Juventud divina

El breve volumen Los salones y la vida de París (Espuela de Plata, 2011) se compone de 11 textos que fueron en su día artículos publicados por el joven Marcel Proust en periódicos y revistas literarias. Básicamente habría que dividirlos en dos partes: los seis primeros textos forman parte de lo que en su época se conocía como “crónicas de salones” (género ya desaparecido) que fueron publicados en el periódico conservador Le Figaro, y los cinco restantes son textos más propiamente literarios, en los que ya se puede entrever el estilo (en diferentes estados de desarrollo) del Proust alambicado y denso de A la recherche… y que fueron publicados en revistas literarias o bien de manera póstuma en recopilaciones como Contre Saint-Beauve o Pastiches et Mélanges.

Los textos del primer grupo suponen más que nada el hallazgo feliz de una curiosidad histórica, como  bien dice Luis Antonio de Villena en la introducción, pues tales artículos andan llenos de comentarios mundanos, expresados en ese lenguaje halagador –y, con frecuencia, hiperbólico- propio de las crónicas de sociedad. Así, no son sino escritos coyunturales, de circunstancias. No obstante, sirven al lector proustiano en la medida que traen a colación ciertos nombres que servirán luego como modelos para A la recherche… y porque en ellos se dejan ver las opiniones literarias y políticas de ese simpático advenedizo que era por entonces Marcel Proust. De entre los autores literarios cuyos nombres u opiniones deja caer entre la ristra de apellidos rimbombantes que pueblan las páginas (y por hacernos eco de los intereses del literato en ciernes), merece la pena destacar los nombres de Balzac, Anatole France, Horacio, Shakespeare, Víctor Hugo, Swinburne, Anaxágoras, Renan, Stendhal, Maupassant, Verlaine, Ruskin y Flaubert. No se piense tampoco que por tratarse de crónicas de sociedad vayan a ser todo zalamerías, pues aunque las hay (y en grado sumo), también se permite el audaz Proust la crítica que cimbrea venenosa por debajo del halago, como por ejemplo cuando habla de los comienzos de M. d´Haussonville, al decir que:

“No tenía todavía en las manos las riendas de su estilo, que quedaba flotando y como abandonado aquí y allá en el transcurso de sus frases. Se adivinaba un poco de negligencia. Más tarde llegó a adquirir esa forma plenamente maestra, más cerrada y particularmente feliz, que hace de él el más hábil, el más perfecto orador, el historiador más picante de la Academia”.

E incluso, a veces, se desata con un comentario grosero, como por ejemplo al decir de la condesa Potocka que “ya no se viste, se abandona, se engorda, por no ocuparse sino de sus perros”. Por lo demás, como rasgos de su estilo se podría aducir la recurrencia a la comparación novelesca, una zalamería que no esconde su garra pérfida (y lúcida), ciertos geniales eufemismos (este por ejemplo, también a propósito de las condesa Potocka: “no es inconstante sino permanentemente cambiante”) y un ya gallardo orgullo de futuro novelista genial que le da valentía como para afirmar que los artistas son capaces de ver mejor los refinamientos de las personas, mientras que la gente de la alta sociedad es incapaz de hacerlo. Como es de suponer, hay muchísimos sobreentendidos que, al carecer el volumen de  notas al pie, se nos pierden y nos dejan –en muchas ocasiones-  al margen.

La segunda parte es –a mi entender- muchísimo más jugosa; desde el punto de vista estrictamente literario. Si los cinco primeros textos son útiles por su tema y sus gentes, para ver “la realidad”, por así decir, del mundo que más tarde será retratado (convenientemente sublimado)  en A la recherche…, los segundos lo son por razones estéticas.  Éstos tienen que ver principalmente con el recurso de la memoria que será el motivo central de la gran obra proustiana. En En el umbral de la primavera se nos cuenta como la visión de unos espinos blancos le recuerdan al autor “mi primer amor por una flor” y que “me detenía ante ellos como ante esas obras de arte que uno cree ver mejor cuando por un momento ha cesado de mirarlas” y así “no solamente mi vista, sino mi memoria y toda mi atención, entran en juego”. El paralelismo con la magdalena resulta de fácil asimilación. El olor se torna aquí de una importancia capital, al decir Proust que “me gustaba permanecer delante de los espinos para respirar hasta en mi pensamiento”. El texto termina con una invocación al futuro que resulta bastante pertinente ahora que podemos establecer una crítica diacrónica, pues dice que al despedirse de los espinos blancos del campo:

“les prometí que cuando fuera grande no imitaría la vida insensata de los otros hombres, y aún en París, los días de primavera, en lugar de ir a hacer visitas y a escuchar naderías, partiría al campo para ver las primeras flores de los espinos blancos”.

De nuevo, el orgullo de superioridad del artista frente a la mundanía intrascendente de la sociedad elegante. En Rayo de Sol sobre el balcón se nos cuenta la devoción del niño Marcel por una

“niñita a quien amaba y no volví a ver nunca, que está casada, que es hoy madre de familia y cuyo nombre leí el otro día entre los abonados del Fígaro”.

De nuevo, el recuerdo viene posibilitado por un rayo de sol “una esperanza de nada, una esperanza desvinculada de todo objeto, y sin embargo, en su estado puro, una tierna esperanza”. Es fácil ver aquí, en estos encuentros con esta niña en los Campos Elíseos el germen de lo que luego será su obra abandonada Jean Santeuil. De todos los textos reunidos es, sin embargo, Vacaciones de Pascua la gran obra maestra. A propósito de un viaje truncado a Florencia por culpa de la enfermedad producida por la ensoñación misma que le induce el deseo de su acometimiento, Proust se permite en un típico vaivén de reflujos (aunque sintácticamente menos subordinado que su estilo maduro; más cortos los párrafos, también) mezclar el deseo con la realidad y, al mismo tiempo, dilucidar una proposición filosófica (el abismo dilatadísimo que media entre los nombres y las palabras) con un ejemplo real de su misma vida.  En La Iglesia de la aldea podemos ver un campanario de Illiers-Combray y en el texto que cierra el volumen (La muerte de las catedrales) nos encontramos con una diatriba en contra del así llamado proyecto Briand y que pretendía convertir en museo las catedrales francesas; un texto en el que Proust argumenta perfecta y astutamente basándose en el interés artístico de estas y dejando de lado la religión.

En resumen, sirve Los salones y la vida de París como magnífico prólogo a la obra proustiana, igualmente útil como introductor para quien no la conociese y se viese abrumado por los siete tomos de A la recherche…, pero también esclarecedora para quien ya es o ha sido lector de la misma, pues se consigue ver –sin intermediarios críticos- el origen de toda la maestría del escritor francés. Sirve también para que nos demos cuenta de que el genio literario no surge de la nada. A este respecto, no deja de resultar sorprendente la siguiente afirmación de Proust en Vacaciones de Pascua, cuando confiesa en su altanería juvenil que:

“si yo escribiera una novela, trataría de distinguir las músicas sucesivas de los días”.

Y a fe que lo consiguió.

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

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