Domingo en familia

La última vez que fuimos a internar a alguien en el hospital también era un domingo de elecciones. Esa vez había ganado el candidato que ayer se repostulaba, y la internada era yo, que estaba de parto. A veces, mientras lavo los platos, pienso que la vida cuelga de un hilo, y que ese misterio de pender de un hilo y que el hilo no se rompa la hace maravillosa. Ese impulso eléctrico que hace que el corazón lata y que el mecanismo funcione, la sabiduría que tienen las células para crecer hasta convertirse en, por ejemplo, una nariz humana, y parar de reproducirse una vez que la nariz es una nariz, sin seguir hasta que la nariz se transforma en una trompa o en una oreja.

Ayer era día de elecciones y fui a votar con Pedro, mi hermano menor. Íbamos por la calle riéndonos, sin pelearnos por la cosa política como hicimos toda la semana. Él es el menor y yo la mayor, y ya cansada de discutir, por primera vez en la vida utilicé mis atribuciones de hermana mayor: me dedicaba a molestarlo, directamente, y él se lo tomaba bastante bien, para mi sorpresa.

Votamos los dos en la mesa 69, reciprocidad. Yo sin problemas. Me siguió mi hermanito, que al segundo
de entrar en el cuarto oscuro volvió a salir para reclamar que no había boletas del Partido Obrero. Las autoridades de la mesa saltaron de sus asientos, le gritaron que no se puede nombrar partidos políticos, que quizás le impugnen el voto y que incluso puede ir preso por hasta ocho meses. Pedro no tenía idea de qué estaba pasando. Ya en la calle le expliqué que este año el PO no tuvo la cantidad mínima de inscritos, y que por eso no pudo presentarse a las elecciones. Y que si me decía la verdad, que pensaba votar por el PO, nunca me habría peleado con él como nos peleamos el viernes:

-¿Pero qué diario leés vos, pelotuda?

-¡Todos, pendejo estúpido!

-¡Andá a cagar!

-¡Andá a cagar vos, boludo!

-¡Conchuda!

-¡Conchuda vos, tarado!

En casa mamá amasaba chipás con mis hijos. Mamá tenía un suéter gris y en la espalda se le había agarrado una pelusita blanca. No se la saqué. Metieron los chipás en el horno y llegó Angelita, que venía de votar. Hablamos de estupideces, cortamos los brownies que ya estaban listos. Sonó el teléfono, mamá se puso blanca, nosotras le preguntábamos qué pasó, ella le decía al teléfono no me digas eso, parecía que iba a caerse mientras Angelita decía no, no y le seguíamos preguntando, los chicos seguían produciendo más chipás. Creí que papá había chocado. Pero no: había sido un infarto.

En Ezeiza ©Cortesía de la autora

Todos salieron corriendo al hospital y yo me quedé mirando la puerta de la heladera. Y me las arreglé para, en quince minutos, quemar las dos partidas de bollos de queso que estaba vigilando.
Más tarde nos enteramos de que papá estaba saliendo a navegar, solo, cuando sintió el dolor en el pecho y creyó que era indigestión. Pero como el dolor seguía decidió volver, amarró y cerró el barco, se metió en el auto y manejó hasta el hospital. Estacionó y esperó su turno en Emergencias. Recién cuando estuvo internado llamó a mi hermana Nina, la médica. El mensaje se ramificó por las redes y antenas de la ciudad, y treinta segundos después de que llegara a los oídos de mi madre todos salían corriendo de la casa, dejándome a mí con mis hijos, la heladera y los chipás.

Mis cuatro hermanos menores iban llamándome por turnos para darme el parte médico. El primer llamado me dijo que la cosa no era grave, el segundo que sí y el tercero que tendrían que trasladarlo para operarlo de urgencia. Cada vez que alguno me llamaba, yo hacía la misma pregunta: “¿Se va a morir?”. Al final Pedro pasó a buscarme. Mamá me mandaba mensajes de texto desde la ambulancia, que iba a veinte kilómetros por hora para no agarrar ningún bache. En nuestro auto, mis hijos se trompeaban arriba mío y yo quería gritarles “¡No ven que mi papá se puede morir!” Adentro de la ambulancia, la médica le preguntaba al chofer si faltaba mucho y el miligramo de morfina que le daban a papá no servía para nada. Llegamos al hospital todos al mismo tiempo en una explosión de colores, pelos y abrazos. Mamá nos dijo que ya lo estaban operando y nos sentamos a esperar lo que duraría una hora.

-Ya cumpliste con los mandatos. Sos libre…

-Sí, además tenés el colesterol alto, quiero que renuncies a tu súper trabajo.

-Wow, nena, qué bueno que lo cuides así a mi hermano y que no seas de las que quieren que el tipo labure todo el día para comprarte…

-¿Borcegos nuevos?

-Y, la verdad no te vendrían mal.

-Creo que voy a llorar…

-Vení, yo te abrazo. Llorá todo lo que quieras.

-Fui al baño y vomité aire…

-Eso se llama eructar.

-Toy eznuda toy eznuda toy tomando zol ¡quedo tetaaaa!

-Esa chiquita no es pariente mía.

-No se niega a la familia.

-Pero ma, ¡se sacó la ropa! Estoy muy avergonzado…

-No te preocupes, tiene dos años, puede hacer esas cosas.

-¿Cuánto tiempo pasó? ¿Dos horas ya?

-Una y media…

Mamá está muy asustada y la pelusa blanca sigue prendida como una garrapata simpática a su suéter gris. Miro a la pelusa como cuando era chica y me quedaba sola en el colegio –sola entre cientos de otras chicas que eran iguales a mí pero entre quienes yo me sentía el ET- escondiendo en mi mano transpirada una hilacha que se había venido desde casa pegada a mi uniforme y que me hacía sentir cerca de mi madre. Como aquella hilacha en los ochentas, la pelusita blanca en la espalda de mamá es lo único que parece estable en este día que se tambalea.

Pedro se lleva a los chicos a correr por el estacionamiento y me imagino la vida sin mi padre. ¿Cómo sería? Debo mantenerme cerebral. Pienso en las cosas prácticas, el día a día. Mamá es fuerte, puede estar sola. Nosotros también. Aprenderé más sobre electricidad, me ocuparé de mis propios cables, me compraré un taladro. La acompañaremos más a mamá. No me da miedo. Me pone triste pero no me asusta. Pero qué cagada sería que se fuera ahora, tan joven, con su cuerpo de Jacques Cousteau, con la mitad de sus nietos todavía por nacer. Ahora, justo dos años antes de jubilarse. Recuerdo una foto en la que estamos Nina y yo sentadas en su falda. Los tres en trajes de baño, él con todo su pelo negro, los tres sonriendo encandilados por el sol del mediodía. Yo tengo tres años, Nina dos, y papá treinta.

Cuando yo tenía un año y nació Nina, papá se convirtió en mi segunda mamá. Cada mañana, cuando se iba al trabajo, yo lo despedía desde el pallier del departamento y me agachaba y gritaba “uuuuuu” mientras su ascensor bajaba y él desaparecía. Y una noche que tenían amigos en casa, como necesitaba ayuda en el baño, lo llamé por su nombre, en vez de papá, para que creyera que yo era una de sus amigas y viniera rápido. Pero no me salió su nombre y empecé a llamarlo “Caco”.

Pero debo mantenerme cerebral, dije. Quién irá a buscar a los chicos al colegio las tardes que mi marido no está y yo no puedo salir del trabajo. A quién voy a llamar cuando hay una emergencia. Ahuyento como si fueran ratones los pensamientos más tristes, mis preocupaciones reales. ¿Qué vamos a hacer si papá se muere? ¿Qué vamos a hacer si papá se muere? Yo puedo repetirme que dejé de ser hija, pero él nunca va a dejar de ser padre. El mío. Un buen tipo. Quizás el mejor que haya conocido. Un padre que un verano en Córdoba me rascaba la espalda hasta que me dormía. Un padre que durante mi adolescencia nos iba a buscar a mí y a mis amigas a las seis de la mañana a la salida de las fiestas para que no volviéramos solas en taxi. Un abuelo que cuando hace frío busca a sus nietos temprano y los lleva al colegio para que no esperen en la parada del colectivo. Y todas esas cosas prácticas, que nos resuelven la vida a todos, son demostraciones de cariño, los te quiero que calla por su naturaleza poco comunicativa. Sí; sería una mierda que papá se muriera ahora.

Mis hermanos tienen cara de miedo. Los varones están asustados. Nina es la médica de la familia y mientras su hija se arrastra semidesnuda por la pared del pasillo como una Coca Sarli en estado latente, está lista para escuchar el parte médico. Las mujeres hablamos de la otra vez, cuando estaba por nacer Dingdong y el guardia de seguridad que me admitió en el hospital de madrugada me preguntó “qué gesta” y yo respondí “un varón”, a lo que él, moviendo la cabeza de lado a lado, dijo “qué número de embarazo es”. También les cuento que casi me caí de la camilla y que las médicas de guardia no se animaban a recibir al bebé porque eran nuevas en el arte de atrapar humanos a la salida de sus madres y me pedían que me quedara quieta hasta que llegara mi obstetra. Entonces Nina habla de cuando su hija nació en el pasillo de su casa.

Hablar de los inicios de la vida, de la felicidad, nos reconforta. Se me ocurre pensar que por lo que sabemos en ese momento, papá puede estar flotando entre nosotros riéndose de nuestras historias repletas de las malas palabras que a veces lo hacen sonrojar.

Miro mis borceguíes que acabo de lustrar en su casa, antes de saber la noticia. Mientras la punta del corazón de mi padre se abría y empezaba a bombear sangre para el lado equivocado, yo me sentaba en su alfombra y le enseñaba a su nieto a lustrar zapatos. Lustrar mis botas es algo que únicamente hago en la casa de mis padres porque papá tiene un roperito dedicado al asunto, con varios tarros de pomadas, cepillitos para aplicarla y otros más grandes para lustrar el cuero.

-Mirá este cepillo –le dije a Dingdong mientras le pasaba uno decorado con plasticola de colores-. Este lo pinté yo cuando tenía cuatro años, como vos, y se lo regalé para el día del padre.

-Ohhhhh… -responde, mientras se pone a lustrar mis borceguíes negros como acabo de explicarle. Se me ocurre que lustrar los zapatos es una tradición familiar. Cuando éramos chicos, todos los domingos a la noche mamá nos cortaba las uñas y papá lustraba los zapatos. Dingdong apenas roza el cuero negro con las puntas de las cerdas, y las botas se van poniendo más brillantes con cada pasada.

Ahora, en el pasillo del hospital, el brillo de mis botas y la pelusa que sigue prendida a la espalda de mamá son lo único seguro. Mamá camina hasta el final del pasillo, hacia la puerta por donde saldrá el médico para darle el parte. Ya pasaron dos horas y el guardia que cuida la entrada de los quirófanos habla con ella.

Bajo a la confitería a comprar algo para que coman los chicos. Ya es de noche y hace frío. Para ser domingo, hay demasiada gente en el hospital. La sala de espera de Emergencias rebalsa de familias. Parece que festejan algo. Cuando subo, me encuentro a toda mi familia trasladándose a otro sector del primer piso. Acaban de terminar la operación y vamos a poder ver a papá en terapia intensiva. Una chica llora sin parar abrazada a un celular y el televisor del pasillo empieza a dar los primeros resultados de los comicios.

Nos dicen que la cirugía salió bien, que papá estuvo todo el tiempo despierto indicándole al cardiólogo si el dolor de pecho seguía o paraba. Con las buenas noticias del parte nos relajamos y nos sentamos más distendidos a hacer planes para el futuro. Propongo que nos mudemos todos a otro lugar, a una no-ciudad, y que comamos sólo aquella comida para la que fuimos diseñados así nunca más nos pegamos estos sustos. Así nunca más nos estresamos, así nunca más fumamos cigarrillos hasta el punto de taparnos las arterias.

Me siento junto a la chica que llora y le ofrezco algo, cualquier cosa. Estoy dispuesta a abrazarla, si eso la hace sentir mejor. Me dice que no necesita nada, me agradece. Estamos listos como una estampida contenida para invadir la terapia intensiva apenas se abran las puertas. Hay otras personas, todas agrupadas en familias. Todas están atravesando un momento grave, y sin embargo todas se ven tranquilas, sonrientes. Como nosotros.

En su cama con barandas, papá sonríe conectado a los aparatos. De su cuerpo salen cablecitos de colores. “Ahora soy un cyborg”, le dice a mi hijo mayor, que se coló en el cuarto cuando la jefa de terapia estaba de espaldas. Angelita le señala a papá la enfermera tetona y mamá le dice que no se le ocurra tener que mear hasta que ella vuelva a la mañana.

by Cecilia Galli

es autora de los libros karaoke kiss (cuento) y superhéroes (poemas). Vive en Buenos Aires, desde donde regentea el blog chicamigraña!. Forma parte del staff cerdo.

4 Replies to “Domingo en familia”

  1. 1
    Grieving father

    No escribo en nombre de nadie sino por mí mismo, pero no creo exagerar cuando digo que para todos en el staff debe ser un gran motivo de satisfacción ver cuánto crece la dimensión humana de Hermano Cerdo cuando aparecen crónicas como ésta. Gracias, Cecilia. Deseándole una pronta recuperación al cyborg,
    Jorge

  2. 4
    José Antonio Parisi

    Me gustó el estilo del relato, el desfile nervioso de los pensamientos y evocaciones de los momentos críticos, y el aterrizaje más suave en la buena noticia.
    Tenso y agradable, para recomendar.

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