Cuando llegó al pueblo le vimos algo en los ojos, en la facha, en el andar mendicante, como un resabio de tormenta que la alejaba de la piedad. Eso de buscar la comprensión y el afecto de los desconocidos, como si llevar el miedo, o la culpa, o los dos, destrozándole los días y los insomnios, la diferenciara de nosotros. En un pueblo como el nuestro, lo diferente, lo diverso, termina por resultar desapacible, sin esperanza de salvación.
Ni bien bajó del ómnibus con esa bolsa del mercado llena de ropa, agrisada por la tierra de la ruta, esos zapatos de niña, hebillas y charol rajado, el vestido de flores absolutamente abiertas y celestes sobre un fondo verde, supimos que todo en ella era lamentable sin vuelta atrás y que aparentaba cargar con cientos de años en apenas los diecinueve o veinte que tendría.
Al entrar en la proveeduría de Juárez, se arregló el cabello. Habló con la hosquedad débil de quien ha perdido el orgullo y aún no lo sabe.
-Vengo porque el turco Halim me dijo que anda necesitando sirvienta.
Elsa la miró un rato. Apoyó los ojos en esos hombros arqueados, en el escote imposible de llenar y se detuvo en el vientre que acusaba la preñez avanzada de la que parecía estar huyendo tapándola con el abrigo, portándola como un mal agüero. Elsa, después, explicó que no se animó a echarla, que se detuvo en las disculpas. Cuando Juárez volvió de hacer el reparto, le presentó a la nueva sirvienta y la chica saludó, sin darle la mano ni poner la cara para el beso, con esa sonrisa de dientes disparejos que no buscaba complacer, sino más bien pasar por disculpa.
-Es un peligro- le dijo Juárez a Elsa viéndola barrer el negocio. La escoba formaba un arco de tierra que la chica juntaba en un cartón y tiraba en la calle pero el viento devolvía la mugre al local con la misma prontitud con que la habían juntado.
Ya estaba entre nosotros. Con su pequeñez y su olor a cuero lavado una y otra vez con el jabón grasiento de la miseria. Elsa la hacía trabajar hasta dejarla sin fuerzas. Desde el mostrador, los pelos en la cara, las manos debajo de las tetas, rascándose el tobillo del pie con el pie contrario, la vieja analizaba cuánto podía durar la lozanía de la intrusa tras cada esfuerzo.
A los pocos días se descompuso. Tampoco la lástima estuvo allí. Juárez la encontró en el suelo, los ojos lacrimosos, agarrándose el vientre sin entender el dolor. Esa noche parió ante la soledad sin caricias ni lágrimas de sus patrones. Cuando el médico se fue, ni tiempo dio de llegar al hospital, un parto largo, con mucha sangre y gritos, la mujer le pidió a Elsa que le alcanzara una bolsa de nylon del ropero. De allí sacó una manta tejida con la que envolvió al niño.
-Era para él -se justificó-. Así deben ser las cosas.
No había ternura en ese acto, no. Más bien, la actitud de quien ahorra un aborto para copiar la vida.
El nacimiento no trajo nuevos motivos para aceptarla. Juárez dijo que un niño en la casa era un abuso pero echarla a la calle era peor, así que, sin alternativa, la dejaron como a un mueble, en silencio tardes enteras.
No sabemos qué le vio a ese viejo destruido por la borrachera, que llegaba cada siesta a la proveeduría reclamando su vaso de vino, a vaciar ausencias y mirar por la ventana la huella de los veranos. No sabemos, no supimos qué hizo esa condenada por el hombre que no quería seguir viviendo. Desde que empezó a tomar hasta el momento en que la sierva se atravesó en sus ojos, sólo había tenido tiempo para esperar la muerte. Un día se hablaron. Elsa y Juárez los vieron juntos en la vereda. Él comentó cosas simples mientras ella amamantaba una criatura escuálida y rosa. De pronto se reían. Con esas risas que no duran porque son puro impulso, puro ruido sin dicha.
-Están perdidos -murmuró Elsa con el fastidio que la despertaba cada día.
Tenía razón en odiarlos porque lo inexplicable causa odio cuando es bello, impotencia, congoja, un sentimiento que no se espanta como las moscas con el repasador mojado.
El viejo le preguntó de quién era el niño y la mujer habló de un hombre que la llevaba de su casa a la quinta donde cosechaba verduras. Una vez detuvo el camión y la hizo bajar. Después no necesitó obligarla, no necesitó buscarla en su casa, no necesitó siquiera llevársela lejos. Bastaba tenerle ganas para que la mujer lo saciara presta. Cuando se dio cuenta estaba gruesa y sola, con un bollo de ropa usada por toda maleta, en un colectivo rumbo a algún pueblo lejos, donde nacer un hijo sin levantar rumores. No contó que el camionero era casado, que se despidieron con pocas palabras, que era de noche y que él la dejó en la ruta con un sándwich y dos billetes.
La borrachera del viejo acompañaba bien la sumisión de la mujer. Después de cambiarle los pañales a la cría, ayudaba al hombre en el camino hasta la cama, un cuarto ruin, sin pintar, en el fondo de la única pensión del pueblo, asfixiada de humedad y resacas espantadas con nuevas borracheras. La dueña de la pensión contaba que eran respetuosos entre sí esos extraños. Que ni bien el viejo caía en la cama, ella le acariciaba la frente y se quedaba sonriéndole hasta que el hombre se dormía.
-No se quieren. Se precisan -afirmaba Elsa. Y eso era cierto porque para decir que vivían era menester necesitarse, aunque fuera en el juego de levantar un niño famélico en el aire o de hablar de los orígenes del vástago. Se precisaba otro conmovido, presente, otro que preguntara las soledades, las decepciones del abandono. Se hicieron parte del paisaje y como una fruta que se pudre o un árbol al que devoran las hormigas, la atención se perdió de ellos. De a poco ya nadie los tenía en cuenta. Nadie reparaba por las calles en las tres siluetas de la siesta. Se murieron de memoria, como lo hacían habitualmente las personas que no importaban.
Lo definitivo, lo curioso, lo trágicamente curioso fue que se amaron. Sí. El viejo y la puta fea madre del recién nacido, en algunos actos, en miradas que el viento dispersa, afrontaban una suerte de amor. Distinto, pero tan parecido al amor verdadero que se hacía evidente y por eso mismo imposible de ser creído.
-Qué vergüenza ese viejo -decían en el boliche. Pero no era vergüenza, no. Era rabia lo que brotaba de nosotros, al comprobar que el mundo inaudito de esos dos nos estaba vedado.
-Pero esa turra, esa loca haciéndose la modosita -decía otro en el mercado sin querer decir eso en realidad, sino consintiendo que la admiraba, que por suerte a ella, le había tocado eso que a pocos le toca en la vida: ser entendida en el cariño.
Los verdaderos sentimientos se camuflaban en rencores. Solían quedar tapados tras expresiones gigantes que confirmaban el derecho que se tenía sobre lo juzgado, sobre aquello que incomodaba por ser el revés de uno, la dicha que no se alcanzaba, la compañía que el tiempo decidía alejarnos.
Fue un alivio cuando llegó una mañana un camión destartalado al pueblo. Se detuvo en la proveeduría y bajó un hombre, abultados los párpados de buscar a alguien que por fin se había hallado. La chica, el crío prendido de su teta mascada y pecosa, habló con el camionero en el patio del negocio. Se reprocharon, sin herirse, las mutuas decisiones. Después, ella fue a la pieza y cargó en la misma bolsa sus trapos escasamente blancos. Salieron juntos. Elsa vio que el hombre la ayudó a subir al camión. Se los tragó la ruta, sin adioses.
El borracho de la pensión volvía cada tarde a beberse el trago de los locos. Nunca preguntó por la joven madre. El día de la partida, revisó con los ojos el bar, al no ver a la chica, se hundió en un silencio de vino. Después fue a la pensión a dormir, sin sueño, la pesadilla de haber amado.
Lo descarnado, lo curioso y descarnado de todo aquello fue lo que contó Juárez a Elsa el día en que el borracho murió y la chica volvió al pueblo para un velorio decente, con el feto transformado en un niño aseado. Habló sabiendo la verdad contada por el muerto en una tarde de confesiones bochornosas. Habló con la convicción necesaria para que no se perdiera nada del odio que debe sentirse en esos casos, aunque prevaleciera cierta ternura en el relato. Después no tuvimos más interés en esa historia.
Nunca se entiende qué vínculo, qué atrocidad sin límite renueva la necesidad del otro. Ni siquiera la de un padre, él, el muerto, el borracho, de su hija, esa loca, esa puta preñada que vuelve, que volvió para ofrecerse en cariño y después írsele, sin más, sin anuncio, satisfecha o insultante, para no olvidarlo nunca.
nació en Santa Fe, Argentina, en 1971. Es profesor en letras. Desde hace tres años lleva adelante la página web www.satencereza.com.ar, donde publica breves trabajos en prosa, crítica literaria y cinematográfica.
MUY BELLA HISTORIA, Q RELATA LA SIMPLEZA DE LOS SENTIMIENTOS… ALGUNOS PASAJEROS PERO, NO MENOS IMPORTANTES. fELICITACIONES POR LA PUBLICACIÓN DEL MISMO. REALMENTE MERECIDA!!!
Es excelente, duro, descarnado, real.
¡EXCELENTE! ME ATRAPÓ ESTA HISTORIA DE DESAMPARADITOS QUE ANDAN POR LA VIDA. LA NARRACIÓN, IMPECABLE; NI UNA PALABRA DE MÁS: SÓLO LAS NECESARIAS PARA RECREAR ESE MUNDO DE DESOLACIÓN Y ABANDONOS QUE TANTO CONMUEVEN.
GRACIAS MIGUEL GAVILÁN, MERECES ESA DISTINCIÓN Y MUCHAS MÁS…
Me ha conmovido la franqueza y sensibilidad del cuento. No le sobra ni le falta para dejarme abrazada de un suspiro.