Las decepciones precisan tiempo.
No son golpes, sino erosiones.
Lentas erosiones
Juan Gracia Armendáriz
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La trayectoria literaria del escritor y periodista Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965) es más bien larga, pues comienza con el libro de microrrelatos Noticias de la frontera (1994), continua con otro libro de relatos, Queridos desconocidos (1998), y sigue con un tercero también de microrrelatos, Cuentos del Jíbaro (2008). Entremedias ha publicado, junto a Pedro Carrillo, un libro de semblanzas de escritores: Gente de libro (2005). Y su obra más (re)conocida: la trilogía de la enfermedad, compuesta por La línea Plimsol (2008), Diario de un hombre pálido (2010) y Piel Roja (2012).
La editorial Demipage, responsable de re-situar a Armendáriz en el mapa literario, gracias a la publicación de estos dos últimos títulos, contribuyendo pues a dar noticia de esta literatura nefrológica, diarística, testimonial, en la que Armendáriz daba cuenta de su estado de «enfermo profesional» [1. Tereixa Constenla, «Memorias desde un riñón», El País, 29-Agosto-2012], y del proceso que concluyó con su segundo transplante de riñón (el primero se lo habían transplantado a los 20 años), nos ofrece ahora una nueva entrega del escritor navarro, ya netamente ficcional: La pecera.
¡A las cosas mismas!
En alguna medida, se puede decir, sin embargo, que este libro es una continuación de la idea de la literatura de la enfermedad, pues La pecera es una metáfora del alcohol en el que nada Miguel Quer Stephen, el protagonista de la novela. Y no es menos cierto que un suave viento terapéutico la sobrevuela. Esto significa, en un plano general, que, a pesar de tratarse de una narración que combina los delirios, desdoblamientos, visiones y desvaríos de un borracho de campeonato, no cede a esa pseudo celebración mística, quasi-heoica de los paraísos artificiales. Más bien plantea una suerte de tesis panteísta: el deseo de la inmanencia. En definitiva, no habla de la epopeya de la carne ascética, sino de su blanda fragilidad humana. Así: no hay conocimiento en la tortura del cuerpo, sino la más pura negación -efectiva- del placer.
Miguel Quer Stephen, que es profesor de literatura en una universidad española (madrileña), lo expresa de la siguiente manera:
«Es preciso el silencio para que el lenguaje se esponje, dilatado y elemental al mismo tiempo» (p. 295).
Así las cosas, La pecera rehuye ese «inútil martirologio etílico» (p. 264) de escritores-bebedores como Lowry, Poe, Rubén Darío, Hemingway, Burroughs o Raymond Carver. Con ello, no se constituye en tanto que combate dialéctico con las palabras, sino que más bien les pide a éstas que se avengan a comportarse en tanto que hechos constitutivos de una verdad fenomenológica.
Porque el quid de la cuestión aquí es la memoria. El recuerdo. La imposibilidad de olvidar. La necesidad de «aprender a desaparecer» (p. 395). La certidumbre de que el alcohol es una trampa, de que el genio de la botella no le alza a uno por encima de sus límites, sino que, más bien, torna sus contornos mucho más precisos, elementales y categóricos. En definitiva, que propende a que al hombre lo gobierne la exactitud turbadora de su maldad. Un modo afiebrado de resistirse a la hermosura sencilla del mundo.
(D)Escribir el ruido
Ya no nos sirven las grandes palabras. «Hay que inventar otras nuevas» (p. 175), dice Miguel Quer. Pero la literatura no ofrece respuestas, «los escritores formulan preguntas, indagan, nada más. A veces, ni eso. La literatura es un brindis inútil» (p. 174). He aquí la afrenta de La Pecera, la literatura entendida como un narcótico pasajero.
Un espejismo: un magnífico fraude.
La literatura, igual que el alcohol, utilizada como un paraguas, una trampa burbujeante, una protección contra la intemperie de la vida, un modo de canalizar el odio, el resentimiento, de esconder la lucha de clases, de imponerle un paréntesis a nuestra relación dialéctica con el mundo y la vida. De, en definitiva, aparcar el asunto de la dignidad individual.
Pero también queda patente en La Pecera el descrédito de la postmodernidad (en particular en la narrativa española reciente): fragmentarismo, ironía, simulacro, nuevas tecnologías, impugnación de los géneros…, etc y contra los que despotrica este aburrido profesor de literatura española contemporánea [2. Vale la pena echarle un vistazo a estas declaraciones del escritor murciano Juan Soto Ivars, cuando dice que: «Yo creo que lo de la Nocilla ha hecho mucho daño en este sentido, porque se dio una tremenda cobertura mediática a textos que no fueron capaces de calar en los lectores. Y ahora estamos pagando esa borrachera. Desde luego, hay libros en la generación Nocilla muy interesantes, pero muy pocos capaces de enganchar a la gente a la lectura. Son demasiado para intelectuales. Javier Marías, Muñoz Molina y todos estos, cuando empezaron, hacían novelas que eran bastante barrocas, pero que a la gente les gustaban. Vendían muchísimo. Y esto no está pasando ahora. Algo falla ahí porque, aunque la lectura ya no es lo que era, los lectores sí siguen siendo los mismos.» / José Miguel Vilar-Bou, «Existe una desconexión generacional brutal entre escritores jóvenes y consagrados”, Eldiario.es, 06-Junio-2015].
Vaya, la literatura y el alcohol entendidos como un binomio que evidencia la perezosa y pueril infantilización de la sociedad contemporánea; su engaño. De ahí que, tras la lectura de La Pecera, le brinque a uno a las mientes la siguiente transposición: ¿podemos recuperar la dignidad de la literatura en virtud de los gestos individuales?
La Pecera es una novela que habla del ruido en el que vive este «náufrago voluntario» (p. 111) que es Miguel Quer Stephen, un hombre que se desdobla en tres personalidades: el hombre invisible, el pez eléctrico y Johnny. Una novela que impugna la idea de las puertas de la percepción como forma de conocimiento nuevo. Con ello, Armendáriz parece querer decirnos que nos resta el ejercicio de limpiar las palabras. Que las palabras de la literatura y el alcohol no son más que ruido, no van más allá de sí mismas. Se contentan con ser rumor y entretenimiento. Que esa estética de «los santos bebedores sin leyenda» (p. 100) no es más que una farsa.
CCL: Comando Contra la Literatura
En un momento de delirio (o de lucidez, quién sabe) Miguel Quer se propone a sí mismo dar muerte a la literatura. Pasar a la acción y formar un grupo denominado CCL: Comando Contra la Literatura. Propone acciones concretas: romper escaparates de librerías, quemar su propia biblioteca, rebentar la lectura anual de El Quijote en el Círculo de Bellas Artes o secuestrar a Mario Vargas Llosa y mantenerlo retenido en un sótano, atado a una silla. Someterlo a una dieta estricta de agua y copos de avena. Y, con el premio Nobel de rehén, exigir a los medios y a la industria editorial un año de higiene, un año de abstinencia literaria. Según fueran pasando las semanas y, si no se cumpliesen sus demandas, le irían arrancando a Vargas LLosa una pieza dental cada semana.
Pergeña Miguel Quer incluso un manifiesto. Es el siguiente:
«No nos mueve ningún ideal de pureza ideológica. Deseamos la muerte de la literatura. Nos impulsa el hartazgo hacia la letra impresa escrita con bellas aspiraciones, el humanismo, la dignificación de la naturaleza humana, la piedad. Nos aburre la ficción. Repudiamos la estética y la ética que ampara tanta palabrería. Si el mundo no os gusta, buscad otra fórmula de consolación, pero no nos deis más el coñazo con vuestras frustraciones vitales transformadas en ridículas metáforas epistemológicas. También serán objetivos del CCL la literatura del cinismo; los autores expertos en posturitas teóricas, los traductores resabiados, los estatuarios críticos literarios o los blogueros que regurgitan sus naderías. Son parte del sistema. No nos olvidamos de las fieras amansadas, de los escritores que lucen barba y ropa tan entallada como su escritura. Los amargados juntaletras provincianos cuya máxima aspiración es escribir un libro con tanta gracia verbal como el texto de un prospecto. Los viejos poetillas con barba de druida, los amantes de la novela negra, de los asesinos en serie, de la ciencia ficción, de la novela histórica, comprometida… Toda esa basura. No admitimos zonas de sombra. Que nadie se engañe, no somos ególatras nihilistas ni provocadores con afanes de notoriedad. Eso os lo dejamos a vosotros, escritores. Nos tomamos nuestro cometido muy en serio. Estad atentos. Queremos que el mundo sea un página en blanco» (pp. 85-6).
Para entendernos, sería la versión seria -y coherente- de los delirios literarios de esas manos barcelonesas que escriben bajo el pseudónimo de Antoni Casas Ros [3. J. S. de Montfort, Escritor en Allak – Antoni Casas Ros es (también) mi amigo», La soledad del deseo, 16-Abril-2010]. Mas no se limita la impugnación literaria de La Pecera a la literatura misma, lo que entendemos por obra de ficción con voluntad estética, sino que la feroz refutación de La Pecera se amplia a la idea de texto que funciona como garante y propulsor de una realidad deleznable: la del alcohol, la del secreto, la de los grupos de apoyo mutuo, la de la autoayuda y, en general, toda aquella construcción textual del mundo cuya función no sea emancipadora sino que, más bien, sirva apenas como triste consuelo o placebo o excusa.
Una historia de (des)amor
El núcleo central de La Pecera (la trama mínima que la sostiene) es la historia de amor entre Miguel Quer Stephen y Ana Ferrer, una ingeniera de diseño de estructuras, ex-alcohólica en el momento en el que arranca la narración. La estructura novelesca zigzaguea en diferentes tiempos, y así se nos van presentando los diferentes estadios de la relación de esta pareja (cuando se conocen ella tiene 32 años y él 44).
Es una historia que, en realidad, no se dilata demasiado en el tiempo (no hay demasiados marcadores temporales, pero uno diría que solo son un puñado de meses largos), pero que es tan intensa que significará un punto de no retorno en la vida de ambos personajes. Sería prolijo detallar todos sus conflictos y vaivenes sentimentales (del amor al odio, de la desesperación hacia la ternura y la compasión, de la dependencia al sarcasmo, y del cinismo al argumento razonado -aunque no siempre razonable-), así que baste señalar que se trata de una relación que conduce a ambos personajes hacia el inframundo de su propia consciencia y que, por esta razón, ambos traban un conocimiento directo e íntimo con la muerte. Esto es, se experimentan a sí mismos en tanto que asesinos. Conocen la facilidad del asesinato, y es a partir de este momento en el que se les da la posibilidad de redimirse (aun a sabiendas de que el mal anida en el fondo de sus corazones, de que la depravación es parte constitutiva e inexcusable de sus personalidades).
La novela arranca ya cuando todo se ha hecho trizas y la vida del narrador pende de un fino hilillo de cobre; la memoria (la palabra) ha perdido todo sentido para Miguel Quer. Digamos que nos introducimos in medias res, en el momento en el que el protagonista está «en el punto ciego de la necesidad» (p. 13), y es guiado por un instinto embriagado, por las órdenes del cuerpo que, como un animal, busca y huye. A resueltas de tal comportamiento suicida, Ana Ferrer le dicta un ultimátum: deja la bebida y busca ayuda, o yo me largo.
De esta manera se ve a sí mismo el narrador:
«soy un libro de carne inerte, las páginas empapadas de tinta desvaída» (p. 30)
En definitiva, que no hace nada por salvarse, sino que se perpetua con mayor denuedo en su adoración alcohólica.
Se abandona a su «vida ingobernable» (p. 21).
La Pecera
Me gustaría destacar la estructura de La pecera, caracterizada por un racheado proléptico y que sirve en tanto que instancia dialógica (y de colusión de voces) que encontrarán su sentido al final de la novela. A ello se le han de sumar las instancias analépticas, que nos van retrayendo al pasado, como quien remase contra la corriente salvaje para buscar el contexto y tratar de entender un presente confuso.
Se ha de destacar que todos los diferentes saltos temporales, así como las voces fantasmales, discursivas, que pueblan el texto son autoconclusivas. Esto es, se nos van presentando en diferentes apartados o capítulos, lo que le permite a Armendáriz procurarse una cerrazón poética de cada uno de los tramos narrativos. Así, la tramoya estructural es muy sobria, pero muy efectiva, y dispone el escritor navarro una muy mesurada ordenación sinuosa de los picos dramáticos, que contribuyen a romper la trampa de linealidad monótona de los delirios de un borracho en la que suelen caer las novelas de personajes alcohólicos.
Así, Armendàriz llena este entorno cerrado, de bordes cóncavos, con una rica imaginería significativa, beoda y de iconografía algo beat (y en esto se parece un poco al también escritor colombiano Rafael Chaparro Madiedo). El escritor aquí actúa como un soplador de vidrio que va modulando y constriñendo una emocionalidad dispersa, fijándola en movimientos precisos, sincronizados y suaves. Un trapo húmedo y unas pinzas le sirven para ir tensionando el conjunto, fijando los momentos de gravedad emocional, pero sin parar ni un segundo de darle vueltas al vidrio candente.
Así, no hay morosidad ni recreo en estas casi cuatrocientas páginas, que discurren siguiendo a su propia inercia del giro, hasta que llegan a ese final en el que la pecera (que es aquí, como ya se ha dicho, una metáfora del alcohol) se separa de la caña con la que trabaja el escritor/artesano y se introduce en el horno de recocido (una suerte de purgatorio o espacio de reflexión y enfriamiento que en la novela es un grupo de autoayuda). De ahí ya surgirá con su forma final, impermutable. La analogía con Miguel Quer es que éste sale de la pecera, esto es, del alcohol.
Me ha gustado mucho el estilo pulcro de Armendáriz, sin chorreras (pero que no renuncia, sin embargo, a la belleza metafórica). Su estilo biselado, que aquí deambula por entre las múltiples encarnaciones bermejas de la nocturnidad, es de una belleza impecable, casi neoclásica.
Para acabar, me gustaría llamar la atención sobre la convicción que uno extrae tras la lectura de la novela, y es que siempre dirigimos nuestra ira hacia el punto equivocado. Y es curioso, parece decirnos Armendáriz, puesto que no es el amor fou lo que nos trastorna, sino el temor cerval a perderlo. Y es esta la razón por la que justamente dirigimos nuestra indignación hacia nuestro objeto de deseo; con el irrefelexivo afán de destruirlo, a fuerza -eso sí- de auto-destruirnos nosotros primero.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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