El Plagiario

Atardecer en la oficina

A menudo me he dado cuenta que después de haber otorgado a los personajes de mis novelas alguna atesorada pieza de mi pasado, ésta languidecía en el mundo artificial donde tan abruptamente la había colocado… fundiéndose más con mi novela que con mi antiguo ser donde había parecido estar a salvo de la intrusión del artista.

—Nabokov

Es algo extraño —tu salida de la oficina después del atardecer— y ligeramente desorientador, no muy diferente al despertar de un sueño profundo, o de salir a la luz del día después de una matiné.

Te alegras de estar fuera de ahí, lejos de tu computadora, de las opresivas fluorescencias, de la interminable cola de libros, cada una reclamando tu atención. Subir la literatura mundial a una base de datos es difícilmente una tarea iluminadora, zen, que la gente asume que es. No es lo bastante monótona para ser meditativa ni lo bastante innovadora como para ser estimulante.

Afuera, un fresco viento vespertino quema las mejillas. Te deslizas los guantes de piel, los que te hacen ver como un estrangulador, y te diriges hacia el sur, hacia el metro.

A través del aire helado, con aroma a cenizas, la ciudad se muestra lapidaria, vaporosa, cristalizada, como metrópolis de cómic. Cayendo en picada, el vaho congelado se resbala por los costados de los edificios. Una mujer delicada, de pelo pajizo, bombea su paraguas hasta abrirlo; pensaste por un momento que estaba descorchando una botella.

Algo en el gesto te recuerda un capítulo del sueño de anoche. Estabas perdido en un hotel buscando frenéticamente tu cuarto. Cuando por fin lo hallaste, te sorprendió encontrarlo ocupado por otro hombre con tu mismo nombre; un hombre que clandestinamente se había deslizado en tu lugar, como torre de ajedrez, y que de hecho estaba sacando dinero de tu cuenta, tomando tu vino y manoseando a tu esposa.

Por supuesto, solamente ahora te das cuenta que la trampa de tu sueño es en sí misma una pálida imitación de una novela de Dostoievsky, El doble, un libro sombrío que recientemente agregaste al archivo. Esto parece confirmar una verdad desalentadora: ni siquiera eres original en tus sueños.

Una cuchilla de luz silba sobre tu rostro, un taxi pasa lentamente.

Al obscurecer el brillo nubloso de noviembre presta al cobalto del cielo un barniz de cromo. Sobre los tejados del hotel, franjas de agua resbalan hasta gotear por el borde de las cornisas.

Debajo, los vapores subterráneos condensan el aire: almidonado, alcalino. El torniquete suena y, segundos antes de que arranque, te subes al atiborrado metro. Pedazos de nieve a medio derretir son salpicados sobre el acanalado suelo de aluminio. Cuando un hombre de negocios de papada colgante recoge sus pertenencias y avanza torpemente hacia la puerta, resollando, un asiento se libera. Te deslizas en su lugar, doblas tu abrigo húmedo sobre las piernas.

Frente a ti, entre una indigente tortuosa y un niño escurridizo en un abrigo de invierno demasiado grande, se encuentra una mujer joven, pálida, de 26 años quizá, con un cuidadoso corte de cabello estilo Cleopatra, botas altas de cuero y abrigo verde ciénega. En sus manos sostiene un libro de bolsillo carmesí cuyo título no alcanzas a distinguir del todo.

Ella te dirige una mirada furtiva, por un momento tímido sus ojos castaños encuentran los tuyos. Hay un leve revoloteo en tu pecho. No te atreves a mirarla de vuelta demasiado rápido, no sea que ella sospeche que te la estás comiendo con los ojos.

¿Te recuerda a alguien? Bueno, a nadie en particular. Más bien a un arquetipo o a un personaje con el que te has topado antes. ¿Por qué no darle un nombre? Buscas en tu mente algo que le quede, algo apropiadamente elegante, a la vez vago y distinguido… Ylajali. Era el nombre que el narrador anónimo de Knut Hamsun en Hambre daba a la belleza que seguía encontrándose por toda la ciudad laberíntica. Ylajali —un sonido melodioso, habías amado su legato de palíndromo, la nítida espiral de aire pasando por la boca.

La mujer se levanta en la siguiente parada. La sigues con los ojos, anticipando el dolor de su salida definitiva de tu existencia.

Sin embargo, te das cuenta de que su libro sigue sobre la banca. Con destreza, cruzas el pasillo y lo agarras, la indigente reprime un grito y te fulmina con la mirada, pero antes de que puedas llamar a la dueña, las puertas ya se han cerrado. El tren se propulsa hacia delante y el abrigo verde de Ylajali se desvanece en la funda obscura del túnel.

Al retomar tu asiento, observas el manoseado libro. Es una cosita de nada, de impresión barata, mal conservado. Detestas este tipo de libros, estas ficciones desechables y hechas en serie. No que nunca hayas leído una. Pero el título: El Misterio del Señor I, estampado en letras cafés y doradas, es suficiente para confirmar tus sospechas.

Por lo demás, no hay nada más en la carátula, ni siquiera el nombre del autor. Lo agitas para ver si tiene algo adentro. Revisas el nombre de la editorial en la cubierta interior— Castaway Press, ã 1972, Marblehead, MA. ¿Una novela de detectives? ¿De terror?

Una parte de ti ansía leer lo mismo que la mujer estaba leyendo. Tal vez, a través de la lectura, puedas aprender algo de ella —sus gustos, sus deseos, o algo completamente diferente. Cada libro se ioniza con la mirada de su dueño anterior, con su visión personal del mundo del autor, y no puedes evitar entretener el pensamiento extravagante de que por ponerte en su lugar, al alinear tu imaginación con la suya, cruzaras una mítica sinopsis y enlazaras con ella.

Su lomo está curvado, las letras resquebrajadas por la edad y el pegamento. Al girar las páginas hasta la señalada, se escapó un olor a humedad, los restos encerrados del volátil polvo de papel. Hay mucho subrayado y entre corchetes y pequeñas notas en cursiva garabateadas en los márgenes. De hecho, cada página tiene este tipo de notas y partes subrayadas, trabajo de al menos tres tintas distintas. ¿Serán estas crípticas notas para-uno-mismo producto de repetidas lecturas de un solo admirador o prueba de décadas de diferentes propietarios?

Hasta arriba de la página, la segunda mitad de la lúgubre descripción de una ciudad industrial —posiblemente Nueva York aunque con la misma facilidad podría ser Pittsburg o El Paso o Chicago— un despedazado paisaje de los años treinta compuesto de oxidadas torres de agua y racimos de vecindades. Aroma a pescado frito y mareas bajas. Cielos violetas de medias mañanas. El graznido de los cuervos, el aullido distante de un tren elevado.

La descripción es tan sosa como las cosas descritas. Los pasajes son torpes, arrítmicos. Los adjetivos parecen un poco extraños, como suelen serlo en las traducciones – ¿aunque no es el inglés el idioma natal del autor?

Pero, a través de estas descripciones casi fallidas, entre las palabras emerge un especie de amalgama enérgico. De alguna manera, esta primera persona, este narrador de hombros anchos y mejillas sin afeitar, narrador nato y escritor forzado, parece existir de verdad aquí en el presente. Está parado tras de ti, exhalando su aliento caliente de ginebra sobre tu hombro.

Te dan ganas de tomarte un baño.

Acompañas a I. a través de este mundo lacerado. Viviendas andrajosas y destripadas bodegas y fundidoras industriales con chimeneas ennegrecidas por el hollín. Aquí la humedad es sofocante. Con el alquitrán caliente, el aire se espesa. Vapores sépticos y ratas de alcantarilla, columnas de humo se escapan de las rejillas,. Es el opuesto de este otro lugar, la ciudad claramente silenciosa, de escarcha blanca.

Sigues como sombra al narrador, recorres penosamente este húmedo y sudoroso basurero, los mugrientos charcos y los huecos del centro de Cualquier Pueblo, bochornosos y perfumados de orina. Los molinos sin ventanas transforman el acero en pesados trozos y en las fábricas, calderas hirvientes de poliuretano se convierten en hule espuma.

Se descubre el cadáver. Encontramos el cuerpo retorcido, rodeado por un pequeño grupo de patosos inspectores, al fondo del tiro de un ascensor. La masa destrozada es descrita de manera inquietante. Inquietante porque carece de poesía, la descripción es fríamente distante, clínica tal como un reporte forense, de la forma como lo haría alguien que ha visto muchos horrores como aquel.

Seguimos nuestro hombre por la ciudad mientras conduce su primera ronda de interrogatorios —y nos introduce a la primera ronda de sospechosos. El profesor con anteojos, que exhala desde su pipa dilatadas espirales de humo translúcido; la viuda de largas pestañas, piernas esbeltas y boca brava; el ingenioso político con su portafolio negro; el ubicuo y ambulante reportero de periódico en su impermeable; el conserje de hotel con su monóculo acariciando su irregular barba blanca.

Algo extraño sucede mientras lees. Porque has estado siguiendo las notas garabateadas al margen a la par de la historia, empiezas a sentir que está leyendo un solo trabajo; que tanto la novela como los comentarios son una misma entidad, compuesta y emitida por una sola conciencia.

La trama se complica.

¿Serán los sospechosos inocentes peones en un plan más amplio? ¿El asesinato habrá sido perpetrado por una fuerza superior, amenazadora, invisible e imposible de rastrear? I. se adentra en las profundidades del rompecabezas y tú te adentras con él, hurgando pruebas. Te peleas con un borracho habitual de temperamento explosivo. Sobornas al velador de los muelles y aprendes algo acerca de un carguero llamado “El Ruiseñor”. Caes en las tentaciones de la viuda sólo para descubrirla desaparecida la mañana siguiente, y el microfilme con ella. Al atardecer, deambulas por las calles húmedas y ruidosas, el sol cortando las nubes violetas. Y tomas. La primera ginebra relaja la garganta, la segunda llega al torrente sanguíneo. Encuentras muerta a la viuda, sobre el balcón de su cuarto de hotel, la garganta rajada, su chal ensangrentado chasqueando en el viento. Interrogas el botones de labios cerrados cuyo silencio pesa más que las palabras.

La historia se teje a través de las entrañas ulceradas de la ciudad. Sobre la página, los pulgosos nidos de ocupas y junkies comparten lugar con los opulentos lofts de viles peces gordos. Abundan los arenques rojos. ¿Será que la presencia de la llave muestra la relevancia del armario cerrado? ¿Los bifocales de madera incriminaran al prestamista pobre? ¿Será que el anagrama chino es una confesión secreta del señor I.?

La magnitud de información marea, demasiado que tener en la cabeza al mismo tiempo. La narrativa es como un seco esquema mecánico, un abstracto de algo realmente terrible. Te imaginas la física detrás de la propulsión de una bala, los principios de ingeniería tras una fractura de cráneo, la temperatura de ebullición de la sangre humana. Diagramas de muerte.

Las notas al margen no ayudan. Abundan las preguntas además de las desviaciones literarias. Ver Keeler, dice una. ¿Ostranenia? dice otra. La propia jerga requiere descifrarse. Te mareas al registrar toda esta información, al abrirte a la otredad pulposa de este mundo salvaje y golpeado. Una parte de ti se pregunta si las notas no son pistas en sí mismas. Sospechas de cada frase y has extendido cada intriga más allá del cuerpo del texto. ¿Podría ser que un autor incorporara sus propios comentarios al texto como mecanismo para profundizar el misterio? Todo lo que sabes es que el asesinato tuvo algo que ver con un juego.

Para acrecentar el misterio, nuevos personajes aparecen cada página. No sólo eso, pero te estás dando cuenta que la forma en que se escriben sus nombres también está cambiando. Christina, la hija del carnicero, presentada en el capítulo dos, ahora se escribe “Kristina”, mientras otro personaje Kristin, la esposa del cerrajero, desaparece por completo de la historia. Mientras tanto estás seguro que cada vez que se menciona la asistente del bibliotecario hay algo diferente en ella —primero habla con un acento cockney y más adelante más bien con un tono irlandés. A veces hay una “e” muda al final de su nombre y otras tiene una doble “r”. En una escena el barquero cojo se apoya sobre su pierna derecha y en otra sobre la izquierda; el barman al que primero se le alude como “bigotón”, es descrito después como teniendo una “barba de chivo”.

Desconcertado por los constantes cambios en la ortografía, los hechos, las cronologías, los tiempos verbales y las relaciones entre personajes, regresas a un capítulo anterior con la esperanza de confirmar la primera aparición del domador de leones, el principal sospechoso. Sin embargo, extrañamente, eres incapaz de localizar la introducción del hombre. En el lugar donde lo recuerdas aparece un pasaje que, irónicamente, no recuerdas en absoluto. Estás seguro de que el domador de leones emerge de la niebla salubre del puerto después de que “El Ruiseñor” atracará —recuerdas que estaba el sonido de la gran amarra, el graznido de los buitres, el carguero golpeteando el muelle de madera, el chapoteo de la ola negra lamiendo el casco oxidado— y que el artista de circo se había materializado a través del contraluz de la niebla. Pero ni el hombre ni la escena parecen existir. Por supuesto, no puedes estar seguro porque las páginas no están numeradas, pero el lugar donde pareciera haber estado es ahora dedicado a una extensa taxonomía del equipo de pesca. ¿Habrás estado soñando despierto?

Te saltas unas cien páginas. Escaneando el texto no encuentras ni un nombre que te sea familiar. En vez, hay una complicada y bastante tétrica descripción de un rompecabezas —probablemente un texto dentro del texto, un pasaje tomado de una suerte de tratado histórico. El juego es descrito como habiendo tenido sus raíces en un algoritmo persa escondido por siglos por una orden secretas de monjes marginados. Los monjes seguían las enseñanzas de Hassan Al Jafar quien había descubierto, en el siglo IX, una serie recursiva que, alegaba, contenía la solución a todas las paradojas posibles, pero que, aplicada por hombres malintencionados o indignos, podía también incitar a grandes males. Los monjes buscaban proteger al algoritmo pero fueron asesinados a través de los siglos por numerólogos fanáticos deseosos de aprovechar su poder. Sin sus guardianes, el código clandestino fue aprendido e incrustado en un rompecabezas algebraico. Álgebra, en árabe al-jabr, se traduce literalmente como “unión de partes rotas”. Los que resolvían el juego, quienes habían exitosamente reunido los fragmentos, obtenían el conocimiento de una sabiduría fuera de este mundo, una iluminación sobre todas las antinomias de la existencia normalmente imposibles de resolver; los que fracasaban se destruían, condenados al olvido.

Mientras lees esto, se gesta en ti un terror frío. ¿Y si el libro es el mismo rompecabezas? ¿Estás atrapado en un especie de laberinto vivo, un sistema de acciones enmarañadas, callejones sin salidas, fortificando caminos e historias dentro de historias que cambian a tus espaldas, organizándose para responder a tus elecciones?

Un pensamiento estúpido. Te da pena haberlo pensado.

Encogiéndote de hombros, regresas al principio —sí, al mismo escenario macabro. Cielos agotados y vitrinas de tienda manchadas de grasa, la misma sirena fantasmal gimiendo a través de la bahía, el lechoso haz de luz del faro barriendo la noche insondable.

Para tu tranquilidad, la escena del crimen es, también, la misma. El hotel, el tiro del elevador. Te asomas al hueco del ascensor pero no: algo, todo está mal.

Eres tú quien está cayendo. Lentamente, pesadamente, como a través del agua. Fibras aletargadas se jalonean, las vías nerviosas del sueño se tapan; pulgada por pulgada, el aire cede bajo tu peso. Puedes anticipar la fuerza cinética del impacto, un dolor ricamente sublime; la combadura de los miembros y el quiebre del tejido muscular.

Pronto, sin duda alguna, llegarán los inspectores patosos. Observarán la escena y recogerán la evidencia. El forense sacará un formulario del bolsillo de su saco, una hoja con copia carbón de formalidades con la causa de muerte impresa hasta arriba.

Debajo de él, un hombre yacerá aplastado. En otro lado del hotel, otro hombre estará sorbiendo vino, fingiendo ser alguien que no es.

by Alex Rose

es cofundador y editor de la editorial Hotel St. George Press y autor de The Musical Illusionist and Other Tales. Su trabajo más reciente ha aparecido en The New York Times, Ploughshares y Fantasy Magazine. Su cuento "Ostracon," fue incluido en la edición de 2009 de Best American Short Stories.

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