(Pausa)

silencio

© Roberta Gorni

 

(¿Te has fijado en los semblantes de contrabajistas y violinistas cuando dejan de tocar sus instrumentos para darle paso a los de las trompetas o a quien interpreta el piano? ¿Alcanzas a notar cierto cansancio, cierta tristeza en sus cabezas ladeadas o en sus rictus solemnes que no son sino disimulos? Idéntica languidez cuando sacuden los hombros y enderezan la postura del cuerpo entero, justo antes de empuñar los arcos y de afirmar los instrumentos – sobre las mejillas o el tronco – dispuestos a hacerlos sonar de nuevo)

(Ese silencio de unos mientras se oyen armonías de otros es el más pleno de todos. Similar al de un aficionado que intenta observar, sin comentario, el encuentro futbolístico confundido entre una multitud vociferante)

(El silencio que solo pueden brindar los dedos inquietos del maestro de ceremonias en apariencia calmado, el de la cantante de swing que observa, arrobada, a su pianista invitado durante la ejecución de un solo)

(¿Recuerdas tus visitas al hospital psiquiátrico fundado en las afueras de la ciudad?

Solías presentar films a los internos sosegados y tranquilos. Un día les llevaste la versión de Esperando a Godot realizada por la BBC, al parecer en medio de un desolado desierto, quizá respetando y conociendo las precisa voluntad del autor. Esta era, entonces, una pieza para ver en vivo que había sido filmada. Y la estabas exhibiendo al público adecuado: un conjunto de personajes que hubiera podido no solo interpretar sino vivir las situaciones de cualquier obra escrita por Beckett.

Por más que intentaste no hubo forma de ponerle subtítulos en español a la pantalla. Una enfermera ansiosa manipulaba los botones del reproductor de vídeo. Entre tanto uno de los enfermos mentales miraba, sería mejor decir estudiaba, los cables negros enchufados a la pared blanca sin tocarlos. Pacientes, enfermera, cierto médico que llegó después y tú se vieron obligados a observar el film de dos horas sin entender ni media palabra proferida por los actores. Algunos espectadores terminaron por quedarse dormidos sobre sus bancas. Otros se fueron. AL final, cuando ya ibas de regreso a tu casa, el médico dijo:

-Yo sí me gocé la película. Me sentí como en un concierto, como en una ópera de gruñidos o de voces desentonadas. No entendí lo que decían los personajes pero me gustaba como lo decían. ¿Sí me entiendes? Fueron muy emocionantes, por ejemplo, esos momentos en que dejaban un rato sin hablar, solo se miraban, y luego arrancaban a hablar. ¿Te diste cuenta de eso?

La pausa.

La nota musical imposible de oír que acostumbraba a demarcar por escrito el viejo Beckett. Vas a contestar a una pregunta urgente y de pronto te quedas callado durante cuatro o cinco segundos – una antesala, una alfombra que le pones a lo que dirás – y solo después de ese paréntesis contestas, hablas. A veces la pausa se recrudece. Citemos Los bellos días o esa minucia que es Ohio Impromptu. Los personajes le hablan a alguien, no necesariamente dialogan con ese alguien, están a punto de soltar un dato, una opinión, una queja, y aparece ese breve limbo de silencio previo a las palabras. No es raro que la pausa también sea posterior a lo dicho. Siete, ocho, hasta diez segundos de mutismo delante de los públicos expectantes o desesperados.

-Si comerciáramos con las palabras como en una obra de Beckett nuestras conversaciones serían menos infructuosas -.

-No obstante, toda conversación es infructuosa; siempre se lastra al principio, en los intermedios, hacia el final o escamoteándola; de hecho, la conversación es un modo peculiar de silencio prolongado-.

 

Samuel Beckett in his local cafe in Montparnasse, Paris

Samuel Beckett fotografiado por John Miniham

 

Lo que de veras llamó tu atención dentro de la declaración del médico fue la manera como asumió la puesta en escena del Esperando a Godot producido por la BBC. No asistió a una obra de teatro sino a una interpretación musical. Y pensaste en esa cara oculta detrás de toda pieza teatral, de toda conferencia, inclusive de cualquier diálogo ocasional – esos cruces, lances y combates de palabras unidos a sus respectivas pausas tipo Beckett -. Son, en el fondo y bien miradas, analizadas con la misma contundencia del loco que estudia unos enchufes negros, interpretaciones musicales. Los instrumentos son las gargantas. Las melodías son, cómo no, las frases, oraciones, interjecciones, omisiones y risas que se emiten.

Encerrado dentro de tu casa debido al grave sentido del ridículo que posees, hiciste una nueva prueba visual y auditiva con otra obra de Beckett. Esta vez aumentas la apuesta, te exiges un poco más. Observas con denuedo los dos Actos sin palabras, asumidas por los públicos o por gentes de teatro como meras pantomimas. Preferiste verlas en calidad de obras musicales, tal como lo había hecho el médico en el hospital psiquiátrico. Le anulaste el sonido a las imágenes porque pretendías oírlas mejor)

(¿Cuánto ganaba en autenticidad el cine denominado “mudo” o “silente” cuando le adjudicaban un pianista de carne y hueso a sus exhibiciones dentro de teatros y cinemas? ¿Cuánto han cosechado esos rudimentarios cortometrajes cómicos en blanco y negro y gris al ser ofrecidos hoy con una banda de sonido anexa, unas melodías acompañantes que quizá distraigan al observador más que acompañarlo?)

(Los sordos que observan una película muda filmada en los años Veinte están, a decir verdad, oyendo esa película)

(Diversos teóricos de la música, cada uno tan inextricable como el otro, han discutido, polemizado y ya francamente peleado en torno a la valía sonora, armónica, tonal, sinfónica, estética, ideológica, intelectual o humorística de 4:33, la célebre composición o disposición del paso del tiempo, o manipulación de la quietud en que no se interpreta el instrumento musical, concebida por el norteamericano John Cage para gloria y desesperación de estudiosos, espectadores y ejecutantes.

Lo que se sabe es que son cuatro minutos con treinta y tres segundos de silencio del músico en frente de su instrumento.

Y lo primero que se piensa al mencionar el nombre John Cage es en esa obra musical cuyo contenido exclusivo es el silencio.

Pero ¿es una obra musical, o se trata de una puesta en escena, una extensa pausa de Beckett, que sirve como facilitadora, posibilitadora o excusa a la hora de revisar nuestro modo de recibir los sonidos, de parar, de detenerse con el fin de retornar a la música presos de cierta nueva inocencia, cierta nueva perspicacia?

Nadie con cinco dedos de frente podría atreverse a arriesgar una respuesta a semejante pregunta.

Nadie, porque 4:33 es solo un momento de callado reposo alrededor de un instrumento musical que no suena, y con unos espectadores que contemplan ese momento. Aunque también es música porque, como quiso y permitió el propio Cage, se oyen sonidos en la sala mientras el músico y su herramienta callan. Es obvio lo uno y lo otro. Tan acertado es afirmar que 4:33 es un puente hacia la música como afirmar lo contrario, pues las toses, los resoplidos y carraspeos del público o del mismo músico en el desarrollo de este silencio menos provocado que escenificado, son música.

Recuerdas al vuelo una grabación del señor Cage que consistía en simplemente – y este ‘simplemente’ se oye y se ve aquí tan peligroso por inexacto – en el crujido, en el rechinar de una puerta durante dos eternos minutos. Un bloque de silencio amplio entre pequeñas pausas sonoras a cargo de una puerta. Ejemplo menos conocido de la presencia de lo callado en la música descubierta o develada por John Cage.

Por esta razón, quizá 4:33 sí es música.

Porque toda pausa de silencio es música)

(Lo has meditado mejor y el ejemplo con el cual intentarás explicarte ahora es lo menos parecido a una obra de Cage que pueda existir. Se trata de un chiste poroso que se le ocurrió a ese viejo amigo tuyo, hoy habitante de otra dimensión – cuán elegante te suena eso de “otra dimensión”, le brinda elegancia inclusive a tu amigo -. Se llamaba Rafael Acevedo Nossa y durante alguna época se sirvió, por tacañería o mala costumbre, de un radio desvencijado para irse enterando de las noticias o para oír las baladas románticas que le gustaban. El problema – y ahí viene ya el chiste, flojo, pesado además – es que el transistor estaba muy dañado. No captaba estación de radio alguna. Al encenderlo, al girar su perilla, solo se oían reverberaciones, gorgoritos y ruidos variados. Lo que un ama de casa práctica denominaría “lluvia” porque, en efecto, ese estruendo era igual al del sonido de un aguacero sobre tejados, suelo y patios. Lluvia.

-Este es el mejor radio del mundo – dice atrapado en la jaula de tu memoria Rafael Acevedo Nossa, sonriente -. No deja oír una o dos emisoras, no señor. Deja oír todas las emisoras al mismo tiempo.

No una o dos emisoras sino todas a la vez. ¿Has oído esa lluvia, esa suma de todas las estaciones de radio sintonizadas una sobre la otra, simultánea y revueltamente?

Cage propuso una obra o un momento escénico, otra pausa, digno del gracejo de Rafael Acevedo. Se titula Paisaje imaginario para 12 radios. Lo ideó en 1957 y consiste en juntar doce transistores de radio encendidos para que suenen en su lluvia sempiterna durante seis minutos continuos con tenues variaciones.

¿Si sumas todos los ruidos de todos los radios qué clase de sonido obtendrás? ¿Obtendrás sonido?

Un pintor podría levantar la mano en este instante. Diría al serle concedido el uso de la palabra: “Si mezclo todos los pigmentos conocidos el color resultante será el blanco”.

-El blanco no es un color benévolo, después de todo; acuérdate del funeral de Jorge Luis Borges al cual María Kodama, la viuda, asistió vestida de blanco, según costumbre oriental;

El duelo para culturas seriamente civilizadas es blanco-.

-Qué temible color será el blanco si es la suma de todos, el que contiene la totalidad; sombrío poder dictatorial de un tinte que se presenta amable e inofensivo-.

¿Si sumas todas las pausas de Beckett, pieza escénica a pieza escénica, qué clase de sonido obtendrás?

La obra magna de Beckett. Esa que representa a todas las demás. No escrita, es cierto, pero pensada. La reunión coherente de todas las emisiones de radio que están siendo oídas en este instante.

La conjunción de todos los ruidos, es decir la conjunción de todos los silencios.

El silencio supremo. El silencio blanco.

La música máxima)

(Si hay obras de Cage que dejen entrever el silencio son las que involucran una gran cantidad de sonidos – en Living room music combina golpes a puertas con voces humanas; en Water Walk despide sonoridades de objetos muy diferentes entre sí como una olla, un silbato y una licuadora – porque intenta como compositor darnos una admisión al silencio a través de ligeras pausas auditivas, porque a veces deja solo un sonido y es muy corto; los silencios que conjura Cage son agónicos y hospitalarios)

(Hemos abusado de la música, piensas, quizás hasta la gula y la bulimia; oímos lo que se nos antoja, lo que queremos, de un track al otro, como posesos; el arte – lo que quiera que sea el arte – en venganza nos deja unas cuantas tonadas en forma de canción o sonidos, no los mejores, dentro de la cabeza. Y de contera nos incapacita para el silencio; nos hace inválidos de silencio)

 

Mar-de-silencio-1982 Bennàssar Joan

Joan Bennàssar, Mar de silencio (1982)

 

(Debiéramos dejar de oír música durante un año con el fin de empezar a oír la música tras ese extenso ayuno o voto de silencio)

(Una confesión personal. En apariencia sin relación con Cage. Habla de los viajes que realiza la música y del modo en que viaja. Las mismas estrategias han usado las literaturas durante veinticinco siglos.

Un secreto. Para pensarlo en absoluto silencio.

Ahora mi hijo oye canciones. Nada preocupante, en realidad. Yo llevaba inquieto un buen número de meses preguntándome por qué esas aves tan singulares aún no lo apresaban, si las condiciones para esta captura o cerco se reunían alrededor de Esteban casi por completo. Nunca cerré la gaveta de los discos bajo llave. Mi mujer suele oír, disciplinada, con una enajenación envidiable, las mismas siete u ocho grabaciones de la juventud. Quise que el niño entrara en una academia de música de modo que diera cumplimiento al viejo sueño de su padre: ser músico, o cuando menos saber interpretar un instrumento. Ahora cuento esto entre cierta serenidad que sólo parece solemne porque podría leerse en voz alta. O cantarse. Mi hijo empieza ser dominado, gobernado por las canciones.

Hace dos días llegué de la oficina a las siete y media. Un milagro. En especial durante estos meses típicos, repletos de esos encargos unívocos, policiales, producir resultados, alcanzar metas que me darán el dinero destinado a la educación musical de Esteban. Antes de que llegue a los dieciséis y se embarque en asuntos serios, como estudiar medicina o ingeniería civil.

Dije “un milagro”: mi esposa, adormilada y sorprendida, observaba a Esteban en frente del computador oyendo un manojo de canciones grabadas por los Doors. Quizás alguno de los compañeros en la academia o su madre le presentaron a aquel cuarteto californiano en el cual cantaba Jim Morrison. Los perplejos trece años de Esteban junto a los treinta y cinco de mi mujer, ambos en ropas de dormir, seducidos por un tema que se titula Alabama Song.

Miré a mi mujer, ella sonrió y puso su dedo índice sobre los labios para que no interrumpiéramos al niño mientras tarareaba la melodía y golpeaba la mesa donde alojamos el teclado del computador.

Alabama Song. La Canción de Alabama. Me hubiera gustado referirle a Esteban los diversos pigmentos, motivos y fantasmas que esa canción convoca. Cómo los compositores de su música y letra, alemanes, no conocían Estados Unidos a finales de los años Veinte, hace ochenta años; uno, Kurt Weill, músico de academia, el otro, Bertolt Brecht, poeta, escritor y dramaturgo. Cómo esa canción fue concebida para una opereta protagonizada por bandidos y prostitutas, y sus estrofas escritas en un inglés rudimentario.

Me hubiera gustado relatarle por qué llegó esa canción resguardada en formatos de vinilo a los Estados Unidos, una década después. A ciertos señores provistos de fusiles, tanques de guerra y deseos de matar les incomodan las canciones que develan lo real, lo imprudente. Las compañías teatrales, los artistas disidentes y demás personas molestas para el fascismo se vieron obligadas al exilio. Alabama Song fue bien recibida por los músicos norteamericanos más diáfanos e insobornables, los negros. Existen versiones jazz de operetas alemanas; Esteban oirá, cuando la vida lo haya golpeado con suficiencia, a Ella Fitzgerald cantando Mack The Knife, ese homenaje al anarquismo también compuesto por Brecht y Weill.

Hubiera sido agradable contarle cómo Ray Manzarek, un niño menor de diez años que después sería el teclista y jefe musical de los Doors, oyó Alabama Song en el viejo tocadiscos de su casa porque esa tonada pertenecía a la música predilecta de sus padres, allá por los años Cincuenta. Y rememorar el impreciso momento en el cual la novia de un Manzarek joven y metódico lo convence para que le haga un arreglo a la vieja canción. Ese arreglo, esa instrumentación que salió a la luz a finales de los Sesenta fue oída por mi hijo hace dos días.

 

john cage

John Cage

 

Callé. No sólo seguro de que Esteban conocerá la historia de Alabama Song en el porvenir. Quizás hasta la toque y la cante en su debido momento de modo que el viaje y el vuelo de la canción se prolonguen, entremezclándose con las épocas, las costumbres y los dolores. Las canciones son aves que un día cualquiera nacen en Alemania y continúan su trashumancia por el Nuevo Mundo, al punto de pasar frente al pequeño sitio donde puse un computador en el cual mi hijo cotejó su batir de alas, hoy rock and roll, ayer swing, en principio tal vez un duro rag – time que narra la espontánea búsqueda de whisky y más whisky, en procura de la medicinal borrachera, por parte de un selecto grupo de putas.

Cuántas anécdotas, sucesos y equívocos llevan sobre las alas esos pájaros indómitos a los cuales denominamos por prudencia “canciones”. Crónicas de países con asesinos a quienes les endilgan sobrenombres simpáticos, “señor presidente”, “su señoría”. Y registro de vidas privadas, tragedias de vidas modestas. Por ejemplo: mi mujer supo que estaba enamorada de mí cuando le confesé mi gusto por los Doors.

Se vuela a la par con las canciones. Pero ellas van mucho más lejos que nosotros.

Omití palabras para mi hijo, que hace dos días empezó sus primeros recorridos, sus primeros vuelos. Lo hice seguro, además, de la importancia del silencio en ese impulso aéreo, evanescente, que lo mismo empuja a los solitarios hacia el canto inconexo dentro de habitaciones, que a multitudes ansiosas por corear, gritar y aplaudir delante de cantautores y músicos.

Mi silencio, el silencio de mi esposa y de mi hijo. Nuestro silencio balsámico que produce también, a su manera, el sonido, los viajes, las canciones)

 

(Una expresión de Leonard Cohen que está más dirigida a los escuchas que a los intérpretes o a los músicos: “I’m just paying my rent every day Oh in the Tower of Song”. Adriana Mejía, una antigua columnista de la revista Cromos, llamaba “musicar” al acto de oír música, a la deuda que diariamente tenemos que cancelar con la torre de la canción)

(John Cage, el artista más árido, cerebral y menos entregado a las emociones o a los sentimientos que haya conocido la historia, cuyas obras son lo raro de lo raro en un ámbito como el musical donde a veces la sensibilidad – del espectador, del intérprete, del compositor – es todo o nada;

el maestro de lo incomprensible, creador de piezas sonoras autistas, dementes, y por tanto lúcidas;

el mismo que desafió a las academias, a los grandes emporios musicales – orquestas, festivales, sellos discográficos – propiciando melodías para pianos malformados o de juguete, brindándoles prestancia y dignidad sinfónica, entre otros, a objetos e ideas que estaban desterrados del mundo musical,

el conferencista que escandalizó hace cincuenta años a un circuito de músicos norteamericanos tradicionalistas mediante un par de célebres textos, Conferencia acerca de algo y Conferencia acerca de nada en las cuales expone, con una claridad parecida a la del niño que repite un recado oral, por qué las preparaciones y los planes son perjudiciales, destierran a la espontaneidad, matan el modo directo de asimilar, de asumir la obra de arte;

 

al igual que otros grandes músicos fuera de orden, hijos del siglo Veinte, como Edgar Varese Y Pierre Boulez, Cage redefinió caminos en un terreno donde se suponía que ya todo estaba dicho, descubriéndole el caos como virtud a la cultura occidental;

…este músico, generoso en silencio, prudencia, serenidad, y su débil presencia, con el fin de recordarnos la necesidad del decoro, de volver a pensar antes de los ataques, los impulsos y la necedad; idéntico a Lucky, el esclavo de Pozzo en Esperando a Godot, un ser sin palabras,

el compositor estadounidense, revolucionario de las formas lineales y rígidas, es una demostración de que todavía la razón – y no solo las emociones primarias ni los sentimientos impulsivos – sirven a la hora de construir una sociedad;

no obstante, ese hombre que partió en dos las maneras de acceder a la música, ese cultivador del silencio y de los letargos como arte, sigue siendo casi un desconocido, y en ciertas esferas populares, casi un olvidado)

(El artista de rock Beck le rinde un homenaje involuntario a Cage y a Beckett en 2012. En vez de grabar un disco, publica las partituras de las melodías junto a unas pinturas y las entrega a los músicos profesionales o no para que las interpreten como mejor prefieran. El título del texto con las melodías silenciosas y escritas mediante símbolos es Lector de canciones)

(Puede descargar unos cuantos kilobytes de silencio para acompañar la lectura de esta pausa aquí:

by Darío Rodríguez

es escritor y editor colombiano nacido en 1977. Colaborador permanente de la revista Cartel Urbano, www.cartelurbano.com

0 Replies to “(Pausa)”