Pequeña muerte en el césped

 

barbosa

 

A la memoria de Lester Morgan Suazo

 

Y te quedaste en la fotografía, a un metro del alpiste,

con tu vida mejor en vilo, en vía ya de tu muerte triste,

sin coger el balón que ya cogiste.

Miguel Hernández

 

 

 

Los porteros mueren muchas veces antes de morir.

A finales del siglo XIX, cuando el fútbol era apenas un rudimentario boceto de lo que llegaría a ser, el sociólogo francés Émile Durkheim escribió una asombrosa monografía sobre el suicidio en la que quiso responder con pretensiones, acaso objetivas y científicas, una pregunta esencial: ¿Por qué alguien deliberadamente atenta contra su propia vida? Quizá su mayor contribución al tema de estudio estriba en haber considerado por vez primera al suicidio como un fenómeno social, cuyas causas son antes sociales que particulares o psicológicas. Para ello propuso cuatro tipos de suicidios con los que logró vincular la tendencia de los individuos a quitarse la vida con la anomia que padece la sociedad como un todo. Sin embargo en sus tipologías del suicidio Durkheim no incluyó al personaje que muere una y otra vez por voluntad propia sobre el césped, el arquero.

El hombre que lleva el número uno en su dorsal es un personaje atribulado y solo, un exiliado del terreno de juego rodeado de un mundo que intuye extraño y absurdo. Mientras los jugadores de campo pueden sentirse próximos entre sí y fingir en los diversos rincones del terreno, este ermitaño de las redes debe encarnar él solo toda la angustia del mundo. El periodista argentino Juan Sasturain dijo que

“el arquero suele ser bueno cuando pasa inadvertido, cuando hace fácil lo difícil, cuando simplifica. Se repara en él cuando se equivoca y su error no es solamente suyo: todos los demás pagan por él y él paga por todos… hay una verdad espantosa: los goles se los hacen al equipo, pero el vencido es el arquero.»

El arquero se constituye existente por su particular relación con la pelota. Para los demás jugadores el balón es siempre un acto de desprendimiento, un elemento de intercambio, mientras que el portero debe necesariamente poseer ese cuerpo esférico. Por ello mismo cuando éste resulta incapaz de apropiarse del balón y satisfacer así esa condición necesaria de su ser-en-el-mundo, como sucede de forma reiterada, debe, además, soportar sobre sus hombros el flagelo de la ignominia y la vergüenza. Cuando le anotan, está condenado a purgar en solitario la culpa de sus actos; cuando es su equipo el que marca, el guardavallas comprende que la felicidad es siempre para los otros y mira a la distancia cómo sus compañeros se abrazan ante esa epifanía que en principio le está vetada, el gol.

Así describió Moacyr Barbosa, el mítico arquero de aquella Canarinha de 1950, el aciago gol que el uruguayo Alcides Ghiggia le marcara en el minuto 79′, el cual, a la postre terminó incriminándolo de por vida y opacando las glorias de una admirable carrera:

“Llegué a tocarla y creí que la había desviado al tiro de esquina, pero escuché el silencio del estadio y me tuve que armar de valor para mirar hacia atrás. Cuando me di cuenta de que la pelota estaba dentro del arco, un frío paralizante recorrió todo mi cuerpo y sentí de inmediato la mirada de todo el estadio sobre mí”.

Barbosa murió pobre y desventurado, como una reelaboración de aquella tarde desalmada frente doscientos mil verdugos en el Maracaná. Para el Mundial de USA 94’ quiso visitar la concentración del combinado brasileiro. Las autoridades de la federación de fútbol de su país se lo negaron categóricamente. “En mí país la pena más larga dura cuarenta años, yo llevo pagando cuarenta y cuatro por un crimen que no cometí”, confesó tiempo después.

¿Por qué alguien decide por voluntad propia convertirse en arquero? ¿Por qué un chico preferiría los raspones, la soledad y el polvo antes que el gol? Nunca lo sabremos con certeza. Decía Marcelo Roffe, ex psicólogo de las selecciones juveniles argentinas durante la era de José Pékerman, que el perfil psicológico del arquero es distinto al del resto de los jugadores de campo:

“Él está etiquetado como un loco o sonso, pero en realidad le hacen pagar el precio de ser distinto, de jugar con otra parte del cuerpo, de vestirse y entrenar diferente, y de llevar el uno en la espalda, que no es para cualquiera”.

Quizá por ello ninguna otra posición en el fútbol ha emulado de forma tan cuantiosa “Los padecimientos del joven Werther” de Goethe para conjurar el absurdo del amor y la vida. Tomemos el caso de Alberto Vivalda, argentino. Vistió las camisetas de River Plate, Millonarios de Colombia, Chacarita y Tigre. Arquero e ilusionista. Se quitó la vida arrojándose a las vías del Ferrocarril con la misma ferocidad con la que años atrás se había lanzado sobre una línea de cal. O el de Lester Morgan Suazo, quien interpuso su cuerpo frente a una bala, en octubre de 2002. Antes había defendido las redes del Glorioso Club Sport Herediano.

En la localidad de Neustadt am Rübenberge, el 10 de noviembre de 2009, Robert Enke repitió el vuelo de Vivalda. Se lanzó contra los fierros de la ruta de tren Hannover-Bremen a escasos metros de la tumba donde enmudecía el cuerpo de su hija. Uno más: Sergio Schulmeister, portero de Huracán, se colgó un martes 4 de febrero de 2003, no del larguero bajo el cual había vivido, sino de un cinturón de vestir en la cocina de su departamento. Y otro: Luis Carlos Ibarra, guardavalla de Tigre, tucumano y triste, saltó por última vez desde el décimo piso de su edificio en Libertad y Av. Santa Fe en Martínez. Atrás dejó una historia de infamia y perfidia y una camiseta azulgrana colgada en el armario.

En distintas ocasiones se ha denominado al guardameta con el epíteto de “cancerbero”, perro de varias cabezas que para los griegos resguardaba con anhelo las puertas del Hades, quizá por un hecho fundamental: quien no conoce el infierno, no conoce su propio corazón.

En la mitología griega, Sísifo, hijo de Eolo y Enareta, hizo enfadar a los dioses por su excepcional sabiduría. Como castigo, los dioses le obligaron a empujar una pesada roca por la ladera de una montaña. Cuando Sísifo llegaba por fin a la cumbre después de un prolongado esfuerzo, la roca caía por su propio peso y rodaba hasta el valle, desde donde tenía que recogerla y llevarla hasta la cima nuevamente y así hasta la eternidad. Desde su soledad Sísifo intuía en la infructuosidad de su empresa el absurdo de la existencia, sin embargo estaba condenado a repetirla. Casi resulta una verdad de Perogrullo, pero lo cierto es que la vida imita tan afanosamente al fútbol que en ella se reiteran, como en el césped, la angustia, el temor, los tiempos muertos, los goles en propia meta y la ausencia. El arquero intuye que el esfuerzo de hoy no sirve para el partido de mañana, que empieza siempre ex novo. Jugar bajo el larguero es subir de continuo aquella inmensa roca que sabemos volverá a rodar monte abajo. Como Sísifo, el arquero tiene que ir en solitario una y otra vez bajo los palos a sacarse esa espina redonda clavada entre las redes.

 

sísifo (Tiziano)

«Sísifo» (1548), de Tiziano

 

El presentimiento del absurdo surge así cuando el guardameta toma consciencia de la completa inutilidad de la vida y del juego de pelota; brota de la comparación entre un estado de hecho y cierta realidad, entre una acción y la contingencia del mundo que lo supera y, por ello mismo, le resulta incomprensible. Por decirlo de algún modo, el absurdo no se encuentra en el arquero, tampoco en el mundo, del mismo modo en que el absurdo no se halla en Sísifo, ni en aquella roca que con tanto afán empujaba, sino en su presencia común. Separado de sus compañeros, su consciencia no hace sino convertirlo en un extraño sobre el terreno de juego, y cada uno de sus actos de verdadera reflexión no implican otra cosa que su desolado extrañamiento. Así las cosas, la soledad y la angustia parecen constituirse como indiscutibles predicados de un personaje que se ha visto forzado a vivir en el límite del mundo: el área chica.

En 1942 Albert Camus escribió que “no hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía”; pocas narraciones en la historia se inician con una sentencia tan implacable como ésta. Antes de dedicarse de lleno al ministerio de la literatura, Camus abrazó el fútbol como una de sus más grandes pasiones. En los campos arenosos de su tierra natal, donde resguardó con entereza la portería del Racing Universitario de Argel, comprendió una verdad que lo marcaría toda su vida:

“Aprendí que el balón nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice correcta”.

A una edad temprana, un bacilo de Koch le arrebató su salud y lo condenó a vivir alejado del césped. Fue entonces cuando se dedicó a escribir y sobre todo a interpelar al absurdo de la existencia humana. En Francia, durante el apogeo de la gran guerra europea escribió: “Matarse es en cierto sentido, confesar. Confesar que la vida nos supera o que no la entendemos”. Camus, sin embargo, no solo no se suicidó sino que rechazó de plano al acto suicida, pues vislumbró que sin el ser humano el absurdo no podía existir. Para él, tomarse seriamente el absurdo, no significaba otra cosa que vivir plenamente la contradicción existente entre el deseo de comprender y el mundo incomprensible.

El austriaco Peter Handke escribió una novela que fue adaptada de forma magistral a la pantalla grande por Wim Wenders, en 1971, y cuyo título alude indiscutiblemente al hombre abatido: “La angustia del arquero ante el penalti”. Es bien sabido que la circunstancia más radical que un arquero debe sobrellevar en el fútbol y en la vida es el ajusticiamiento desde los once pasos. Según afirman muchos, la pena máxima ejecutada con maestría es casi siempre una garantía de gol. La velocidad con la que suele aproximarse el balón a la meta es tal, que al arquero le resulta perjudicial esperar para advertir su trayectoria; en vista de ello debe suspender necesariamente el juicio y dar un salto de fe, un salto al absurdo para jugarse un lado de la portería.

Quizá desde sus años mozos como arquero en la agreste y remota Argelia, Camus presintió que Sísifo pudo experimentar la felicidad durante un breve instante, justo cuando terminaba de empujar la roca y está aún no había caído de nuevo. En ese momento, a pesar de ser ciego, Sísifo sabía que las vistas del paisaje estaban ahí y eran hermosas:

«Cada uno de los granos de esa piedra, cada fragmento mineral de esa montaña llena de noche, forma por sí solo un mundo. La lucha por llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz”, escribía Camus.

La última frontera de la voluntad de poder reside en el cuerpo, y por ello el guardameta se suspende ingrávido frente al penalti con el imperioso afán de atravesarle su humanidad a esa otra voluntad extraña y redonda, que tiene nombre de pelota. Vuela por los aires porque sospecha que la felicidad es todo aquello que reside entre el sonido seco del remate y el cuerpo abatido, y esa intima verdad lo justifica. Comprende así ese tremendo aforismo de Nietzsche que ahora transcribe con su propio cuerpo: “Lo que importa no es la vida eterna, sino la eterna vivacidad”. Solo quien lo ha perdido todo está dispuesto a perderlo de nuevo, una y otra vez; aceptar humildemente esa pequeña muerte en el césped será paradójicamente el único camino a la salvación. He aquí la única posibilidad de reconciliarse con el absurdo del mundo: asumir la vida como un desafío, sabiendo de antemano que uno saldrá derrotado.

Aquel que ha vivido bajo el larguero entiende que la trascendencia, la inmortalidad o la esperanza no son más que palabras vacías escritas en el lenguaje de la ausencia. El portero a punto de morir quiere acordarse de la falange fracturada, el barro agreste y elemental, el sudor que nubla la mirada, la pequeña hija arrebatada por la muerte, el rostro de una mujer amada que ha quedado en el pasado. La única certeza posible es que el cuerpo del arquero habrá de caer una y otra vez. Poco importa. El mundo de la vida y el mundo del fútbol pertenecen por igual al inventario de lo telúrico, son inmanencia pura: polvo eres y polvo serás.

 

 

by Pablo Segreda Johanning

(Costa Rica, 1985). Hincha del Club Sport Herediano, dipsómano, poco agraciado, afecto a las muchachas que toman café y a los libros de Spinoza. Realizó estudios en Historia, Filosofía y Ciencias Médicas en la Universidad de Costa Rica. Actualmente cursa la carrera de Biología. Cuenta con algunas publicaciones fragmentarias en revistas y suplementos literarios digitales como www.89decibeles.com, www.revistapaquidermo.com y www.delefoco.com

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