con su cuerpo? Las teorías son tan numerosas como delirantes. La más popular es que se convirtió en cucaracha y descendió a los infiernos. Otros aseguran que escapó. En una calle adyacente al convento se vendían hasta hace poco los supuestos restos de su sayo, que habría rasgado en la calle después de saltar por una ventana, para luego salir corriendo, alabando a Satán a voz en cuello, y extraviarse en el monte.

Mi conjetura no es esotérica pero sí igual de oscura. Creo que nunca hubo túnel y tampoco cucaracha. Que algo salió mal (¿qué?) en el exorcismo del padre Mazzini, o que simplemente el plan no era exorcizarla; y que la idea brillante de Cabrera fue urdir como coartada una ficción inquietante, a sabiendas de que cautivaría a la opinión pública con tal intensidad que nadie querría creer otra cosa.

Sea cual sea la verdad lo que importa es la poesía. Por eso quisiera que un poema del cuarto folio, el número 5, que según Torres fue escrito poco después de la primera visión de la cucaracha, y que este lee como una “premonición poética” del final de la vida de la autora, sea la conclusión de esta nota preliminar. Porque una historia obtusa inventada por los tabloides y por sacerdotes astutamente piadosos no debería sepultar en el olvido el paradójico brillo verbal de la obra de Elsa de Marmato. Dice el poema:

 

El negro

y el blanco

son uno

y el mismo;

la luz

es la sombra,

el cielo

el abismo.

Yo abro

los brazos,

de todo

embebida,

y caigo

volando.

Mi muerte

es mi vida.

by Humberto Ballesteros Capasso

(Bogotá, 1979) ha publicado Escritor en el aire (Pluma de Mompox, 2012; cuentos) y Razones para destruir una ciudad (Alfagura, 2013; novela). Su relato Una cucaracha hace parte de una recopilación inédita titulada Cuaderno de entomología.

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