Fábulas de una posguerra sobre ruedas

Sólo las malas crónicas deportivas hablan de deporte. Ningún objeto más obviado en las buenas que un balón a los pies de Messi, que una raqueta en manos de Nadal, que las ruedas fatigadas por la embestida de las piernas de quien las monta. Sus verdaderos protagonistas son las lluvias que deciden ganadores, el temblor con el que responden los travesaños ante el abatimiento de un pelotazo y que desfigura las caras de unos aficionados y despalidece las de otros, el grito irrefrenable que inaugura un saque.

A veces los deportistas hacen los deberes (Alemania – Brasil 2014) y otras los cronistas hacen magia. Será difícil que exista otro Giro como el de 1949 porque su grandeza no se la concedió su pelotón, sino uno de los enviados especiales que lo cubría. Todo redactor tiene que entender que las maravillas del deporte no suceden en el terreno de juego, sino en las palabras que él les concede. Si además quiere relatarnos la segunda Gran Vuelta ciclista, tendrá que prepararse para competir con el ingenio de Dino Buzzati y su Italia de fantasía.

Para entonces, este escritor que siempre se presentaba como periodista ya llevaba cuatro novelas publicadas, entre ellas El desierto de los Tártaros (1940). Fue el Corriere della Sera, periódico para el que trabajó como corresponsal de guerra y con el que colaboró toda la vida, el que le envió a cubrir la carrera. La editorial Gallo Nero publica ahora esas crónicas bajo el título de El Giro de Italia. Poco importa ser o no un entendido del ciclismo; el cronista confiesa pronto que nada sabe sobre el tema.

Los que mandan aquí son el adjetivo y la metáfora. Al sol se le impone su capacidad abrasadora y sus rayos tatúan de azotes los dorsales; las montañas se transforman en tormento, en rodillas quebradas, en derrotas humillantes y en victorias exhaustas; el asfalto es ritmo, respiraciones forzadas, sudores; kilómetros concretos se ganan el sobrenombre de «Escapada»; los espectadores a veces regueros de puntos negros que pululan horizontes, otras amasijos de carne y colores cacofónicos.

En alguna página, una bici desnuda de atributos.

A quién vamos a engañar, todas esas colecciones de reglas que retratan cada uno de los rostros del deporte responden a caprichosos y extravagantes juegos oulipianos; un pie contra un balón es condición para un sobresalto cardíaco, un esprín inesperado formula esperanzas y decepciones. Como en la música, jugar es diseñar un laberinto de tensiones y relajaciones para el espectador. Los rostros del deporte son los géneros del jazz.

Cuando deviene literatura, a quien leemos es a Homero, a Virgilio, a Garcilaso. Los ciclistas que atraviesan la Italia de Buzzati son los más tenaces herederos de Eneas. No en vano el cronista compara a las dos promesas de su Giro con héroes de La Ilíada: Bartali y Coppi una vez fueron Héctor y Aquiles, que hoy son Cristiano y Messi.

Alguien me dijo una vez que el último bastión de la épica narrativa resiste en la sección de deportes de los periódicos. Nunca me aficionaré al ciclismo porque ninguna carrera será como la que se me ha contado en este libro. La emoción va amarrada a las ruedas, al balón, a las redes, pero la épica se queda en las palabras. El mejor deporte, dentro y fuera de sus terrenos de juego, de sus canchas y de sus carreteras, es el que transmuta en poesía.

Un viaje en chatarra romántica

Al género deportivo le ocurre como al policíaco: ambos funcionan bien como espejo de la sociedad que los protagoniza, los contempla y los padece. Esta crónica-novela del Giro’49 da comienzo en la oscuridad de un camarote de segunda clase, bajo el susurro musical de un ventilador. La primera etapa de los corredores más osados es marítima y nocturna. Los precavidos, temerosos de los males que del mar se cuentan, atraviesan la noche italiana en ferrocarril.

Hay etapas que cruzan villas pobladas por sirenas, perros de dos colas, empecinados competidores anónimos, pueblecitos de fábula encaramados al mar y abastecidos por bosques encantados. Hay otras donde la velocidad se vuelve obscena cuando impide al ciclista deleitarse en el paisaje de respiraciones primigenias. Las piedras, el viento y el sol sepulcrales de Cassino esperan adormecidos algunos kilómetros más allá, donde los fantasmas de la guerra renuncian a presenciar la carrera para cederles la vista a los vivos de la nueva ciudad que están erigiendo al otro lado del valle. Esta Vuelta también esconde una Trieste arrepentida, una banda de música orquestada por los ahorros de un apasionado ciclista retirado, muchachitas en flor, policías ineptos, un imprescindible hermano gemelo. El Giro de Buzzati es un documental sobre la Italia insólita.

La fama que precede a dos de sus velocípedos los convierte en inevitables protagonistas de la competición. Coppi y Bartali se han ganado una descripción del rostro y de sus costumbres: una paciencia arrogante que les llevará a correr a la defensiva y asegurar siempre el estratégico tiempo mínimo ante las escapadas de otros miembros del pelotón. En ocasiones, cae sobre uno de ellos el humilde y cruel reproche del cronista y de los pueblos perdidos que le aguardan detrás de las montañas (Bienvenido, señor Bartali); a quien una vez ha sido un héroe nunca más se le perdona el fracaso. ¿Conseguirá alguno de los dos la victoria cuando acaben los 4.070 kilómetros de montañas, valles, volcanes, nubes, vientos, soles, ruinas y, ante todo, espectadores variopintos?

En la retaguardia de la competición, la historia de un maillot negro, estandarte de la derrota, y la estoica épica de su portador, uno de esos ciclistas que, como tantos otros, una vez abordó en Génova el Saturnia y se soñó bicicleta vencedora (el destello inesperado que escapa del pelotón y atraviesa infatigable un mapa de geografías remotas y pintorescas) bajo el susurro musical del ventilador de un camarote de segunda clase.

by Borja Criado

nació entre un desierto y un mar del sur de Europa hace treinta años y empeñó buena parte de su tiempo en leer. En un acto suicida, se licenció en Teoría literaria y se dedicó al periodismo cultural. Estos días sobrevive dando clases de literatura y escribiendo para un par de revistas mexicanas.

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