En México, pocos autores noveles tienen la oportunidad de un lanzamiento editorial de primer nivel. La mayoría publicará su primer libro en uno de los múltiples fondos editoriales estatales o federales, conseguirá una breve nota en un periódico de provincia y luego el libro hará polvo en la bodega de la institución que lo edita. Para ser justo, habría que decir que la mayoría de esos primeros libros merecen ese destino. Es un corolario de la Ley de Sturgeon. Lo injusto radica en que en un pequeño porcentaje de esos libros embodegados merece una mejor suerte.
Quizá por eso —y porque todos los autores de estos libros que mueren apenas se seca la tinta de la imprenta opinan que merecían una mejor suerte— cuando un autor novel deja de ser inédito en una editorial prestigiosa —y por prestigiosa me refiero aquí a una editorial que tiene la capacidad de tener una distribución honrosa, de conseguir algo de atención en la prensa para sus autores y pagar un par de botellas de vino para la presentación— se desata inmediatamente la nube tóxica de la envidia. Incluso me atrevería a formular una nueva ley: el grado de toxicidad de la nube de la envidia es directamente proporcional al prestigio de la editorial en la que publica el recién estrenado escritor.
Por supuesto, éstos no son los únicos libros que generan nubes tóxicas, se entiende, ni las que generan las más grandes, pero son de los que las generan con mayor seguridad. Ahora, esta nube de material dañino puede sufrir dos destinos. Si el viento es bueno —por ejemplo, si el libro resulta una revelación o hay muchos libros buenos editados en ese momento— se disipa y sus efectos apenas se sienten. Si no hay mucho viento —y hace tiempo que por acá no hay más que una leve brisa— la nube se asienta y comienza a afectar el ambiente.
En torno a Papeles falsos hay una nube tóxica de buen tamaño, cuyos efectos se dejan sentir desde hace casi un año. No voy a detenerme demasiado en los pormenores. Baste decir que éste fue uno de los libros de los que más oí hablar el año pasado, sin que nadie lo hubiera leído. Se hablaba mucho de quién y dónde lo había reseñado, con qué propósito, para agradar o hacer o enojar a quién. ¿Se aplicará también a la literatura el dicho popular que reza “qué importa que hablen bien o mal, mientras hablen”?
Depende, creo, de lo que entendamos por literatura. En este caso en particular, si por literatura se entiende el intercambio social de una pequeña élite que asiste y discute y chismea en eventos culturales bajo el auspicio del Estado —lo que como una broma de mal gusto se da por llamar la República de las Letras— parece en último término que la nube tóxica resulta beneficiosa. Si entendemos por literatura un proceso comunicativo que comienza con la escritura de una obra y culmina con su lectura, quizá no tanto. Lo cierto es que un grupo de científicos rusos ha corroborado que los efectos de la nube tóxica no empeoran ni mejoran la calidad intrínseca de un libro.
Para los románticos a quienes les gusta pensar que la literatura es un asunto a largo plazo, en que el tiempo es el máximo crítico literario, la recepción inicial de un libro importará muy poco. De todas formas no lo iban a leer hasta dentro de 50 años. Para los que vemos la literatura como un estado de cambio constante, una discusión permanente sobre el estado de la humanidad, esa primera recepción resulta más problemática.
Dado el alance de la nube tóxica, tal vez los lectores fuera de México serán los más extrañados por el párrafo anterior. No tienen por qué saber de las discusiones en cafés al aire libre ni cantinas libres de humo en torno a este libro. No tienen que sufrir los efectos tóxicos de la envidia en el ambiente, aunque tienen que lidiar con fenómenos contaminantes similares en sus localidades. Propongo que no nos compadezcamos los unos a los otros, ni nos dediquemos todos a leer sólo libros de extranjeros o de autores muertos. Intentemos una lectura mesurada, como si cada vez que leyéramos un libro al que acompaña una nube tóxica— leyéramos el libro con una escafandra puesta mientras leemos el libro bajo el mar. Claro que eso ni siquiera eso puede evitar que algo de la toxicidad se filtre.
¿Tiene algo que ver Papeles falsos con la envidia o con accidentes químicos? No. Va de mapas, ciudades, libros y lenguas, que acaso sean todos la misma cosa.
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Comienzo a leer Papeles falsos y me encuentro, en la primera línea, con la siguiente reflexión: “Buscar una tumba en un cementerio es parecido a buscar un rostro desconocido en una multitud.” Algo me incomoda en la reflexión. Pienso en el monstruoso cementerio de Arlington, en Viriginia, con sus filas interminables de lápidas blancas, idénticas, como las filas de dientes de un pez monstruoso. Pienso en los ancianos deambulando con una hoja que indica la localización exacta de la tumba de su hijo o de su hermano. De otra forma sería imposible encontrarlo porque en la muerte su rostro se ha vuelto idéntico al de todos los demás patriotas enterrados ahí. Se ha vuelto un rostro desconocido. Como dice Papeles falsos, “cada persona podría ser la que nos espera; cualquier tumba, la que buscamos”. Pero Valeria no está en Arlington al comienzo de este ensayo, sino en el cementerio de San Michele en Venecia, que es mucho menos monstruoso —a mí más bien me dejo una sensación de paz— buscando la tumba de Joseph Brodsky.
Brodsky (principalmente el Brodsky de A Room and a Half) es una tema a la que la autora volverá constantemente a lo largo de este librillo y que de alguna forma sirve de vago hilo conductor de sus disquisiciones en torno a asuntos tan disímiles como los méritos de pasear en bicicleta, la saudade, lo desesperantes que resultan los mapas en los que se muestra el lento avance del avión en los vuelos transatlánticos, la afición por visitar casas abandonadas y el arte de ordenar los libreros. Como una suerte de flâneur del siglo XXI, Luiselli afronta el paseo “como una poética del pensamiento, preámbulo a la escritura, espacio de consulta ante las musas” aunque sustituya la caminata por el avión, la bicicleta o el internet, en un momento en que “lo cierto es que ahora, en la poco caminable y apenas literaria ciudad de México, el peatón no puede salir a la calle con el mismo buen ánimo que declaraba Robert Walser al inicio de su paseo”.
Aquí es donde comienzan los problemas del libro. Más que un replanteamiento de lo que implica el paseo literario, Papeles falsos parece dar avisos sobre el agotamiento del género o al menos de las estrategias del mismo. En parte se debe, tal vez, a la impaciencia de nuestra época, de la que la autora acepta formar parte. «Los que carecemos de paciencia estamos condenados», escribe. Se refiere en este caso a la impaciencia que provoca el mapa que se despliega en las pantallas de los aviones en los vuelos intercontinentales, donde el avión parece nunca cambiar de posición. Es una desesperación que comparte cualquiera que haya sufrido uno de estos vuelos, pero a la vez es una señal de lo que ha cambiado en nuestra época: subir a un avión en la Ciudad de México y catorce horas después estar caminando por el Jardín de las Tullerías nos parece demasiado lento.
Esta sensación de desesperación nos acompaña durante las parcas páginas de este ensayo. A pesar de su brevedad, nos da la impresión siempre de que la autora tiene prisa por llegar al final del un ensayo y apurarnos a llegar al siguiente, como si estuviéramos en la fila de un McDonalds, aunque al mismo tiempo la autora describe un mundo, el suyo, en el que quisiera olvidar la existencia de las cadenas de comida rápida. Pero así como no le es posible escapar a los ritmos a los que se camina en la urbe moderna, no puede escapar al ritmo que su propia época le impone pero que hace que su estrategia del ensayo flaquee. Aunque entretenidos y muy bien estructurados, no pude quitarme la idea de que los textos habrían funcionado mucho mejor cómo notas en un blog, donde la reflexión se puede combinar con la velocidad del ahora.
Así como se muestran, estos ensayos carecen de la fuerza y la profundidad de aquellos de Walser, Reyes o Paz, que la propia autora toma notoriamente como modelos. Esta necesidad de velocidad, que nunca logra resolver al apegarse a la seguridad de la tradición, la lleva a tropiezos de estilo («Si el cráneo fuera lo que parece— un recipiente semiesférico, una cavidad, un reservorio—, el aprendizaje sería una manera de ir rellenando un espacio vacío»), al lugar común («un buen affaire (bueno, bonito y fácil de terminar)»), a la falsa profundidad («Todo libro, como todo recorrido, cobra sentido hasta su término»). ¿Es la inmadurez de la autora, o la propia idea del paseo literario como propuesta literaria válida la que hace que este libro se tambaleé? No aventuraré aquí lo que debería ser una conclusión de cada lector, pero si apuntaré al magnifico ensayo El arte de perdurar, de Hugo Hiriart, a aquellos interesados en indagar en las peripecias del ensayo contemporáneo.
Estamos no obstante, ante una autora novel que da con cuidado, quizá con demasiado cuidado, sus primeros pasos. «Muchas de las ventanas de los edificios dan a otras ventanas, donde estudian incansablemente los futuros empresarios y premios Nobel del mundo. Mientras tanto, los demás nos picamos los ojos y reflexionamos sobre ellos». Esta sería una forma de resumir el libro, las reflexiones de una joven escritora que mira hacia los gigantes desde su sombra, demasiado temerosa de pararse sobre sus hombros. Pero sería un resumen demasiado duro. Papeles falsos funciona, sobretodo cuando Luiselli abandona la afectación y la seriedad y se permite ser graciosa, cuando deja de intentar abarcar “los grandes temas” y se permite ser genuina. Si esos momentos fueran más frecuentes, estaríamos ante un libro delicioso y perdurable.
nació en la Ciudad de México en 1979.
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