¡Mueran los moros!

Me miro al espejo, me pongo de perfil, me pongo de frente. El vestido es, por lo menos, dos tallas mayor y me siento ridícula. Por lo menos no me queda como una carpa de color azul, como el anterior. En teoría es un traje de cortesana, pero parece una copia del vestido de la princesa Fiona en Shrek.

Es la primera vez en mi vida que no huelo el vestido que voy a ponerme. Adoro sentir el olor fresquito de la ropa recién lavada antes de ajustármela al cuerpo. Pero esto no es más que un traje alquilado para entrar a la Feria Medieval de Óbidos, en el oeste de Portugal.

Veo a mi alrededor y tengo la certeza de que esas montañas de disfraces no pasarán por la lavandería hasta que no se haya cumplido el último día de feria, el 24. Son tres días más. ¿Por cuántos cuerpos habrá pasado, desde el siete de julio, el traje que visto ahora? Mejor no lo pienso. Por lo menos bajo este vestido mi propia ropa me protege…

Soy la última en conseguir disfraz. Ni había mucho de dónde escoger ni me tomé todo el tiempo del mundo para ‘medievalizarme’: a diferencia de las madrastras de los cuentos me empeñé en que Sofi encontrara el más lindo traje de princesita medieval. Era una lucha establecida a codazos y empujones contra otras señoras madres. Y eso que llegamos temprano.

Al final, Sofi no terminó de princesa –todos los trajes de su talla desaparecieron- sino de pastorcita, con un disfraz que me recordaba a la publicidad de leche de una multinacional suiza. Gu y Fred se armaron caballeros, igual que su padre. Yo dije que era una dama de la corte, pero terminaron llamándome Fiona.

©Sabrina Duque

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En 2010, mientras los niños pasaban un mes de vacaciones con nosotros en el Algarve, nos enteramos de la fiebre de ferias medievales que ataca a los portugueses durante el verano. De norte a sur varias ciudades aprovechan sus ruinas medievales para quitarles turistas a las playas.

Los chicos se entusiasmaron con la idea de luchar con espadas como caballeros de la Mesa Redonda, pero el tiempo no alcanzaba para llevarlos aquella vez. Por eso estoy aquí, vestida de princesa y aprendiendo a trompicones que para caminar con una falda tan larga hay que mantener las manos ocupadas levantándola por lo menos a seis centímetros del suelo.

Gu, Sofi y Fred miran con ojos enormes esta Óbidos amurallada y nos arrastran a escalar el enorme paredón. Desde arriba, rodeando la ciudad desde lo alto de la pared que la protegió por siglos, vemos las casitas blancas de techos color naranja y sus callejuelas salpicadas de buganvilias en flor.

Quieren verlo todo y hacerlo todo.

Gu quiere llevarse a casa un trofeo: la foto del día en que usó grilletes. Así que nos vamos hacia la zona de torturas, que queda frente a la taberna donde venden hidromiel. Aquí cualquier malhechor asumido escoge entre plataformas, grilletes, potros… Gu sonríe con el cuello atrapado entre maderos, igual que sus muñecas. Las cadenas oxidadas le darán un aire dramático a la foto. Antes del click no pone «cara de malo», sino hace una mueca graciosa con los ojos bien abiertos y la boca torcida.

Sofi, con su traje de pastorcita inofensiva, se entusiasma más que sus hermanos cuando se entera de que hay clases de arquería y de lucha con espadas. Cruzamos la feria, atravesamos cortinas de humo con olor a carne asada, salimos de la muralla y nos instalamos en los extramuros para llevarlos a su entrenamiento de escuderos. Mientras ellos aprenden la coreografía de la lucha nos refugiamos a la sombra de un árbol.

Los actores, moros y cristianos, les muestran las armas medievales, les ponen entre las manos las piezas del uniforme de un caballero y se ríen cuando los pequeños se tambalean por el peso de las mallas y las armas; después de armarlos con palos de escoba les enseñan unos cuantos movimientos para el duelo.

Lo poco que aprendieron durante esa media hora les alcanzará para seguir luchando con espadas hasta que la noche caiga. Cualquier lugar les servirá para que, alternándose, Sofi, Gu y Fred, muertos de risa y un poco violentos para mi gusto, repliquen la coreografía de guerra.

©Sabrina Duque

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Cuando no era más que una recién llegada en Portugal, la idea de que este país estuviera plagado de ferias medievales me sonaba incongruente. Esos revivals, pensaba, eran más propios de países de historia breve y alma circense. ¡Vamos! Esto no es Nueva York, donde el castillo medieval fue importado a pedazos para rearmarlo como un lego. La viejísima Portugal, la dignísima Portugal, la tristísima Portugal del fado no encajaba en aquel perfil. Ahora que conozco más a la contradictoria Portugal, entiendo que este espectáculo refleja su espíritu.

No hay que escarbar muy profundo. Portugal tiene saudades de su pasado glorioso, de sus infantes inventores de carabelas, de sus colonias en todos los rincones, de su poderío naval. Te lo dicen los libros recién publicados –con una temática dominante de temas retro-, se lee entre líneas en los editoriales de los periódicos y lo repite cualquier portugués con el que hables. Aunque tenga veinte años. Con el alma así de amorosa con lo que fueron, nada como volver a los tiempos de la reina Isabel, gobernante que pasó a los altares cuando Portugal era un peso pesado en la geopolítica.

Son alrededor de tres mil personas en Óbidos las que en julio juegan alegremente al medioevo en julio –y aprovechan los euros que vienen con la temporada- de miércoles a domingo y hasta la medianoche. Los dueños de fondas adaptan su menú, se visten de taberneros y se instalan en unas chozas a vender sopa de piedra, caldo verde, pan de chorizo o espetadas de cerdo en platos de barro. Los que no tienen intereses comerciales, muestran su sonrisa y ríen de buena gana con el circo que se les monta en casa.

Las costureras cosen trajes de herreros, escuderos, caballeros, pajes, campesinos y nobles. Los zapateros fabrican calzados para pasos medievales. Todos venden en las chozas del centro de la ciudad amurallada.

Pero no pasan de coadyuvantes. Los protagonistas son forasteros, unos doscientos extraños: actores, músicos –la mayoría estudiantes de la Universidad de Coimbra-, expertos en halconería, jinetes, faunos hechiceros subidos en zancos que terminan en pezuñas, que van de Silves a Óbidos y por un montón de pueblos más repitiendo los mismos papeles.

Un mendigo, Basilius, se apoya contra la pared, afuera de la muralla, mostrando las heridas abiertas de sus pies descalzos. Pústulas, rostro sufrido y maltrecho, cabellos largos y sucios, y una campana para anunciar su paso, para que lo puedan evitar.

-¡Castigo de Dios! –grita un vecino, vestido como herrero, caminando con prisas para salir lo más rápido posible de su presencia y entrar a la zona amurallada.

Yo lo miro y le hago fotos. Los niños dudan. ¿Es un actor? ¿Es un mendigo? Sofi aprieta el zoom de su cámara para ver en detalle las heridas. “Es maquillaje”, revela Sofi a Gu. Pero en sus voces aún hay dudas. El mendigo no se sale de su papel. Ni una sonrisa para las cámaras. Unos días después encuentro su página en Facebook y me hago amiga del Mendigo Basilius.

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Con el disfraz viene el disimulo. Bajo la enorme falda de este vestido tengo bien puestos los pantalones, aunque sean cortos, y en sus bolsillos están guardadas la cámara y el celular.

Los billetes de entrada dicen claramente que toda tecnología está prohibida dentro de la muralla, pero mientras camino por la feria veo que ningún turista hace caso de la prohibición y todo mundo se divierte fotografiando a los hechiceros, los caballeros, los arqueros… los comerciantes de Óbidos –guardianes de la fiesta- no hacen mucho caso del tema tecnológico.

Aún así, guardo con disimulo mi cámara hasta que un helicóptero a control remoto empieza a sobrevolar la zona de juegos en la cual estamos. Los chicos ensayan a caminar con zancos cuando escuchamos el zumbido. Ahí se termina la farsa para mí y saco mi cámara y el celular. Da risa ver a un hombre medieval –con sandalias de cuero, calzas ajustadas y camisa de color tierra- manejar el helicóptero en este ambiente. Me recuerda a Mark Twain. Aquel hombre disfrazado que hace girar el pequeño helicóptero negro sobre nuestra cabeza sería el yanqui en la corte del Rey Arturo. El portugués en la corte de la Reina Isabel, A Rainha Santa. Miro a mi alrededor y nadie le presta mayor atención al tema… si siquiera los actores aprovecharan esta oportunidad para fingir sorpresa, susto y gritar como desaforados ¡Magia!, ¡Brujería!. Malos improvisadores. Tampoco hubo una policía anti siglo XXI que viniera a detener la exhibición del helicóptero negro.

De lo que sí se ocupan, con el mayor interés, es de la coherencia de los trajes. Nadie puede entrar con zapatos tenis o gafas de sol. Los lentes sí están permitidos. Vi a muchos turistas regresar desde la entrada del Mercado Medieval en busca de una zapatería donde comprar las sandalias o los zapatos permitidos. Allá, en la parte de Óbidos que queda fuera de la farra medieval, los vecinos también tienen montados sus negocios. Dos veces al año, ahora y en diciembre, con la feria del chocolate, la gente de Óbidos pone en la calle todas sus astucias comerciales… y consiguen todos los euros posibles. Desde el estacionamiento, un terreno vacío y polvoriento, delimitado con cuerdas para la ocasión, hasta el camino que lleva a la entrada de la muralla, flanqueado con vendedores de dulces tradicionales, accesorios medievales, sandalias, sombreros, espadas de madera…

©Sabrina Duque

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-¡Ojalá ganen los moros!

El caballero negro –con un turbante que solo deja su mirada al descubierto- azuza a su caballo blanco, de ojos negrísimos e intensos, y arremete hacia el centro del campo, acertando en el aro. Al caballero cristiano, vestido de verde, le va muy mal en la misma prueba. La verdad, el equipo cristiano hace aguas: los moros los apalean en las luchas cuerpo a cuerpo y les dan lecciones a caballo. No sé con qué cara vienen con la historia de que acaban de regresar de las Cruzadas.

Los aldeanos no están por el ganador en buena lid, sino por el equipo cristiano. Según los códigos de este Óbidos medieval, los moros son los que viven fuera de la muralla, la chusma, gente con la cual uno no debe juntarse.

Cada vez que los hábiles moros aparecen en la arena, el público -cristianísimo- rechifla, abuchea, provoca, agrede. El “otro” es maltratado de palabra, con una virulencia que me sorprende porque en la vida real nunca la he encontrado.

Quizás los portugueses aprovechen el fútbol, las ferias, la fantasía para exorcizar sus fantasmas xenófobos. En el día a día, en los taxis, el mercado, la farmacia, el metro, nunca he encontrado ojos desaprensivos, gestos bruscos, disgusto por mi condición de extranjera. Algo que me había sucedido en otros países.

Me freno y no aplaudo las maniobras del “enemigo», pero estoy con los moros, encantada de ver las luchas, el uso de los escudos y las espadas y lo buen jinete que es su caballero.

De ojos bien abiertos, aunque cambiando de puesto cada vez para poder ver bien, Gu, Fred y Sofi miran las justas entre moros y cristianos y terminan un poco desconcertados al ver que, después de ganar casi todos los encuentros, los moros pierden “por obra y gracia de Nuestro Señor”, para regocijo de la multitud, que ruge a favor de los cristianos.

-¿Por qué perdieron? -preguntan al escuchar el resultado mentiroso. “Cosas de política”, les decimos. Ya son las ocho de la tarde –la noche llegará dos horas después en el verano portugués- y es hora de la cena. Caminamos hacia allá, en medio de la multitud que levanta el polvo. Después del primer tropezón, recojo bien mi falda.

La idea de Gu y Sofi sobre la cena se parecía más a una estampa de cualquier libro de Asterix: un jabalí rodando sobre las brasas, con una manzana en la boca. Un círculo alrededor de la fogata y gente comiendo con las manos y riendo y cantando.

De aquello, solo hubo el comer con las manos.

El bufón cierra la noche. El hombre no tiene más credenciales que cualquier payaso de circo de pueblo. Los mismos chistes agrios y los mismos trucos de magia con las costuras al descubierto. ¡Retroceder novecientos años para descubrir que nada cambió!

Los chicos no sienten frío ni sueño. Es casi medianoche y ellos disfrutan el espectáculo de música y de halconería. Muero de frío a pesar de la doble capa de vestuario que llevo. Tiemblo al pensar en quitarme esta ropa que tan poca gracia me hizo cuando me la puse, voy a congelarme hasta llegar al auto. Cuando me la quito, a la una de la mañana, la miro mejor: está sucia, maltrecha y avejentada. Mejor no la huelo.

by Sabrina Duque

(Guayaquil, Ecuador, 1979) es periodista, escritora y vive en Lisboa, aunque el próximo año puede estar empacando con destino a cualquier lado. Cuenta su vida en Portugal en el blog Visa Diplomática.

2 Replies to “¡Mueran los moros!”

  1. 1
    Grieving father

    Una linda crónica. Recuerdo bien Óbidos, apareciendo de pronto en la carretera con sus altas murallas, un ensueño medieval en mitad del siglo XX (por aquella época). Pero nunca puede asistir al festival medieval que organizan. Seguro que para los niños resultó fascinante.
    Gracias por compartirlo.

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