La sombra de Ruman Poliotkva

Francisco Quiroga siempre quiso ser Ruman Poliotkva. Cuando el escritor rumano era un desconocido en la mayor parte del hemisferio, quizá habría cinco lectores suyos en Latinoamérica; uno de esos era precisamente Francisco Quiroga. Cada una de las páginas que escribía en su diminuta habitación de estudiante universitario era una copia exacta del escritor rumano. Usar el mismo estilo literario que Poliotkva –pero con personajes usualmente sacados del río Magdalena– funcionó por varios años. Y tal vez habría seguido así por siempre –en su haber llevaba Francisco Quiroga una novela y dos premios nacionales de literatura– si no hubiese sido porque el escritor rumano ganó el Premio Goncourt en 1982. Tan pronto obtuvo el galardón, a Poliotkva empezaron a publicarlo en casi todo el mundo. Cuando se reeditó su primer libro traducido, las similitudes entre el estilo del escritor rumano y la breve obra del joven escritor colombiano se volvieron contundentes. Por supuesto, su única novela y los dos libros de poesía pasaron a ser sólo un estilo calcado de un grande europeo, y en esos días hacer eso conllevaba la muerte en el mundo de las letras. Ante la imagen monumental de Poliotkva, Francisco Quiroga pasó de ser una promesa de las letras nacionales de los años 80, a ser un profesor universitario obstinado en estudiar y hablar sobre la obra del rumano.

Ese conocimiento exagerado sobre Poliotkva llevó al profesor Quiroga a la ilusa tarea de escribir un libro sobre su maestro. Fueron quince años de escritura en las horas libres que dejaban las clases, su familia y las terribles jaquecas causadas por los tragos de la noche anterior.

—Es el mejor libro que se haya escrito sobre Poliotkva —le confesó a un amigo cuando el libro estaba terminado.

—Pero si ya lo escribieron, Pacho.

—Este es aún mejor —sentenció de inmediato con la misma seguridad del alcohólico ante una botella llena.

Para Francisco Quiroga tener tragos en la cabeza es tan común como usar zapatos para salir de casa; imaginarlo sobrio sería como tratar de imaginar a un cazador de Discovery Channel sin una cámara atrás. Y precisamente esto fue lo que pasó por un tiempo. La editorial de la universidad, después de ofrecer la publicación como un evento extraordinario, aplazó el lanzamiento del libro de Quiroga por tres meses. Por más de noventa días una crisis de sobriedad –o “la recesión etílica”, como decíamos en los pasillos– se apoderó del profesor Quiroga. Una barba canosa y espesa suplantó la barba desaliñada natural en él, como si un rostro en apariencia sabio por los años fuera realmente el rostro de la indigencia.

Para fortuna de los anales literarios de Rumania, la ansiada confirmación del libro llegó. Tan pronto sucedió, el profesor Quiroga buscó el número de un viejo amigo –el que logró la fama suficiente como para ser considerado escritor—, y le recordó la promesa hecha en la última noche de tragos juntos.

Escribiré sobre ti, lo juro. Eso fue lo que me prometiste.

—Está bien, Pacho, lo haré.

Y así fue como se escribió lo que sería el gancho en la solapa del libro: “La prosa de Francisco Quiroga es la responsable de mis primeras novelas”. Con ello quedó terminada La sombra del escritor, un estudio pragmático de la obra de Ruman Poliotkva.

En los días posteriores el profesor Quiroga deambuló por la universidad pensando una y otra vez en el libro. Quería una fiesta. Quería –porque así lo imaginó por quince años– un auditorio repleto de gente que amara la literatura de la misma forma que él lo hacía. Al fin, y en medio de una clase en la que ni siquiera él ponía atención a lo que decía, pensó en los estudiantes que podrían leer durante el lanzamiento del libro. Ustedes saben que en la universidad abundan los sujetos que se creen o anhelan ser escritores, y por supuesto el profesor Quiroga nos conocía a todos. Nos llamó. Una vez en su oficina, y con una camaradería que sorprendió a los que fuimos, un grupo de no más de seis estudiantes aceptamos leer nuestros poemas antes de que el profesor Quiroga hablara de su relación con Ruman Poliotkva.

Se conocieron en París, en una reunión de escritores ofrecida en una embajada latinoamericana. El profesor Quiroga llegó del brazo de la hija de un diplomático colombiano (el verdadero invitado a la fiesta), y allí, reconociendo a figuras imposibles de ver por el Barrio Latino, Francisco Quiroga distinguió la silueta de su Dios de tinta.

—Maestro —le susurró cuando pudo acercarse a su lado—, es usted el mejor de todos.

Luego repitió la frase, pero esta vez en un francés que a duras penas pudo comprender Poliotkva.

Esa noche se produjo en el universo de la literatura un encuentro con dos resultados contrarios: para uno de ellos sería el acontecimiento que marcaría su vida literaria; para el otro, sólo el saludo y la despedida de un rostro que olvidaría con facilidad.

No había vino en el auditorio. Y le habían prometido vino francés, “o por lo menos chileno”. Pero la muchacha encargada del auditorio, ante su solicitud, respondió que estaba rotundamente prohibido consumir licor en el interior del recinto Libertadores.

—De malas —replicó el profesor Quiroga—. Hoy se lanza el libro que marcará un hito en la historia de la crítica literaria en Colombia, y usted, ¡muchachita!, no podrá evitar que haya algo qué beber.

Llamó aparte a su esposa, pidiéndole que fuera volando al supermercado por algunas botellas de vino. Le dio dinero suficiente y las llaves del carro. Tan pronto la vio alejarse por la vía principal del campus, lamentó haberla enviado precisamente a ella. Su esposa no bebe, por lo tanto no sabe diferenciar entre un Sauvignon y un Moscatel de uvas pasas; esto preocupó al profesor Quiroga, quien siguió considerando el ir detrás de ella hasta que en el auditorio apareció la cúpula completa de maestros de la Escuela de Literatura. La profesora de filología clásica le dijo que esperaba ansiosa por comparar su libro con sus propias ideas sobre la última novela de Poliotkva. El profesor Orostegui, especialista en Shakespeare, le comentó que ya había leído la biografía del francés Leprince, y que consideraba que su libro sería mucho mejor.

—Ese francesito no sabe ni esto de lo que usted sabe —le aseguró al oído antes de preguntarle en un tono más alto por algo para refrescar la garganta.

Los que tenían clase con el profesor Quiroga a esa hora fueron los primeros en ocupar las sillas del auditorio; no podían darse el lujo de desaparecer sabiendo que su asistencia podía definir la nota de la clase. No era una obligación estar ahí, pero el peligro que significaba el profesor Quiroga para cualquiera obligó a todos a mostrar su cara, algunos incluso tratando de demostrar un interés exagerado por Poliotkva. Sobre el escenario, en una mesa con seis sillas, nosotros esperamos un siglo para leer.

Cuando el auditorio estaba sin una sola silla libre, cosa que rara vez pasa, el auto del profesor Quiroga apareció, trayendo consigo a su esposa. La vio de reojo cuando bajó del auto con la caja repleta de litros de vino y probablemente un kilo o dos de vidrio. La vio y aun así prefirió dirigirse hacia un muchacho que al mismo tiempo se aproximaba con las copias de su libro. Fue una competencia de relevo con una sola pareja.

Cuando el profesor Quiroga escogió la otra caja, su esposa quedó petrificada un segundo, envuelta completamente en un amor viejo e inútil. “Es su libro”, lo disculpó apenas vio que sostenía una de las copias en sus manos. Ese libro fue el tema de conversación a la mañana siguiente de haber dormido juntos por primera vez. El profesor Quiroga fue su profesor. Tomaron unos tragos después de una clase y ella creyó que era el hombre más inteligente que había conocido en su vida; lo que sucedió después fue una de las historias más contadas de ese año en la universidad: el profesor Quiroga le pidió matrimonio en la Torre Colpatria, en Bogotá, y ella contestó “está bien”, en lugar de “acepto”.

Se acercó a su esposo, dejó la caja en el suelo, y cuando esperaba la extensión de una felicidad tantas veces comentada en la cama, el profesor Quiroga gritó.

—¡Maricas editoriales universitarias!

En la portada se lee: La sombra del escritor, un estudio pragmático de la obra de Ruman Poliotkva, y hasta ahí el único problema fue una pésima fotografía que el mismo Quiroga escogió. En la parte trasera del libro su esposa leyó varias veces: “La morsa de Francisco Quiroga es la responsable de mis primeros libros” y siguió sin entender.

—No es morsa, es prosa. Debería decir prosa: La ¡prosa! de Francisco Quiroga es la responsable de mis primeros libros. Eso es lo que debería decir. Furioso, destapó la caja del suelo y abrió una de las botellas de vino; con agarrar la botella en la mano lamentó su suerte por casarse con una mujer que sólo bebe en Navidad. Era un vino dulce, de esos de los que solía mencionar para burlarse de sus estudiantes. “Niños de Moscatel”, decía.

—Mujer, ¿pero qué compraste? —le preguntó el profesor Quiroga sin siquiera soltar la botella.

No había nada más qué hacer. No podía lamentarse. Tampoco salir corriendo en busca de otro trago. El auditorio estaba a toda su capacidad y sabía que no podía demorar más su sueño de quince años de promesas. Bebió un trago y pensó que no era un escritor sino un astronauta mirando un contador gigante que sigue sin descanso hasta el cero.

Y empezamos nosotros, los teloneros de “La sombra de Ruman Poliotkva” como nos llamaron. Leímos y nos aplaudieron. Para ser justos, se tendría que decir que la mayoría de los que estaban sentados venían para oír el trabajo desconocido de sus compañeros de clase. En un momento el profesor Quiroga afirmó que éramos las promesas de la literatura colombiana. Por supuesto nadie le creyó, ni siquiera yo. Leímos, y lo hicimos con honestidad. No estaban mal los poemas, al menos no del todo, y pudimos haber seguido así durante horas.

Afuera del auditorio, y después de una batalla con la encargada que se obstinaba en evitar el consumo de licor, la esposa del profesor Quiroga ofreció copas de vino a todo el mundo, incluso a los que ya habían bebido y no querían repetir. Dentro del auditorio, y con un público temeroso de salir, el profesor dio inicio a su historia, repetida cientos de veces, sobre Poliotkva y él.

La noche que se conocieron, el maestro Poliotkva puso a prueba a Francisco Quiroga. Le preguntó por una de sus primeras novelas, desconocida por la mayoría, y el profesor Quiroga habló ininterrumpidamente por casi veinte minutos. Después de eso, la noche fue una mesa con una botella de vodka que desapareció, y dos amantes de la poesía hablando de literatura europea y latinoamericana.

—Fue un partido de tenis —decía orgulloso el profesor Quiroga—, el maestro y yo éramos dos amigos encontrados en los libros. Eso, muchachos, es la literatura.

Luego, la repetición de algunos chistes que contó Poliotkva esa noche en París. Con una carcajada que también era una imitación del escritor rumano, el profesor Quiroga se sirvió otra copa de vino y contó el momento cumbre de su anécdota, cuando el enorme escritor Ruman Poliotkva le reveló el secreto de lo que se debe escribir.

—Igual al poema de Sabines, Poliotkva acercó sus labios a mí oído y no me dijo nada. “Esa es la clave de la literatura, Pacho: el silencio”.

El profesor Quiroga, ya levemente ebrio por el vino, guardó el silencio respetuoso con el que concluía la anécdota cada vez que la contaba, y el auditorio, envuelto en jóvenes que veían a su profesor como un tipo ya entrado en la vejez, guardó también silencio aunque por razones completamente diferentes.

“Está chiflado”, susurró alguien antes de que los aplausos cercenaran el secreto promulgado por Poliotkva. Continuaron las historias del profesor Quiroga de un París descrito con plagios de Hemingway; en esas calles y buhardillas hicieron fila una lista detallada de escritores con los cuales el profesor Quiroga dijo haber tenido el placer de compartir una tarde. Cuando los falsos recuerdos terminaron, Francisco Quiroga reconoció una sombra del tamaño de los Cárpatos que se coló por entre el público y se detuvo al final del auditorio, en los últimos asientos. “Es él”, se dijo a sí mismo, seguro de que nadie más era digno de las quinientas páginas que eran su libro.

El profesor Quiroga continuó leyendo, concentrado únicamente en la sombra que lo miraba desde arriba. “La sombra del escritor es el fantasma creado por el maestro Poliotkva como el arquetipo de sus personajes, todos perseguidos o perseguidores del protagonista que han decidido idolatrar…”; mientras el profesor siguió leyendo –concentrado únicamente en las palabras– , los estudiantes empezaron, lentamente para evitar cualquier ruido, a deslizarse hacia afuera, donde la esposa de Quiroga seguía ofreciendo vino. De igual manera, las páginas del libro continuaron avanzando hasta que en el auditorio no quedamos más que la sombra de Ruman Poliotkva y unos cuantos estudiantes, cantidad suficiente para una rifa de uno a diez de su libro.

by Miguel Castillo Fuentes

nació en San Gil, Colombia, en 1985. Finalista en múltiples concursos de cuento, publicó en el 2010 su primer libro titulado Peces para un acuario. Forma parte del taller de escritura RELATA-UIS y actualmente estudia y trabaja en la Universidad Industrial de Santander.

One Reply to “La sombra de Ruman Poliotkva”

  1. 1
    Carmenza Pineda

    Hola Miguel Castillo que bueno verte crecer como escritor, para tí un cálido abrazo y la certeza de que vas a llegar lejos.

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