Racionalidad del cuento
Según afirma Vicente Luis Mora en su reciente libro El lectoespectador (Seix-Barral, 2012) dos serían las claves de nuestro tiempo: “el ver más y el no ver en absoluto”. Tomando esas coordenadas como referencia, podríamos decir que Los ensimismados (Páginas de espuma, 2011), el primer libro de cuentos de Paul Viejo, es un libro actual.
El libro de Viejo se subdivide en dos grupos: Los descreídos (8 textos) y Los ensimismados (7 textos), los cuales podían equipararse a esas dos cualidades contemporáneas de la mirada que refiere Mora: ver más y no ver en absoluto, respectivamente. Si el crítico y escritor andaluz vincula sus postulados a “la capacidad tecnológica para observar con todo detalle […] lo que nos rodea” y a la “imposibilidad de ver aquello que nos es hurtado, bien por el simulacro, bien por otra tecnología”, en el libro de Viejo tales disfunciones perceptivas se corresponderían con el exceso de conocimiento (que pone a dudar a los personajes y al propio autor) y con la opacidad del ego (y su corolario: la escritura del sí y del para sí). En ambos casos, sin embargo, el resultado es bastante parecido: la parálisis. Un estatismo que funciona como metáfora del destino de unos personajes que luchan (a sabiendas de su fracaso) contra la mano del escritor, y del escritor mismo que se (auto)cuestiona. Al mismo tiempo, las palabras trabajan siempre contra la demolición de la historia del cuento. De todos modos, en Los ensimismados, el problema, quizás, más que de mirada como dice Mora, sería de escucha de la mirada (y perdóneseme la sinestesia involuntaria). Los cuentos quedan así como una “imagen estática que solo se tambalearía, mínimamente, si alguien hablara dentro de ella” (pág 23). Y es que son –como dijimos- cuentos sin historia, y así, no pueden ser más que una mirada, la retención de un instante.
Por ello destacan entre las herramientas narrativas de Viejo el uso del condicional, las repeticiones, la pura nominación que suplanta a la clásica elipsis narrativa y la intercesión del escritor como un yo que fluctúa adentro y afuera del cuadro, siguiendo el siguiente patrón:
“hay que desdibujar los ángulos, rasgar la piel en diagonal con la ceniza, sin calcular, hasta que de mí el rastro justo” (pág 75).
Un rasgo definitorio de la poética de Viejo es la importancia de los nombres, todos ellos, empero, vulgares, tópicos (Jack, Robert, Geena, Jimmy Dodge, Samantha, Anna, Donald, Sylvia, Maureen, Mark, Claire, la Rubia, Ron Sheppard, Cynthia Hugues, Mary Ann Sherriford, etc). Son todos ellos americanos excepto dos, uno español, Marta, la protagonista –deseada, pero ausente- de “Sin salir de Marta” y otro francés, Bernard, el protagonista de “Todos han vuelto”. Tal irrelevancia de los nombres propios le sirve a Viejo para camuflar sus mensajes, nos dice más tarde. Así, insertándose en una tradición ajena, pero globalizada (la norteamericana) se diría que busca un espacio neutro, conocido, pautado y con unos límites fijos, en el que poder ser él en los otros.
Este lugar común de los nombres (con cargas de significado perfectamente delimitadas y conocidas por cualquier lector) le permite a Viejo que, con mayor facilidad, los personajes muestren su propia conciencia (la conciencia de ser personajes de ficción y de actuar al dictado de las “normas” narrativas de la literatura del género al que pertenecen; criminal o noir, preferencialmente). Y así sucede lo mismo con el propio cuento, pues cada uno de ellos tiene su propia conciencia; o, mejor dicho, lo pretende, siguiendo el deseo de Viejo. Veamos un ejemplo del primer cuento “No temas, Jack”, en el que se nos dice:
“porque en el granero solo están los elementos mínimos que maneja ese cuento y ninguno más. Los elementos que metería el propio cuento en una maleta de cartón llena de prisas si decidiese darse a la fuga. Pero eso es precisamente lo que hay que evitar, que esta historia acabe huyendo” (pág 25).
Los abundantes clichés, además, lejos de esconderse se quieren recalcar, incluso al modo de la interpelación, como en “Robert & Geena”, cuando al lector se le impreca su confianza en la literatura: “Por qué has llegado hasta el final, si era la historia de siempre” (pág 35). Es esta una forma de concluir el cuento la que suele utilizar Viejo, construyendo una suerte de vallas al final de estos, para que no se le escapen y así su cerrazón sea inapelable, y esto no por la aparición de elementos nuevos o inesperados, ni acaso por las clásicas vueltas de tuerca, sino sirviéndose de afirmaciones tácitas, dando un golpe de puño autorial que mantiene a raya tanto a los personajes como al propio cuento. Sirva como ejemplo el final de “Septiembre”:
«Esta va a seguir siendo una noche tranquila. Y una historia tranquila” (pág 47).
Me gustaría destacar asimismo la voluntad de Viejo de dotar de unidad a su libro de relatos. Y no de una manera temática, con personajes que entran y salen o interactúan entre sí, o acaso de ambientes, espacios o lugares o estilos, sino de una manera conceptual. Tal voluntad se podría resumir con uno de los cuentos, el más breve y el que cierra la primera parte del libro. Se llama “Cine Mudo”, y dice así:
“¿Por qué eres tan duro conmigo, Buster? Una sola vez. No volveré a pedirte nada. Dime que me quieres. Necesito escucharlo o si no me muero.”
Estructuralmente hay un cuento que llama la atención por sobre los demás. Se llama “Mis problemas con la ficción” y en él podría verse si no una influencia de la escritura del blog, sí la influencia de los entornos digitales, por contar en su diseño con el simulacro y la lectura de la vida textovisualmente. Veamos el siguiente párrafo:
“Sé que sabría contar esta historia si quisiera, aunque no pude leer la conclusión hasta que el protagonista mismo [se refiere a Fernado Clemot, aunque nunca lo cite de manera expresa] me escribió un correo contándomelo todo. Además me mandaba fotografías en las que los tres [Andrés Neuman, Fernando Clemot y Paul Viejo] vestimos con variaciones de gris y negro, dos de ellas prácticamente idénticas, con pequeños detalles que varían, los detalles –etcétera- que siempre se agradecen. Cualquiera puede rastrearlas en la red si sabe nuestros nombres. Lo importante, y no soy capaz de saber si ese es el principio o el final de la historia, es lo que pone en su camiseta, en la camiseta negra que él llevaba ese día y en la que llevará para siempre en la ficción de esa fotografía; “Je suis allergique à la realité”.
En general, habría de decirse que hay dos niveles de lectura en los cuentos: la problemática de los personajes y la construcción ficcional de los propios cuentos y la autobiografía del escritor mismo y que se expresa sirviéndose de tales recursos.
Viejo nos lo explicita de la siguiente manera:
“es un problema ver los personajes de una manera tan nítida, con esa perfección imposible, porque no es de extrañar que de esa manera, en cualquier momento, el lector deje de reconocer las palabras y letras que los están perfilando como los seres de ficción que son, y estos abandonen las páginas en blanco y estén viviendo justo delante del lector, erguidos frente a él, o delante del autor del cuento conforme lo va escribiendo” (pág 120).
Y sobre la conciencia de los personajes nos dice:
“Los protagonistas de un cuento, en todo momento, y repito, en todo momento y sin concesiones, deben ser conscientes de estar dentro de ese cuento” (pág 120).
En el primer grupo de cuentos asistimos al trabajo del escritor como si fuera un escultor que reflexiona mientras se decide si cincelar o no el mármol, y vislumbra las diferentes posibilidades de su fracaso. Los personajes tienen una especie de subjetividad amateur, balbuciente; y es que se les está desarrollando la conciencia, por así decir.
Lo acertado de los cuentos es que, a pesar de todo, a pesar de transitar esos territorios genéricos tan pautados a los que nos referimos antes, sigue quedando algo oculto, algo que se nos escapa, el propio misterio del cuento, de la literatura; y la sensación de un malestar incierto.
La intimidad como autobiografía
Los ensimismados trae como subtítulo Una autobiografía confusa. A este respecto, se ha de decir que la autobiografía se trabaja aquí no atendiendo a los hechos sino a la intimidad de la sentimentalidad del escritor, que viene disfrazada en los intereses temáticos, en la tipología de los personajes y en los problemas con la ficción. “Porque uno a veces tiene la necesidad de desvelar sus trucos, de descubrirse y quedarse desnudo” (pág 122), nos dice Viejo.
En la segunda parte del libro de cuentos de Viejo se explora con mayor énfasis esta vertiente. Primero en “Cada noche” que sigue la estructura clásica de “cuéntame un cuento”. Un cuento que el protagonista nunca llega a contar, puesto que “yo nunca escribo cuentos del tipo de los que ella quiere escuchar” (pág 87), nos dice el protagonista.
“Una mirada irlandesa” podría verse como la versión (post)postmoderna –y resabida- de Los asesinos de Hemingway. En “Todos han vuelto” Viejo juega a ser un personaje de la película homónima de Truffaut (narrado en primera persona y con un personaje identificable). En “Las correcciones” traza un puente con uno de los relatos de la primera parte, “Robert & Geena”, y nos cuenta el final del cuento y, además, habla con sus propios personajes y se cuestiona:
“otra vez solo, yo, intentando explicarme por qué escribo y cargando todo esto de retórica” (pág 107).
En “Sin salir de Marta” se critica Viejo a sí mismo utilizando la figura de un lector hipotético que le va cuestionando (y que sirve como alter-ego de él mismo) y cuyos reparos se nos refieren en cursiva y entre corchetes, pero quedando adentro del texto, como sugiriéndose que pudieran ser parte del propio fluir de la conciencia intrínseca del cuento. Es este relato el que da la impresión de ser más personal de todo el conjunto, si se me permite la expresión, por quedar la sentimentalidad del escritor tan cerca de lo contado que lo ahoga y destruye. En “Un cuento es un cuento es” se propone una teoría del relato y que ahonda en la síntesis de espacialidad y temporalidad de las poéticas contemporáneas:
“un cuento hay que considerarlo como un hecho físico. El cuento es materia, es un espacio, y un tiempo, y no hay que olvidarlo” (pág 117).
Y más adelante: “en un cuento lo descrito no debe ser más que decorado”. El cuento que cierra el volumen, “Divinos detalles” es quizá el más flojo de todos y no por estar mal escrito, sino por contribuir a la poética general del libro, y es que se trata de un cuento “ensimismado en sus propios misterios” (pág 126).
La sensación general que queda tras la lectura del libro es una síntesis de las deficiencias de la mirada y así queda la visión como enredada en una nebulosa grisácea, una suerte de suspensión efímera que trastoca levemente la correcta recepción de los diferentes estímulos (tanto los físicos como los inducidos por la psique), del mismo modo que como cuando se te queda atravesado el sueño, y te despiertas, y estás todavía en un punto intermedio, ni aquí ni allá; esa turbación (pre)liminar que nos mantiene con un pie en la ficción y otro en la realidad, sin que consigamos decidirnos cabalmente por ninguna de las dos esferas. Ese es, en mi opinión, su mayor mérito: buscarle una puerta de salida, una opción de salvación al zombie contemporáneo que es el hombre de hoy.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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