No es fácil decidir si un libro es realmente bueno, y es sencillamente ingenuo pensar que cualquier decisión sobre la calidad de un libro, aunque venga de Harold Bloom o de Jonathan Culler, será válida para otras personas o para otras épocas. Por muy razonada que sea mi decisión, es posible que me haya gustado un libro sobre -no sé- Nueva Orleans, porque me trae gratos recuerdos de cuando viví en Nueva Orleans, mientras al resto de la gente le parece insoportable. Y nada garantiza que lo que más aprecio en la literatura (unas descripciones muy bien construidas, por ejemplo, o un uso suculento y sorpresivo del lenguaje) siga siendo considerado un criterio sensato de juicio dentro de unos años. Puede ser que un lenguaje suntuoso, como el de Cunningham en The Hours (por mencionar un caso de lujo), se entienda como excesivo, decadente, lo que sea, y resulte visto como un indicador de mala literatura.
Así que determinar la calidad de un libro de manera objetiva no es posible. Y sin embargo, algo así esperamos de los concursos literarios. Eso, en principio, debe generar algo de desconfianza de la decisión final. El esquema se distorsiona aún más cuando añadimos los intereses comerciales que rodean los concursos organizados por editoriales, para premiar textos no publicados. En un blog colombiano se han dado unas discusiones interesantes sobre esto. ¿Cómo no escandalizarse con algunos ganadores o finalistas de concursos prestigiosos? Además, ¿cómo no va a generar la mayor suspicacia el premio mejor remunerado de todos, el más grande (para un texto inédito) no sólo de las letras hispanas sino del planeta entero? Me refiero, desde luego, al Premio Planeta.
No obstante, debo confesar que recuperé cierta confianza en los concursos esta semana, al leer El mundo, de Juan José Millás, la obra ganadora del Premio Planeta en 2007. El mundo sí que merecía ser ganadora del Planeta.
Esta novela me gustó. Lo digo sin condicionar mi apreciación. No me lo esperaba cuando empecé a leer. Sin embargo, mientras pasaron las páginas la voz me pareció muy convincente. La voz es la del autor-narrador, que se enfoca en su infancia. Su vida fue muy difícil, incluyendo grandes tribulaciones económicas y el tiempo que pasó en un centro de tortura infantil que fungía como un centro de enseñanza. La voz del narrador no es lastimosa, ni siente él mismo, como adulto, lástima por su infancia. Siente asombro. Y compartí el asombro, tanto con las vivencias del narrador como con su peculiar relación con el lenguaje. Las descripciones de cómo se hizo escritor y cómo ve el oficio de escribir me parecieron muy valiosas. Es un logro que se haya mantenido en el presente, como un adulto mirando hacia atrás y no como un adulto intentando replicar la voz de un niño. Esto le da una perspectiva creíble y muy atractiva.
El texto se centra en los primeros años de infancia de Juan José Millás, primero en una pacífica Valencia y poco después en Madrid, viviendo en condiciones de penuria. Juan José tiene un amigo enfermo que se llama el Vitaminas, vive en una casa hacinada, se enferma de anginas, sufre episodios de fiebre, cree haber encontrado un barrio de muertos, muestra interés en la hermana del Vitaminas (se llama María José) y pasa una temporada de horror en ese centro que enseñaba mediante azotes, que Millás sospecha les producían placer venéreo a sus educadores-torturadores.
La narración se mantiene casi todo el tiempo en esa época, pero el narrador interviene con frecuencia desde el presente en el que escribe (contando, por ejemplo, de sus citas al psicoanalista o de libros que ha escrito a partir de experiencias concretas de su infancia). Además, hay algunos episodios tomados directamente de la edad adulta del narrador. Tres de ellos, quizás los más largos, son cuando el narrador describe una aventura larga y maniática en la fiesta de un editor, cuando narra sus experiencias con las cenizas de sus padres y cuando tiene una serie de reencuentros, en la universidad y también años después, con María José, aquella niña que le gustaba y que, cuando adulta, demostró ser detestable.
El mundo es una bildungsroman, pero principalmente centrada en la escritura: narra cómo Juan José Millás pasó de ser un niño pusilánime y espectral a convertirse en un escritor. En el camino descubrió su creatividad, la capacidad para contar historias, la fascinación por la lectura. La escritura aparece mucho en el texto. Hay cantidad de reflexiones al respecto, algunas de ellas muy buenas. Por ejemplo, encontramos una frase recurrente en el libro; la dice por primera vez el papá del autor, al probar un nuevo bisturí eléctrico: “‘cauteriza la herida en el momento mismo de producirla’” (p. 8). Inmediatamente comenta el narrador que en eso, como escritor, se ha parecido a su papá, porque “la escritura abre y cauteriza al tiempo las heridas” (p. 8). Hacia el final, el narrador la describe como la “frase fundacional de esta novela, quizá del resto de mi obra” (p. 225).
Y hay más, muchos más comentarios sobre la escritura. Destaco algunos: “Sueño, a veces, con una escritura que me hunda y me eleve, que me enferme y me cure, que me mate y me dé la vida” (p. 29). “A veces nos preguntan cómo surge el argumento de una novela y tenemos que callar o mentir porque la justificación real es demasiado inverosímil” (p. 136). “A veces, en las novelas se filtran fragmentos de realidad que dejan manchas de humedad, como una gotera en la pared de una habitación” (p. 136). Por último: “Escribir bien presupone escribir al dictado de aquella parte de ti que permanece dentro del delirio cuando la otra sale de él para comunicarse con los demás o para ganarse la vida” (pp. 224-225).
En las discusiones con María José, ya adultos ambos, Millás retrata una crítica ágrafa, frustrada por el hecho de no publicar sus propios escritos pero de cierta manera confiada de que no escribe porque el mundo no está preparado para su genialidad. A todos les resultará conocido este tipo de personaje. Millás lo describe muy bien: “Le pregunté [a María José] si escribía y dejó entrever que sí, aunque lo hacía para un lector todavía inexistente, por lo que no podía ni soñar en encontrar editor. Mientras la Historia alumbraba a aquel lector superior, y para colaborar a su advenimiento, había decidido dedicarse a la crítica literaria” (pp. 152-153). Y: “observaba ante mí [en María José] la actitud perdonavidas de los escritores que no escriben” (p. 168).
Otra obsesión del autor, relacionada con aquella de la escritura, es la que tiene con el lenguaje. Él constantemente describe cómo aprendió palabras, lo extraños que resultan algunos términos que hemos llegado a naturalizar y por lo tanto a no notar, las calidades evocativas de ciertas palabras. Esto me hace pensar en el primer capítulo de A Portrait of the Artist as a Young Man, sólo que allá Joyce trata de esconder y encriptar (como siempre en Joyce) su relación naciente con las palabras, mientras aquí Millás pone todas sus cartas sobre la mesa.
He dicho que la escritura y el lenguaje son obsesiones del narrador, y falta decir que es un personaje obsesivo, en el que pululan cantidades de desajustes psicológicos. A veces siente que se queda sin oxígeno en lugares donde hay personas (esto le sucede, con enorme dramatismo, en la escena en la casa del editor), a veces siente que está cruzando portales hacia otros mundos. Pasó mucho tiempo en sesiones de psicoanálisis, buscando vencer algunos de sus miedos más obsesivos. No cuenta su situación con lástima, ni la produce. Me parece intrigante, ciertamente algunos de los desajustes se han traducido en creatividad. Tiene una capacidad, por ejemplo, para entrar en una mentalidad que podríamos llamar mística, que asocia con su calle (donde experimentó esta mentalidad por primera vez). Las cosas, en esos momentos, se ven completamente distintas y por lo mismo establece una relación distinta con el universo. He aquí una frase diciente de la manera de percibir del narrador: “El orden cronológico, por lo que a mí respecta, es tan arbitrario como el alfabético: una convención que en mi cabeza no funciona todos los días” (p. 204). De hecho, esta manera mística de ver el mundo parece ser la que le da el nombre a la novela.
El lenguaje de la novela no es suntuoso, pero tiene un muy buen ritmo. Algunas descripciones específicas me parecieron muy bien logradas. El autor no desacierta cuando describe la escritura en general como algo que “no tiene que ser bello, sino eficaz” (p. 27), que aplica muy bien para el tipo de prosa que produce. No sé por qué me gustó tanto, por ejemplo, esta descripción del vendedor de hielo: “desde allí observé un día al repartidor de hielo, que transportaba en un carro de dos ruedas aquellas barras traslúcidas que al acariciarlas se deshacían dejando en la mano una lámina de agua” (p. 49). Y esta me pareció muy bien pensada, hacia el final de la novela: “El nombre es una prótesis, un implante que se va confundiendo con el cuerpo hasta convertirse en un hecho casi biológico a lo largo de un proceso extravagante y largo” (p. 232).
En fin, la recomiendo. Vale la pena entrar en este mundo de Millás, un justo ganador de aquel premio tan controvertido y anhelado. Ojalá los demás ganadores me aumenten la fe en los concursos.
es escritor y abogado. Ha sido profesor universitario y editor. Nacido en Cali, ahora vive en San Juan. Ha publicado Veneno y La muerte y otras cosas que se confunden con el amor.
Por favor no se encuentran los nombres de los padres biológicos de Juan José Millás.