Natura

Jordi Garriga - El paraíso (2010)

 

Siempre era más o menos igual. La condición primera era que él saliera por trabajo y, como segundo, que los nenes estuvieran planchadísimos o -mejor todavía- que fueran a lo de su papá. Si esas cosas se daban, me llamaba. Doy por sentado el morbo de invitarme a su casa para coger en la cama donde coge con su pareja, porque eso no se explica apelando a la comodidad; sus hijos podrían despertarse y ver a un desconocido yendo al baño en la madrugada. Y, por supuesto, el tipo puede aparecer y encontrar a su pareja con otro hombre. Yo hubiese preferido telo, pero no había forma de convencerla, me decía que en los telos nunca podía llegar. ¿Qué le iba a decir?

Esa noche, de nuevo, me pidió que le hiciera “el amor por atrás”. Me resultaba ridículo que le dijera así al sexo anal así que yo, para joder, le decía que lo nuestro era contranatura. ¿Por qué me hablaba de esa manera tan estúpida? Podría ser que pese a todo, en su retorcimiento, conservara zonas de pudor. No lo sé.

Estábamos riéndonos. Tomaba aire, me recuperaba para arrancar otra vez mientras la escuchaba hablar de un libro de Aldous Huxley que estaba sobre la mesa y yo mandaba un ajá de compromiso cada tanto porque nunca me gustó demasiado el autor. Hizo un comentario sobre la sociedad estructurada desde la biología y yo sentí que daba pie para que interviniera y le contara que Thomas Huxley, el hermano biólogo del escritor, fue contemporáneo y partidario de Darwin, y que el dato quizás podía significar que las críticas que Aldous incluía en su obra fueran en verdad la continuación de una discusión con él, algún ajuste de cuentas familiar trasladado a nivel editorial. Estuve a punto de hacer la acotación pero me quedé callado al escuchar el ruido de una puerta. Esa fue mi reacción, el silencio. Igual me dispuse a seguir con el impulso de contarle porque la pared que nos separaba del departamento de al lado parecía -como en la mayoría de los edificios de esta ciudad- de cartón, y eso explicaba cualquier ruido. Nadie puede estar del todo solo en esta ciudad y nadie puede sentirse en verdad acompañado, entablando un vínculo de intimidad, porque es imposible abstraerse de los ruidos. Pero entonces fue ella la que me cortó a la tercera palabra. Callate que escuché algo, me dijo. No tuve que dedicar especial atención, un segundo después se oyó con total claridad la secuencia de sonidos que no quería oír. Uno a uno, a medida que los escuchaba, los fui interpretando: manojo de llaves apoyándose en la mesa, heladera que se abre, el vidrio de una botella chocando contra otra, el vaso sobre la mesada, el abridor venciendo la resistencia de la tapa, el efímero ruido del gas. Tomaba cerveza. Lo siguiente iba a ser su mano en el picaporte a punto de descubrir nuestra desnudez.

No era necesario que yo lo conociese ni que pensara mucho en cómo le afectaría vernos para deducir que encontrarnos en otra parte de la casa que no fuera el dormitorio, en el living o en la cocina, sólo charlando, hubiese sido lo mismo. Yo no sabía mucho de él, salvo su nombre y que laburaba como un infeliz en una de esas empresas que tapizan la explotación con buena onda y un supuesto prestigio que parece compensar los viáticos de mierda que le daban cuando tenía que tomarse un avión a otra provincia, para representar a la marca. Sabía eso y las cosas que le hacía padecer a Mariana, por lo que el hecho de volver así de la nada no era del todo extraño. Otras veces había llamado casi de madrugada, vigilándola a distancia con cualquier excusa. ¿Le cancelaron el vuelo o lo perdió a propósito? Ya no tenía sentido saberlo.

Salté de la cama, me vestí como pude. Ella también. Se me ocurrió que era preferible encararlo a que entrara en la diminuta habitación, como si pasar del estado pasivo al activo modificara la esencia de lo que estaba por suceder. Yo salí primero.

Lo vi. Nos miramos. No dije nada. No dijo nada. Ella salió después. Se miraron. No parecía herido por la infidelidad. Él tenía una sonrisa en la cara, le alegraba confirmar que su mujer lo engañaba, estuve seguro. Empezó a insultarla mientras se reía con hilaridad. Lo que salía de su boca nada tenía que ver con el gesto con el que se expresaba. Me centré en sus muecas; causaban gracia, sentí que me invitaban a reírme también. Pero no lo hice. «¡Qué hija de puta!, ¿no es que eran locuras mías?», repetía cosas así. Fue aumentando el volumen de su voz. Su enojo también. Se agarraba la cabeza y cada tanto volvía a sonreír, repitiendo en distinto orden los mismos insultos pero en un tono cada vez peor. «Puta, cerda, basura». Hasta que sus gritos despertaron a los nenes. El de 5 salió de su cuarto y se abrazó a las piernas de su mamá. Al más chico lo sentí moqueando detrás de la puerta. Resultaba obvio que no era la primera vez que oían gritar a la pareja de su madre: su comportamiento presentaba la espontaneidad del miedo, pero también la marca de lo conocido. Los imaginé parte de la fila de niños japoneses que avanzan secándose las lágrimas pero en absoluto silencio, siguiendo los lineamientos de un plan de evacuación que practicaron mil veces en el colegio y que, si todo sale bien, los llevará a tierras más elevadas, a salvo del tsunami.

De mi bolsillo saqué las llaves del auto. «Tomá, andá con los nenes a lo de Jime o a algún lado», le dije. Si él se movía para impedir que ella se fuera, iba a descuidarse y yo lo iba a aprovechar. Un movimiento en falso y se terminaba todo. Yo no iba a fallar, estaba seguro de mi instinto. Si hubiese tenido una mandíbula potente y él giraba el cuerpo, creo que eso hubiera bastado para desencadenar un ataque de mi parte que terminara con los colmillos hundidos en su yugular. Sabía de perros que una vez que prenden no sueltan por nada del mundo, ni siquiera muertos. ¿Cuál era peor?, ¿el pitbull, el rottweiler o quizás el bulldog?. ¡Ah, el bulldog! Eso tampoco llegué a comentarlo: como Thomas Huxley defendía con ferocidad el evolucionismo, lo llamaron el bulldog de Darwin.

Pero Sebastián no era tan tonto y se dio cuenta de mi espera. O tal vez también fue su instinto. Inmóvil, se quedó de frente. Me miraba. Ya no sonreía. Mariana cruzó el living temblando a través del espacio entre él y yo, envuelta en lágrimas y con sus hijos aúpa. Sin bajar la guardia, giré apenas mi cabeza a la derecha para ver su espalda, sus últimos pasos. Volví a mirarlo. De repente el frío me tomó desde los pies, el aire entraba por el pasillo. Recién ahí noté que estaba descalzo. Desee estar con zapatos o al menos contar con unas medias que me cubrieran un poco. O tener las piernas muy peludas. Aunque existen discusiones sobre el motivo exacto, se debe a razones adaptativas el hecho de que el homo sapiens haya perdido su pelaje en todo el cuerpo salvo en la cabeza. El frío me entumecía los dedos. Arqueé la planta del pie derecho y lo sacudí; a lo mejor, dentro de muchas generaciones en el futuro, volvamos a tener pelaje. ¿Será mucho pedir que nazcamos aunque sea con patas de lana? Él seguía quieto, con los músculos de la cara hinchados de furia. La expresión lo volvía horrible. Su cabeza era enorme. Su cara con pozos, los ojos encendidos y el cuello grueso parecían responder a algún experimento genético fallido, puede que a la cruza de un perro de riña con toro. Tragué saliva. Escuché la puerta cerrarse detrás de Mariana y quedé a la espera de descubrir qué tan apto soy para la supervivencia.

by Horacio Bonafina

es psicólogo polirrubro y freelancista cultural (google podría aportar otros datos). Tiene una novela inédita con la que espera hacer algo el próximo año. También rumia su frustración ad honorem en twitter y medium como @HoracioGris

3 Replies to “Natura”

  1. 1
    Angel

    Emocionante. Caballeresco. Supongo que es solo un pretexto para contar lo de Darwin y Huxley. Ahora tendré que investigar la veracidad de los datos. Buen relato de infidelidad. Y por supuesto, la emoción de una pelea que seguramente perderá.

  2. 2
    Angel

    «Siempre era más o menos igual. La condición primera era que él saliera por trabajo y, como segundo, que los nenes estuvieran planchadísimos o -mejor todavía- que fueran a lo de su papá. Si esas cosas se daban, me llamaba.»

    Voy llegando del gimnasio. Lo he vuelto a leer. Ya entendí los términos PLANCHADÍSIMOS y A LO DE SU PAPÁ. Bien dormidos. Acompañar a su papá.

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