Durante mi inducción al Salón de la Fama del Boxeo no pretendía asustar a la audiencia, pero sí conseguí dejarlos boquiabiertos cuando mencioné que la primera pelea de campeonato en la que estuve presente fue “hace sesenta y ocho años, y no setenta…” Allí estaba yo junto al cuadrilátero, un chico de once años con ojos como platos acompañando a su padre, un devoto aficionado al boxeo, cuando nuestro medallista de oro olímpico, Fidel La Barba, le arrebató el cinturón de peso pluma a Frankie Genaro. Todos esos habilidosos y diminutos pesos pluma y gallo de mi juventud, “Newsboy Brown” y “Corporal Izzy” Schwartz con sus estrellas de seis picos bordadas en los pantaloncillos; y también estaban los filipinos: en lugar de contar ovejas por las noches, solía susurrar aquellos mágicos nombres hasta quedarme dormido: Speedy Dado, Young Nationalista, Clever Sencio…
Dado que el boxeo era un deporte descaradamente étnico, apoyábamos sin tregua a nuestros campeones judíos: Mushy Callahan (Morris Scheer), Jackie Fields (Jacob Finkelstein), y “Newsboy” (David Montrose), pero como orgullosos californianos seguíamos las giras por el Este de La Barba, que por entonces se medía a los futuros miembros del Salón de la Fama, “Kid Chocolate” y “Battling” Battalino.
También nos maravillamos de cómo nuestro pequeño e inigualable Henry Armstrong dejó muda a toda Nueva York cuando le ganó la corona de los pluma a Petey Sarron, luego el título wélter a Barney Ross, y finalmente el cinturón ligero a Lou Ambers, todo en diez meses, un triplete pugilístico nunca antes visto y que nunca más volverá a repetirse.
Como mi padre estaba a cargo de los estudios de la Paramount y los campeones del Este siempre querían conocer a las estrellas de cine y visitar los estudios, mientras que los peleadores locales buscaban un empleo seguro luego de colgar los guantes –James Wong Howe, un púgil segundón del Hollywood Legion, se convirtió en uno de los más grandes directores de fotografía (Body and Soul, Hud, etc.) –durante mi adolescencia era común para mí conocer a nuestros ídolos del boxeo. Luego de su retiro, Fidel La Barba me hizo llegar algunos artículos con la intención de que se publicaran en Esquire a mediados de los treinta, y más tarde, junto al encantador Art Aragon, el “Golden Boy” original, fue padrino en mi boda con Geraldine Brooks.
Pasa el rato con boxeadores durante suficiente tiempo y con frecuencia te encontrarás con dramas detrás de bastidores. Luego de volar a Los Angeles con mi amigo Billy Soose, campeón de los pesos medios, y su manager, Paul Moss, para la defensa del título frente a Ceferino García allá en el 41, decidí visitar mi vieja guarida, el gimnasio de Main Street, donde García se entrenaba. Paul concibió la pelea como un día de campo al asumir que a Ceferino se le había pasado el tren tras perder su cetro frente a Ken Overlin, a quien Billy apenas había derrotado. Pero sorprendentemente, me pareció que García se encontraba en buena forma física. Cuando George Parnassus, su manager, me llevó al bar de Abe Attel para invitarme una copa y charlar, insinuó que su peleador estaba preparándose para el retiro luego de haber promediado una pelea al mes durante una docena de años. Uní los puntos y le dije a Paul lo que sospechaba: buscaban hacer tongo. Paul hizo caso omiso. “No necesitamos involucrarnos con Parnassus. Billy va a partir a García por la mitad”.
Y así fue como sucedió durante casi siete asaltos. Billy parecía un boxeador de libro. Pero justo antes de que terminara el round, de repente apareció una cortada profunda en el párpado de Billy, quien comenzó a sangrar a borbotones. Los latinos en las gradas gritaban, presintiendo una victoria inesperada. Agachado en su esquina pude escuchar a Billy diciendo, “Paul, no voy a salir. Nada vale perder un ojo”. Cuando sonó el campanazo y Billy permaneció en el taburete, las gradas explotaron: “¡Viva Ceferino!”. Luego vino la decisión del réferi Abe Roth: pelea detenida y empate técnico a causa de un cabezazo. De esta manera, Billy retenía su título. Pero los latinos explotaron esta vez de un modo distinto. Arrancaron los asientos y les prendieron fuego. Los gringos estábamos en problemas. Mientras me escabullía hacia el vestidor de Billy, fui detenido por mi padre, a quien por un momento no pude reconocer entre el frenesí que nos envolvía.
Muchos de estos boxeadores no eran sólo peleadores a los que seguía como fanático, sino verdaderos amigos. Como confesé recientemente en Fight Game, en los años cincuenta me encontraba manejando a un prometedor peso completo cuando Archie McBride se apareció por el cuadrilátero improvisado que había montado en el granero de mi casa, en Bucks County, Pennsylvania. Necesitaba dinero para mantener a su familia y me pidió que le consiguiera un par de peleas como profesional. Luego de que barrió con todos los chicos locales, le arreglé a Archie un combate en el Madison Square Garden. Ganar esa pelea significaba nuestra entrada a las grandes ligas.
Luego de enfrentarse a los mejores, el Garden quería ver a Archie contra el futuro campeón Floyd Patterson, a mí ya me había dado un ataque de ansiedad y me ofrecí a hacer de sparring para mi muchacho, lo que fuera con tal de prepararlo para el suplicio de esas manos rápidas como molinete que tenía Floyd. Medio siglo después aún palpo la abolladura en mi nariz con orgullo, como la vieja cicatriz de un matador de toros que se convierte en emblema de su valentía; y en buena forma cincuenta años después, habiendo comprado su propia casa y pagado la universidad de sus hijos con sus ganancias del ring, Archie me acompañó el otoño pasado en el Salón de la Fama del Boxeo de Nueva Jersey, donde ambos fuimos inducidos.
Estuve presente durante las últimas peleas en la carrera de Rocky Marciano, me hospedé con él en la modesta granja de Grossinger’s donde se entrenó para enfrentarse al grácil Ezzard Charles, al laborioso Don Cockell y al astuto Archie Moore. Una semana antes del combate contra “Old Mongoose” Moore, Rocky me confió que estaba pensando en retirarse. No podía soportar la tensión entre su esposa y su manager, Al Weill, quien en ocasiones lo mantenía a piedra y lodo en Grossinger’s durante meses enteros, le prohibía las visitas familiares e incluso llegaba a limitarle con severidad las llamadas telefónicas. El conflicto se remontaba al banquete de bodas de Rocky, donde los miembros de su tradicional familia italiana se deshicieron en efusivos brindis en honor a la feliz pareja, mientras que el testarudo Al Weill dijo sólo nueve palabras: “Por el próximo campeón de peso completo del mundo”.
Rocky sobrevivió a una caída en el segundo round para hacer pedazos a Archie en el noveno, y luego conmocionó a su apopléjico manager y al mundo entero al anunciar su retiro como el único campeón de peso completo invicto, 49-0. Cinco años más tarde, justo después de presenciar la paliza de dos minutos que Sonny Liston le propinó al chico perdido que parecía ser Floyd Patterson, me encontraba con Rocky en la mansión de Playboy de Chicago, junto a una manada de literatos aficionados al boxeo: Norman Mailer, James Baldwin, Ben Hecht y William Saroyan. Rocky hizo una seña, me condujo a una habitación y atrancó la puerta. “Budd, tú siempre me has comprendido. Tengo la corazonada de que puedo desbaratar a Sonny. Yo no le tengo miedo como Floyd. Yo no me vengo debajo de un puñetazo como Floyd. Creo que puedo escurrirme de su jab y lastimarlo en el cuerpo”. A los treinta y nueve años, Rocky soñaba con toda la fortuna que podría amasar en la lucrativa década de los 60. Estoy seguro que no fui el único que le recomendó mantenerse retirado. Conservar la leyenda. Cuarenta y nueve victorias limpias y derechas. El Señor Invencible. Entonces Rocky continuó en la búsqueda de sus sueños de riqueza lejos del ring, pero un pequeño aeroplano con dirección al medio oeste hizo lo que ninguno de aquellos duros oponentes había conseguido: dejarlo quieto, a los 46.
Desearía que otro amigo mío, Muhammad Ali, hubiese seguido el ejemplo de Rocky, y luego del Thrilla in Manilla (que más bien fue un killa), se hubiera decidido a colgar los guantes. De ahí todo fue cuesta abajo. De todas las derrotas dolorosas que he visto soportar a mis amigos, la más triste de todas fue cuando observé (y cubrí para el New York Post) al tristemente disminuido Ali en el ominoso regreso que lo enfrentó a su digno sucesor, Larry Holmes. Luego de aguantar una paliza de miedo durante once rounds, y después de haber sobrevivido a todos aquellos terribles puñetazos que le propinaron Sonny Liston, Óscar Bonavena, Joe Frazier, Ernie Shavers, Ron Lyle, Ken Norton y George Foreman (me duele la cabeza de sólo pasar lista), Ali sufrió el único nocaut de una carrera que bien pudo haberse llamado “Ali en el País de las Maravillas”. Lo seguí desde Miami hasta Dublín y a Zaire, y más tarde escribí un libro sobre él, Loser and Still Champion, en el que trato de encontrar las palabras adecuadas para describir el sutil encantamiento que hizo a los fieles de cinco continentes seguirlo como si del Flautista de Hamelin se tratara.
De todos mis amigos en el negocio, el perfecto ejemplo de retiro oportuno sigue siendo el de José Torres, quien combinó poder e inteligencia cuando consiguió noquear al esquivo Willie Pastrano y se hizo con el título de lo semicompletos. Habiendo perdido dos decisiones al borde de la cornisa ante el admirado Dick Tiger, y siendo el agitador regular de sus leales paisanos puertorriqueños cada vez que peleaba en el Garden, José se retiró para comenzar una carrera poco previsible. Con el inglés como segundo idioma, se convirtió en columnista para el New York Post y en el biógrafo de Ali y Mike Tyson, este último, protegido del que fuera su propio manager y entrenador, Cus D’Amato. Como era un escritor neófito, el chico de Ponce condujo sus pininos literarios hacia Norman Mailer, Pete Hamill y yo. Hoy en día aún se divierte contando cómo era que nos escondía el hecho de que también estaba mostrándole sus textos a alguien más: cada uno notó su mejoría y cada uno también se vanaglorió de haber sido el único responsable de su progreso literario.
Incansable luchador por los derechos sociales, perseguidor constante de un mejor nivel de vida para los puertorriqueños de la isla y del Spanish Harlem, y defensor de las causas de la democracia, actualmente funge como asesor de una perentoria asociación de boxeadores: el de Torres es el escenario ideal para el boxeador profesional retirado. Los peores casos los conocemos demasiado bien. De todos los atletas profesionales, los boxeadores son los más expuestos y los menos protegidos. Sin pensión ni seguro social, indefensos ante las maquinaciones de promotores y managers a quienes no es raro ver tratar a sus poderdantes como muebles que pueden ser desechados cuando dejan de ser útiles. Mi viejo camarada Art Aragon dice siempre, con humor ácido, “¿Sabes? Después de haber sido la atracción más grande que han tenido sobre un ring, el verdadero chico de oro, cuando llegué al retiro valía únicamente dos mil dólares de deuda y un ligero daño cerebral. ¿Cómo puedes odiar un deporte como éste?”.
Durante nuestra inducción al Salón de la Fama del Boxeo, estaba sentado entre George Foreman y “Marvelous” Marvin Hagler, y muy cerca de Ken Buchanan (como en el sueño de cualquier fanático), cuando me recordaron una charla que tuve con el recién fallecido Nelson Algreen (The Man with the Golden Arm, A Walk on the Wild Side). “¿Por qué esa afinidad entre pugilistas y escritores?” Uno tiene un promotor, el otro tiene un editor. Uno tiene un manager, el otro un agente literario. Uno tiene un entrenador, el otro un corrector de estilo. Pero cuando suena la campana todo es accesorio. Estás ahí afuera, bajo las lámparas, desnudo y solo. Y lo que hagas o dejes de hacer puede formarte una reputación o destruirla de por vida. Eso es lo que hace tan fuertes los nexos entre peleadores y escritores: igual que Lord Byron trabó una fuerte amistad con el campeón a puño limpio Gentleman Jackson, y así como George Bernard Shaw simpatizó con Gene Tunney, ha sido un placer para mí estar ligado a tantos estupendos campeones, desde el pequeño Fidel La Barba, hasta el gran George Foreman, y más recientemente, al articulado y orgulloso campeón de los ligeros, Diego “Chico” Corrales.
En aquellos días previos a su despedida boxística, Rocky Marciano me sondeó con la propuesta de crear una organización: “Fighters and Writers”. Nunca pudimos materializarla, pero vive en espíritu e involucra más que escribir o boxear: alude nada menos que a la habilidad humana de hacer frente a las situaciones adversas, a luchar, y finalmente, a nuestra determinación para sobrepasar cualquier obstáculo y perseverar a pesar de todo.
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Este texto viene incluido en el volumen de crónicas y ensayos Ringside, a Treasury of Boxing Reportage.
(1914-2009) fue novelista, escritor de boxeo y guionista. Entre sus novelas más destacadas se cuentan What Makes Sammy Run? (1941), The Harder They Fall (1947) y The Disenchanted (1951).
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