Cuerpo y alma: El derecho de la propiedad intelectual y su cumplimiento en la era del libro electrónico
***
El manuscrito más valioso que custodia la Real Academia Irlandesa es el RIA MS 12 R 33, un libro de salmos del siglo VI, conocido por el título de an Cathach (El luchador), o Salterio de San Columba. Se cree que es el salterio irlandés existente más antiguo, el ejemplo más temprano de escritura en Irlanda – y la copia pirateada más antigua del mundo. Según la tradición, San Columba transcribió en secreto el manuscrito a partir de un salterio que pertenecía a su maestro, San Finiano. Finiano descubrió el subterfugio, exigió la copia, y expuso la disputa ante Diarmait, el último de los reyes paganos de Irlanda. El rey decretó que “a cada vaca le pertenece su ternero”, y por tanto la copia de un libro pertenecía al propietario del original. Columba apeló la decisión en el campo de batalla, y derrotó a Finiano en sangriento combate en Cúl Dreimhne. No queda resto alguno del manuscrito original de Finiano, si es que existió. Únicamente subsiste El luchador.
Es difícil conciliar el caso Finiano versus Columba en el marco del derecho moderno de la propiedad intelectual. Los salmos en cuestión fueron atribuidos a Dios, revelados a David, y traducidos por San Jerónimo en el siglo IV, de manera que la reclamación de Finiano sobre la propiedad intelectual en esa obra no está nada clara. Puede ser simplemente que el pagano Diarmait asociase de forma espontánea su veredicto a las páginas de pellejo de Cathach. Pero cualquier falta de rigor judicial queda redimida sin duda por la temprana intuición del rey de que hay algo de valor en un libro más allá de su ser físico, de que tiene un espíritu además de una carne, y un alma más allá de su cuerpo – y también por la prodigiosa consecuencia de que efectivamente se entable una guerra militar por una sola copia ilegal, al menos en parte, y que esa copia proscrita se convirtiera en un tesoro nacional.
El asunto de la protección de la propiedad intelectual apenas volvió a resurgir durante unos ochocientos años, no tanto porque no se valorasen la maestría y el esfuerzo de los autores sino porque las condiciones tecnológicas y económicas nunca permitieron que la copia se convirtiese en un problema serio. La pericia y el esfuerzo que conlleva la producción de un manuscrito significaron que apenas resultara más barato pagar a un escriba por copiar una obra que encargar una nueva, mientras que el sistema del mecenazgo se aseguraba de que a los autores se les pagase y se les animase a escribir, incluso si su trabajo era copiado. Por supuesto, la demanda de libros pirateados estaba constreñida por el hecho de que casi nadie sabía leer.
Casi todo eso cambió con la imprenta de tipos móviles metálicos de Gutenberg, la cual, hacia 1480, ya se había extendido por toda Europa. De pronto, los libros podían comprarse por poco dinero, en vez de realizar costosos encargos. Aumentó la alfabetización, y empezó a formarse un verdadero mercado del libro, con la misma economía básica que funciona hoy en día. Esto es, mientras que se requerían todavía esfuerzo y mucho capital para crear la primera copia, el coste incremental de cada una de las copias subsiguientes se desplomó hasta casi nada.
Estos cálculos se aplicaban de forma más convincente a los primeros piratas comerciales, que descubrieron que podían evitar gran parte del coste de la primera copia. Tenían que invertir aún en una imprenta y obtener una copia de un libro o de una obra de teatro – preferiblemente, una copia birlada antes de la publicación oficial – pero una vez habían dispuesto los pedazos de metal, podían estampar y vender cuantas copias quisieran. Y eso hicieron: piratas emprendedores como Harry Hills, Edmund Curll y William Rayner fustigaron bien pronto a la naciente industria, pero recibieron una buena tunda y fueron manteados por “robo de copias”.
A cada vaca le pertenece su ternero. En 1557, la Stationers’ Company de Londres recibió su Cédula Real, para regular la industria del libro y mantener el registro de los derechos exclusivos de los editores sobre ciertas obras. Solamente era necesario declarar dichos derechos, no probarlos, y pertenecían de manera firme a los editores. Pero estos contrataban en su mayoría con los autores, y la Compañía patrullaba las callejuelas de Fleet Street y Grub Street en busca de imprentas clandestinas y copias no autorizadas. Esos esfuerzos parecen haber mantenido la piratería de libros dentro de unos niveles aceptables, hasta que en 1710 el llamado Estatuto de la Reina Ana otorgó por primera vez a los autores derechos sobre sus propias creaciones.
El derecho de la propiedad intelectual se inventó a fin de proteger a los libros en una época de profundo cambio tecnológico; en los tres siglos siguientes, los libros apenas cambiaron. Se inventó la novela: nos llegaron Robinson Crusoe y Orgullo y prejuicio, y luego Ulises y La broma infinita. Hubo los distintos formatos DIN A y los libros de bolsillo, y los manuscritos escritos a mano y las bandejas de tipos dieron paso a los procesadores de texto y a Adobe InDesign. En lugar de comprar un libro en la casa taller del impresor, aparecieron las grandes cadenas, los grandes almacenes o la tienda de Amazon. Pero el libro sigue siendo fundamentalmente lo mismo: páginas de papel impresas con tinta y encuadernadas para formar un códice, desde tiempos inmemoriales. Los procesos industriales han cambiado, el marketing innegablemente ha cambiado, pero el producto no lo ha hecho.
Si consideramos las olas tecnológicas que han transformado otras industrias artísticas, su consistencia parece sorprendente. La música ha avanzado desde las partituras y los rollos de Pianola a los cilindros de cera, los discos de vinilo, las cintas grabadoras y los cartuchos de 8 pistas, los discos compactos, y ahora los archivos digitales almacenados en discos duros o transferidos por el aire mismo. Los pintorescos filmes de la Ley de la Propiedad Intelectual fueron animados por el sonido y el Tecnicolor, emigraron desde los cines a las cintas de video, a los discos láser, el DVD y el Blu-ray, y han terminado como archivos digitales en los mismos discos duros y servidores que nuestra música.
Han supuesto unos tremendos avances para los consumidores, dándonos acceso instantáneo a música, programas de televisión y películas desde cualquier lugar del mundo, no solamente en la comodidad de nuestros hogares sino también en el tedio de la cola del banco y de los vuelos de larga distancia. Han abierto nuevas y excitantes fuentes de ingresos para las artes creativas. Pero lo que es bueno para el pavo con licencia legal, es como mínimo tan bueno para la pava pirata, y esa reciente revolución en la música y en el cine ha alentado una carrera de la reina Roja, cada vez más frenética, y ha transformado el derecho de la propiedad intelectual y su cumplimiento en todo el mundo.
El problema es que la reducción de las obras musicales y cinematográficas a archivos digitales de alta resolución ha hecho posible que cualquiera copie una canción o una película un número infinito de veces con fidelidad perfecta. En los viejos tiempos, uno podía copiar en una casete una canción de la radio o de la casete de un amigo, pero como las cintas eran analógicas, cada copia que se hacía salía peor que el original del que se copiaba, fuera lo que fuese. La copia pirata de AC/DC apenas se podía escuchar para cuando te llegaba. Pero el CD y el DVD son medios digitales, de manera que cada copia es idéntica al original – aparte del mismo disco brillante, del estuche y del encarte de cartón que lo acompaña, y ahora incluso esos se han desvanecido en la Tienda de descargas de iTunes y sus competidores. Y la ubicuidad del acceso de alta velocidad por internet significa que ahora ya no es necesario conocer a alguien que conozca a alguien que se haya comprado el álbum o la película original. Ya no hace falta hacer escala en Bangkok o en el barrio chino de cualquier ciudad para adquirir esa colección tan misteriosamente económica. Solamente te hace falta buscarlo en la red, en un localizador de BitTorrent, en el reformulado Usenet, en el mismo Google. Ahora, el mundo entero es tu generoso y furtivo amigo.
Al mismo tiempo, la cambiante economía de la producción musical y cinematográfica supone que las primeras copias de una película normal o de un álbum grabado en estudio se han hecho carísimas, galácticas. En una superproducción de Hollywood pueden llegar a trabajar hasta mil personas durante todo un año. Un millón de accionistas podrían pedir a gritos beneficios en una industria en la cual los éxitos son algo casi imposible de predecir, en la que nadie sabe realmente cómo hacer una canción que la gente quiera escuchar o una película que todos quieran ver, a no ser que gasten decenas de millones en marketing, valores de producción, efectos especiales y franquicias.
Que no extrañe pues que el derecho de la propiedad intelectual y su cumplimiento hayan llegado a este estado febril. El tiempo de caducidad de la propiedad intelectual bajo el Estatuto de la Reina Ana se extendía a catorce años solamente; en la actualidad, es de por vida más 70 años para un autor humano, y entre 95 y 120 en el caso de una empresa. Puede continuar ampliándose a medida que surge la amenaza de que propiedades valiosas caigan en el dominio público. El alcance de la propiedad intelectual en exclusiva se ha ampliado a una creciente gama de obras derivadas, mientras que se han restringido con más fuerza las categorías de lo considerado como uso justo. Las multas por la descarga de una canción o de una película son ahora de una magnitud mayor que por el robo del mismo contenido en un CD o en un DVD – aunque solamente se detectan una proporción infinitesimal de las infracciones en línea, por no hablar de que vayan a juicio.
Técnicamente, la mayoría de estos cambios se han aplicado a los libros además de la música y las películas, pero la industria editorial nunca ha presionado a favor de una reforma del derecho de la propiedad intelectual de un modo ni remotamente parecido al entusiasmo de Hollywood o los sellos discográficos. Desde hace tiempo, tanto los autores como las editoriales están preocupados porque la gente ya no lee, porque los periódicos ya no les reseñan, porque las librerías están cerrando; pero han sido razonablemente optimistas respecto al derecho de la propiedad intelectual, porque durante cientos de años dicho derecho ha hecho bien su trabajo de proteger los libros para los cuales fue inventado. Gracias a los escáneres y al reconocimiento óptico de caracteres y la composición tipográfica por computadora, los piratas comerciales ya no necesitan disponer manualmente los pedazos de plomo – pero los costes de impresión son todavía sustanciales, la distribución es difícil y puede detectarse con facilidad, y el pirateo comercial se limita por lo general a países en vías de desarrollo, cuyos gobiernos ven el cumplimiento de las leyes de la propiedad intelectual como algo de baja prioridad. Además, el pirateo de un solo libro es algo más o menos imposible: uno puede fotocopiarse un libro entero o escanearlo en su computadora, pero los resultados no compensan realmente tanto esfuerzo.
Durante siglos ha sido ésta la mejor protección del libro. Al igual que el rey Diarmait, sabemos que la esencia y el valor de un libro no se limitan a su forma material. Pero el cuerpo y alma de un libro están unidos en formas complicadas, y más allá de eso, involucrados con nuestros propios cuerpos y almas. La forma física de un libro ha determinado nuestra arquitectura, nuestro mobiliario, los músculos y tendones de nuestro cuerpo, nuestras secuencias neuronales; la manera que tenemos de sentarnos en una biblioteca o en una sala de lectura, con una lámpara y una silla; ese modo que tenemos de acurrucarnos en la cama. Tantas cosas en la lectura son específicas respecto al libro físico, y el libro físico es casi imposible de copiar. Un montón de fotocopias sin encuadernar, una ventana abierta en Microsoft Word o en Acrobat Reader, un libro mal pirateado cuyas líneas se ladean, cuyo forro no resulta atractivo, con múltiples erratas —ninguna de estas cosas sustituyen al libro verdadero. Ninguno de nosotros podemos hacer una copia que se parezca a un libro propiamente dicho, y así, el libro ha seguido estando a salvo, mientras que la música y las películas han exigido cada vez más protección de la legislación, cada vez más ambiciosa, en materia de propiedad intelectual. A diferencia de sus precarios primos, el libro está a salvo de la copia. O al menos, lo estaba.
Los libros electrónicos acudieron a la ya prehistórica Internet con el Proyecto Gutenberg en 1971, pero hasta 1998 no aparecieron los primeros lectores electrónicos destinados a dicho uso. El NuvoMedia Rocket eBook tenía una pantalla monocroma de 14,5 cm, 3,8 cm de grosor y pesaba unos 600 gramos. Sus cuatro MB de memoria flash podían albergar unas diez novelas. El SoftBook tenía una pantalla de unos 24 cm en escala de grises y un modem integrado que se conectaba al enchufe del teléfono y descargaba libros a una velocidad de unas 100 páginas por minuto; pesaba 1,3 kg. Los dos eran un poco toscos y difíciles de leer, el texto tenía una apariencia irregular y el contraste era bajo; más que nada se parecen al Etch-a-Sketch original. El tiempo y el esfuerzo necesarios para cargar un nuevo libro apenas alentaban el impulso de su compra. Hasta sus mismos fabricantes restaban importancia a su amenaza al mercado tradicional del libro.
‘Del mismo modo que las cintas de video no pusieron fin a la afluencia del público a los cines, los libros electrónicos no pondrán fin al deseo de la gente por tener libros’, vaticinó el Director Ejecutivo de SoftBook. Y tuvo razón, pero no por mucho tiempo. En el año 2004 se produjo en Japón el lanzamiento del Sony LIBRIé EBR-1000EP, el primer aparato que utilizaba tinta electrónica, lo cual proporcionaba un texto significativamente más claro y legible, con un consumo mínimo de electricidad. El lector PRS-500 de Sony salió a la venta en todo el mundo en 2006, seguido del Kindle de Amazon en 2007. Esta nueva generación de aparatos tenía pantallas de alta resolución de 15,2 cm y pesaba menos de 300 gramos, y conforme las reproducciones iban saliendo rápidamente al mercado – por el camino se les unieron el Nook de Barnes and Noble en 2009, el Kobo en 2010 y otros contendientes bien hermosos, como el iLiad – se hicieron más elegantes y más simplificados, su almacenaje aumentó mil veces, añadieron conexiones inalámbricas integradas con las tiendas de libros en línea, y la gente empezó a comprarlos.
En 2010, Apple lanzó su primer iPad. Fue publicitado como un aparato multiusos, y empleaba un visualizador LCD de 24,6 cm en lugar de la tinta electrónica, al estilo de los portátiles, pero Apple demostró que, al menos en parte, apuntaba al sector de los lectores, al confinar sus dimensiones de visualización en una proporción acomodaticia al libro al tiempo que ponía en marcha su propia tienda de libros electrónicos. Muy pronto surgió de casi todas partes una variadísima gama de tabletas similares, muchas de las cuales utilizaban el sistema operativo Android de Google. La mayoría de esas tabletas pueden utilizarse para comprar y visualizar libros desde la mayoría de las librerías electrónicas, de manera que uno puede leer sus libros de Kindle, Nook o Kobo empleando las apps de iPad y Android destinadas a ello, aunque las restricciones de Apple impiden que esas apps ayuden a comprar nuevos libros, y no se pueden leer iBooks en otra tableta que no sea el iPad.
Estos aparatos se están volviendo objetos atractivos, y mecerlos entre las manos, pasar páginas y deslizar los dedos se está convirtiendo más en placer que labor. Son aproximadamente del mismo tamaño y peso que un libro de tapa dura o rústica, aunque son mucho más finos; mucha gente los viste con cuero agradable al tacto o con un forro de tela para hacer que se parezcan más a un libro. Van bien en el sofá, quedan perfectos en la mesilla de noche. Leer en la pantalla no es lo mismo que leer un libro de verdad, y pasar página en la pantalla o pulsar un botón no se parece en nada al pasar la página de papel. Uno no recibe la sensación sensorial que le dan dos secciones de papel para saber por dónde va uno en el libro; el crítico de cine Roger Ebert ha comparado la experiencia a correr en una cinta en un gimnasio. Los primeros estudios sugieren que lleva más tiempo leer un texto electrónico, y que es posible que recordemos peor lo que leemos.
Pero por primera vez tenemos alternativas al libro de papel que son, como mínimo, parecidas al libro de papel. Un estudio del grupo Nielsen Norman reveló que los lectores informan de un nivel similar de disfrute al leer en un iPad, en un Kindle y en un libro impreso, con valoraciones de 5,8, 5,7 y 5,6 sobre un total de 7, respectivamente. La lectura en una pantalla tradicional del PC se valoraba solamente en un 3,6, lo cual sugiere que los lectores electrónicos se perciben mucho más como libros que como PCs o portátiles, cuya tecnología subyacente comparten. Mucha gente que juraba que nunca podría leer una novela en la pantalla del PC descubre que ahora sí puede hacerlo, siempre y cuando puedan sostener dicha pantalla entre sus manos.
Las cada vez mayores ventas de lectores electrónicos parecen corroborar los estudios anteriores. Amazon vendió más e-books que libros de tapa dura en el segundo trimestre de 2010, más que los de rústica en el último trimestre del mismo año – y en mayo de 2011 sus ventas superaron a los impresos, libros de tapa dura y rústica conjuntamente. Como librería en línea, Amazon no es representativa de todo el mercado, pero las estadísticas de 2012 muestran que en los Estados Unidos las ventas de copias digitales supusieron un 30 por ciento de los ingresos en concepto de ficción para adultos, el más alto de todos los formatos individuales. HarperCollins ha informado de un porcentaje de ingresos situado en el 14% por ventas de copias electrónicas en todo el mundo, en el caso de Penguin se sitúa en el 19%, y para Simon & Schuster la cifra llega al 21%. No está claro en qué nivel se estabilizarán esos números.
El lector electrónico nunca evocará las mismas emociones que un libro de papel. No será nunca la misma sensación, no emitirá nunca el aroma a tinta reciente o a polvo envejecido, no amarilleará con el tiempo, no podrá uno guardar en ellos las entradas a conciertos o los billetes de metro o postales. A veces eso tendrá una gran importancia, pero otras veces apenas importará. Con algunos libros, todo lo que importa es la página, su textura, la imagen impresa en ella, el mismo girar la página. Pero con otros libros, lo que importa son las palabras, los personajes, las historias mismas. Son mucho más espíritu que carne, más alma que cuerpo, y leerlos en un lector electrónico pudiera no ser la muerte, sino la apoteosis. Y un lector electrónico puede contener cien mil libros, y hacer acopio de los nuevos tan rápido como uno piense en ellos. Para muchos libros, y para muchos lectores, está resultando que el compromiso vale la pena.
Las cintas de video no pusieron fin a que la gente acudiese a los cines, pero las pantallas de plasma gigantes con sonido envolvente y películas en alta definición sí han hecho mella. El Rocket eBook y el SoftBook no pusieron fin a la apetencia por los libros de papel, pero el Kindle más nuevo o el siguiente iPad – y sea lo que sea que esté por venir – bien pudieran conseguirlo.
El libro está cambiando, por primera vez en siglos, y su transición a un formato digital puede resultar tan transformativa como su primera industrialización con la imprenta. Cualquier cosa hecha con bits digitales puede copiarse perfectamente y enviarse a la otra punta del mundo en un instante. Si un libro electrónico en un lector que uno sujeta con las manos es una aproximación satisfactoria de un libro real – y ese ‘si’ ya no es tan grande como solía serlo – entonces, por primera vez, cualquiera puede copiarlos, con una semejanza satisfactoria y sin esfuerzo alguno. Como siempre, esto es algo estupendo para las editoriales y los autores, pero lo es incluso mejor para los piratas. La buena noticia es que el pirateo comercial está, más o menos, condenado: nadie va a pagar por un producto de imitación cuando puede conseguir exactamente lo mismo gratis. La mala noticia es que es seguro que el pirateo de copias individuales, personales, va a dispararse.
Y puede que el buque de la bandera negra ya haya zarpado. La gente ha compartido copias escaneadas en PDF, poco manejables, de los libros de J.K. Rowling ya desde Harry Potter y la Orden del Fénix (2003). Los fans más entusiastas compartieron sus propias traducciones no autorizadas mucho antes de que las versiones autorizadas estuvieran disponibles, y fotografías digitales de cada una de las páginas de Harry Potter y las reliquias de la muerte (2007) aparecieron en línea antes de la fecha oficial de puesta a la venta. El símbolo perdido, de Dan Brown (2009), apareció en los sitios de intercambio de archivos a las veinticuatro horas de su lanzamiento, y aparentemente se realizaron unas cien mil descargas en los tres días siguientes. El investigador en línea Attributor estimó que nueve millones de libros se habían descargado de forma ilegal en los últimos meses de 2009, si bien la base de esta estimación no está nada clara, y la compañía parece haber cambiado a mediciones más defendibles, como el aumento del número de veces que los usuarios buscan en Google copias electrónicas gratuitas – un incremento del 50% en los doce meses anteriores a octubre de 2010.
Comparados con las copias escaneadas a PDF del escenario pirata temprano, los e-books que están ahora a la venta en iBookstore o en la Kindle Store son obras de belleza eficaz, a menudo exportadas directamente de los archivos maestros de InDesign y marcadas precisamente a fin de preservar encabezamientos y subtítulos, separaciones de capítulos, los puntos donde se usa un guion. Pueden incluir ilustraciones en mapas de bits, pero en su mayor parte son texto, distribuidos un byte tras otro en diminutos tesoros. Cuando uno los ve en su disco duro, se piensa que debe haber un error. Después de esos años de investigación, de las interminables horas delante de la pantalla en blanco, un cursor intermitente – ¿Y solamente ocupa 400 kilobytes? ¿Y la mitad de eso es la imagen frontal? Una canción de cuatro minutos de la iTunes Store es veinte veces más grande, una película de noventa minutos es diez mil veces más grande, y esos son los archivos para los que se han construido los torrent y los armarios digitales. El canon occidental al completo no es nada para estos paleadores de información digital – menos que un episodio de Todo el mundo quiere a Raymond.
En este punto, debemos asumir que todos los libros con más o menos éxito publicados en formato electrónico – seguramente todos los libros más o menos exitosos a partir de ahora – estarán rápidamente disponibles, de forma ilegal, y gratis. Toma unos segundos descargar un libro hermosamente formateado y empaquetado por la editorial, toma segundos eliminar la administración de derechos digitales para que cualquiera pueda leerlo en cualquier aparato, y luego unos pocos segundos más para subirlo a internet otra vez. La proliferación del pirateo de música y de películas se ralentizó en parte por el tamaño de los archivos y la velocidad de Internet hace unos años. Un libro electrónico no haría mucha mella en la cuota mensual de descarga de datos del teléfono móvil de cualquiera.
De modo que, aunque le ha llevado mucho más tiempo que a la música y al cine, el libro va a caer, pero la caída va ser mucho más dura. Cada dos o tres días, alguna persona o un grupo que se hace llamar NERDs sube un par de cientos de libros al newsgroup alt.binaries.e-books en los glamurosos formatos EPUB y Mobipocket, que utilizan el iPad, el Kindle y el resto de dispositivos. Allí están, de los narradores australianos, los Tim Winton, Kate Grenville, Colleen McCullough, Christos Tsiolkas, Steve Toltz, David Malouf, y Peter Carey enterito. No es todavía el caso que uno pueda encontrar todo lo que quiera, particularmente en el caso de los autores que no tienen contratos internacionales de publicación, pero todo se andará.
Libros cuya producción costaba tiempo, esfuerzo y dinero, están ahora disponibles gratis. ¿Hasta qué punto es un problema? En realidad, eso no lo sabe nadie. Attributor calcula que el pirateo le costó a la industria editorial 2.800 millones de dólares en 2009 –pero no lo saben con certeza. En diciembre de 2010 la Asociación de Editoriales Americanas informó de que diez de sus miembros habían pagado cerca de ochocientos mil dólares a una firma de servicios de seguimiento en línea, quienes habían identificado cerca de trescientos mil títulos infractores en internet – mas no hay modo alguno de saber con qué frecuencia se descargaron esos libros electrónicos, y hay menos posibilidades todavía de saber cuántas de esas descargas representaron una pérdida de ventas, y de qué modo podrían relacionarse con las ventas futuras.
Los autores que arguyen que el pirateo no es para nada un problema, que cada descarga es un nuevo fan en potencia que es seguro que comprará el siguiente libro o recomendará todos los libros a sus amigos, simplemente no lo saben. Paulo Coelho ha puesto en marcha su propio sitio web, que recopila las ediciones piratas de sus libros desde las redes Bit-Torrent. “Desde entonces, mis libros han vendido cerca de 140 millones de copias en todo el mundo”, dice. No sabe cuántos hubiera vendido en el caso contrario.
Neil Gaiman piensa que la puesta en circulación de una copia digital gratuita de American Gods (2001) triplicó sus ventas, y que ya no le tiene miedo al pirateo. “Se trata de gente que presta libros. Y uno no puede considerar eso una venta perdida”, dice. “Lo que en realidad está haciendo uno es publicidad. Se llega a más público. Crece el conocimiento de la obra… Y básicamente, pienso que eso es algo increíblemente bueno”. Pero no lo sabe a ciencia cierta. Cory Doctorow dice que medio millón de de descargas gratuitas de su Down and Out in the Magic Kingdom (2003) ayudaron a que el libro lograra alcanzar cinco reimpresiones. “Regalar libros no me cuesta nada, y de hecho me sirve para hacer dinero”, dice. Es posible que él sí lo sepa. Hay cada vez más pruebas anecdóticas de que es así. Pero realmente, nadie sabe si ese tipo de estrategia funcionará para todos los libros y todos los autores, o si funcionará a largo plazo.
Lo que sí sabemos –deberíamos saberlo– es que no podemos impedir que la gente piratee los libros, al menos no podemos hacerlo por la fuerza ni mediante la amenaza de la fuerza. Hay cada vez formas más ingeniosas de compartir información digital a través de internet, cada vez más rápidas, cada vez más convenientes, cada vez más furtivas. Hay formas de hacerlo que, simplemente, no pueden detectarse. Los piratas a los que pillan son los diletantes, los aficionadillos, los piratas menos serios. A los piratas serios no los pillan nunca. A los agregadores, confeccionadores de índices y creadores de enlaces más visibles los desmantelan enseguida, pero surgen otros nuevos de inmediato. La Supernova agonizante abrió paso a la Mininova, de cuyas cenizas surgió Monova, y hay una caterva de atractivos nombres disponibles. El control de internet y los avisos de desmantelamiento y cierre, y los pleitos dispersos no pueden hacer gran cosa, si es que sirven de algo, por reducir la disponibilidad de materiales pirateados.
Quizá lo más que dichas medidas puedan esperar lograr es mantener el tema candente en los medios y en el discurso cultural, un recordatorio del esfuerzo de la creación artística para los piratas no comprometidos, y de que está en juego el sustento profesional de muchos, y ello puede que sirva para hacerles recapacitar y que paguen lo que podrían conseguir gratis. El novelista Chris Cleave cree que la gente piratea libros por pura ignorancia. “No lo hacen porque sean maliciosos, sino porque no lo entienden”, le dijo al rotativo The Guardian en marzo de 2011. David Hewson, escritor de novela negra, piensa que todo lo que podría hacer falta es una campaña que recuerde a los lectores que “La gente que adora los libros no los roba.” Tienen esperanzas, y puede que con razón. Lectores y autores tienen una relación especialmente íntima, y quizá, de una lealtad singular. Es la voz del autor la que se oye en la cabeza del lector, creando mundos con sus palabras. Cuando uno lee un libro, puede tener la sensación de que ha sido escrito para uno solo. No es difícil apreciar el esfuerzo personal que supone. Puede que no haga falta recordárselo a los lectores – puede que no sea ése el problema.
La gente que adora los libros no roba libros. Pero, ya se sabe, puede ser que los presten o los tomen prestados, puede ser que los degusten y paguen solamente por los que realmenteadoran, puede que se descarguen un libro que ya hayan comprado en copia de tapa dura, puede que paguen lo que piensen que pueden permitirse. Pero van a hacerlo, nos guste o no. Y probablemente no redunda en nuestro propio interés tratar cada una de las descargas ilegales como un acto de agresión. En tanto que asunto empírico, es posible que esa descarga haya llevado a un puñado de ventas legítimas. O es posible que no. Simplemente, no lo sabemos. Podemos estar muy seguros de que esa insistencia en que los amantes de la lectura son nuestros enemigos será una profecía que se cumplirá, y muy pronto será contraproducente.
La primera guerra por la propiedad intelectual fue una guerra real y cruenta, y la ganó el pirata San Columba, contundentemente. El copista ganó y la copia subsiste; el propietario perdió, y su libro se perdió. No está claro que nada haya cambiado desde entonces. No ganaremos ninguna guerra contra los que quieran leer nuestros libros sin pagarlos. Todo lo que hacemos es perder su aliento y su razón, precisamente cuando menos podemos permitírnoslo.
Y a pesar de todo eso, depender de la caridad o el sentido moral de los lectores no constituye para nada un negocio. Cuando todos los libros puedan descargarse gratis, fácilmente y sin que sean detectados, nadie va a pagar porque tenga que hacerlo, y no habrá suficiente gente que pague porque piense que deba hacerlo. Solamente van a pagar porque quieren hacerlo. Y solamente querrán hacerlo si las descargas legítimas de pago son, como mínimo, tan atractivas como las ilegales.
Ello no quiere decir que tengan que ser gratuitas. La gran ventaja de las descargas legítimas es su comodidad. Busca en la tienda, haz clic en un botón, y ponte a leer. Uno puede hacerlo todo en el aparato mismo, echado en su sofá o a bordo de un autobús. No hace falta acercarse al PC, ni instalar software alguno, ni navegar por las aguas apartadas de internet, allí donde cada descarga puede ser un virus y cada sitio web puede ser una trampa preparada por un monitor de pirateo en línea. No hace falta dar datos personales a sitios web privados cuestionables, ni convertir extrañas clases de archivo. Eso tiene que tener algún valor – y para muchas personas, ese valor será mucho.
Como contrapeso a esa comodidad está el hecho de que la mayoría de los libros electrónicos legítimos están restringidos por la gestión de los derechos digitales. A la mayoría de la gente eso todavía no le importa, pero va a convertirse cada vez más en un problema, a medida que un número creciente de lectores vaya descubriendo que no pueden transferir sus viejos libros electrónicos a sus nuevos aparatos, o cuando las librerías electrónicas entren en quiebra y sus libros se vuelvan imposibles de descodificar. Casi todos los esquemas DRM pueden eludirse, pero con frecuencia es más fácil descargar una copia ilegal, y será peligroso animar a los lectores a ir en esa dirección. Ya se ha abandonado el DRM para la música digital, y su persistente relación con los e-books es un indicio de la inmadurez del sector editorial. Los libros electrónicos de Harry Potter adquiridos en el sitio web de J.K. Rowling llevan una filigrana digital, pero no están codificados por un DRM, como si la autora más pirateada en internet se hubiera dado cuenta de que no hace falta darle motivos extra a la gente para que no quieran pagar por sus e-books.
Los libros electrónicos sin DRM serán más cómodos que las descargas ilegales, pero para mucha gente esa comodidad no valdrá $14,99. Puede que sea injusta la percepción de que los libros electrónicos intangibles debieran ser considerablemente más baratos que los impresos en papel, pero no es probable que eso cambie. Sabemos que el verdadero valor de un libro radica en su espíritu, en sus palabras, y que éstas han sido forjadas con lágrimas, editadas por sabios, y comercializadas por magos – pero a nadie más le importa. Solamente ven que no hay ni tinta ni papel, que no hay un forro dorado, que no se alquila ningún almacén, que no se gasta nada de dinero en gasolina para su transporte en camión, que la librería no ocupa ningún recinto físico, nada que pueda prestarse a un amigo o revenderse después. Hacen del cuerpo un fetiche – ¿y quién puede echarles la culpa? – y sienten que un libro electrónico es algo inferior y debiera costar menos. Mucho menos. Y no los comparan solamente con los títulos nuevos en tapa dura o de bolsillo; también miran las copias de edición de bolsillo de segunda mano que aparecen en AbeBooks o en el Amazon Marketplace o en eBay. Eso tampoco es justo, pero esos precios aparecen justamente ahí, al lado de los precios de las copias digitales. Puede que no sea necesario igualar los precios de los libros de segunda mano, pero será peligroso que queden muy por encima de ellos – y recordemos que ni el autor ni la editorial perciben nada por la venta de libros ya usados.
Un libro de bolsillo usado de un vendedor en Amazon suele costar unos cuatro dólares con gastos de transporte incluidos, y ésa es la cifra aproximada para los libros electrónicos más viejos. Incluso las listas de los más vendidos en Kindle Store las dominan ahora libros que cuestan 99 centavos. Los que mantienen su copyright son casi todos de auto-publicación y no tan pulidos, o, seamos honestos, no tan buenos como la mayoría de los libros comercializados. Pero reciben no obstante docenas de reseñas, en su mayor parte positivas, y casi seguro están haciendo mucho más por sus autores que si estuvieran catalogados a $9,99 y nadie hubiera oído hablar de ellos nunca. La autora de ficción juvenil Amanda Hocking dice que vendió 450.000 copias digitales en el mes de enero de 2011, con precios que oscilaban entre $0,99 y $2,99 en iTunes Store. Stephen Leather vendió 40.000 libros en un mes a $0,99 cada uno, H.P. Mallory 70.000 copias a precios que iban desde $0,99 a $3,99, y J.A. Konrath vendió 100.000 copias digitales en una gama que iba desde $0,99 hasta los $7,99. Conforme al modelo de Publicación Directa de Kindle, el autor se lleva el setenta por ciento de los ingresos para las ventas de libros tasados entre $2,99 y $9,99 y vendidos en los principales mercados geográficos de Amazon, y treinta y cinco por ciento para todos los demás libros en Kindle, y le paga a Amazon unos cuantos centavos en concepto de entrega. Incluso si asumiéramos que la mayoría de estas ventas se realizan al precio más barato, cien mil copias a 30 centavos cada una no resulta ser una proposición tan terrible para el autor.
Los libros no son como las pistas de música, y tampoco son como las apps de los teléfonos móviles, que producen millones, a 99 centavos cada una. Aunque pudieran parecerse mucho más de lo que creemos. Producir la primera copia es caro, pero todas las demás copias no cuestan nada, de modo que incluso un precio muy bajo pudiera resultar lucrativo, dado un volumen suficiente, y el precio óptimo pudiera ser más bajo de lo que imaginamos. Hay espacio, y posibilidades para experimentar. La mayoría de los libros digitales se venden en base a una agencia, por la cual las editoriales establecen el PVP de cada título y se llevan un porcentaje fijo de dicho precio. Este desplazamiento desde el modelo tradicional de ventas, mayorista y minorista, se logró gracias a una impresionante y arriesgada maniobra, cuando iBookstore de Apple amenazó por primera vez a Kindle Bookstore, y es ahora tema de una causa judicial ante el Departamento de Justicia, que ha quedado resuelta por parte de algunas de las parte litigantes, mientras que sigue siendo disputada por parte de Macmillan y Penguin, y exime a Random House. Las grandes editoriales se han aprovechado de su nuevo poder para establecer los precios, con el fin de mantener los precios de los libros digitales relativamente altos, normalmente entre los 10 y los 15 dólares para títulos recientes de ficción. El precio equilibrado es probablemente más bajo, y las editoriales podrían hacer un uso más provechoso de su fuerza con el fin de explorar diferentes puntos de precios y efectuar un seguimiento más exacto de los resultados de cambios dinámicos en la política de precios que lo que hacían con los libros impresos. En agosto de 2011, Harper Perennial ofreció veinte títulos recientes en formato digital a 99 centavos cada uno a través de todas las tiendas principales; será interesante ver si habrá otras promociones similares que sigan a ésta.
Es natural que las editoriales no quieran poner los libros digitales a un precio tan bajo que devore las ventas de los libros impresos, en especial las ediciones de tapa dura y de bolsillo que tiene un alto margen. Las estadísticas muestran que en 2011 las ventas de títulos en tapa dura y de bolsillo de ficción para adultos descendieron en 471,2 millones de dólares, mientras que las de copias digitales aumentaron en 488,9 millones de dólares. Parece razonable asumir que una proporción significativa de estos cambios se debe a que los libros electrónicos han sustituido a los impresos en tapa dura y en rústica. Pero si las editoriales han logrado hasta ahora mantener sus ingresos totales, puede que nos hallemos ya a mitad de camino hacia un modelo iTunes, en el que los ingresos por unidad son más bajos, pero los volúmenes de ventas son más altos – y no cabe duda de que todos los autores preferirían tener más lectores con las mismas regalías. En todo caso, si las tendencias actuales se mantienen, la idea de que los libros digitales devoren a los impresos empezará a parecer un poco pintoresca. Para muchos lectores, un libro electrónico es ya preferible a un libro de tapa dura; están ya acostumbrados a leer a hurtadillas un capítulo en su teléfono móvil y tener el marcapáginas sincronizado en su Kindle. Quieren tener todos sus libros adondequiera que vayan. Puede que el mejor modo de asegurar una viabilidad continuada de los libros impresos con sus precios actuales sea la inclusión de una descarga gratuita del libro digital por cada versión en papel que se venda. De lo contrario, no serán los libros digitales baratos los que se coman el mercado: lo harán las copias piratas gratuitas.
Hay otras opciones. Alguna clase de servicio de suscripción podría ser una respuesta, al menos parcial: una biblioteca infinita que le permita a uno acceder a todos los libros digitales del mundo por una tarifa plana. En los EE.UU., Hula Plus y Netflix ofrecen acceso en tiempo real ilimitado a una amplia gama de películas y programas televisivos por unos ocho dólares al mes, y Amazon Video ofrece un paquete similar sin coste adicional para los socios de Amazon Prime. En varios territorios, Spotify y Sony Music Unlimited proporcionan acceso en tiempo real a casi 15 millones de temas musicales desde $4,99 al mes, exactamente el precio de equilibrio sugerido por el equipo de investigación del MIT en 2003 y propuesto por el Open Music Model como el más sostenible para la distribución digital de música.
No está claro qué tipo de subsidios estarían en juego por parte de los distribuidores, o bien de los creadores del contenido; Spotify es en parte propiedad de las compañías discográficas, y goza de mala fama porque les paga una miseria a los artistas, que tienen que confiar en que el streaming les lleve a conseguir directamente más ventas. Pero tener todos los libros del mundo disponibles en formato digital por, digamos, unos 100 dólares al año, sería sin duda más atractivo que la piratería para cualquiera que adore los libros, especialmente si la suscripción viniera unida con un lector electrónico con descuento, un contrato de datos 3G o un plan de banda ancha. Eso podría ayudar a que hubiera más gente que adorase los libros. Podría ayudar a que los autores encontraran nuevos públicos por todo el mundo. E incluso podría ayudar a las editoriales a mantener el respaldo que prestan a los autores en este nuevo e incierto escenario. Podría ayudar a mantener el cuerpo y el alma juntos – por nosotros, si no por nuestros libros.
El derecho de la propiedad intelectual cumplió su trabajo de proteger a los libros de la piratería durante exactamente tres siglos. Mas los avances tecnológicos de los años recientes están transformando rápidamente tanto a los propios libros como a su piratería, y han reducido enormemente el efecto práctico del copyright en los libros. Este derecho es tan fundamental como siempre a la hora de definir los derechos del autor y de proporcionar el marco para que autores, editoriales y distribuidores traten unos con otros. Pero solamente puede hacerse respetar en jurisdicciones que respeten las reglas del juego.
La Alianza Internacional de la Propiedad Intelectual publica cada año una lista de vigilancia prioritaria de países donde la propiedad intelectual no recibe la protección adecuada, sea legislativa o judicialmente. En 2012, señaló a Paquistán, Rusia, Brasil y Vietnam como áreas problemáticas respecto a la piratería de libros. Internet es una nación delincuente más vasta y más descontrolada que todas las anteriores juntas. No podemos amenazar a Internet con sanciones comerciales ni llevarla a tribunal alguno. No podemos ganar guerra alguna contra Internet, no más que lo pudo hacer San Finiano. Pero podemos colgar nuestra propia placa ahí, podemos competir con los piratas cara a cara. Nuestro producto es mejor que el suyo. No podemos ganarles por precio, pero todavía podemos ganarles por la relación calidad-precio de nuestro producto. Simplemente tenemos que tener perspicacia, flexibilidad, y valentía.
es novelista, dramaturgo y guionista. En dos ocasiones ha sido finalista del Premio Australian/Vogel de novela. Ha trabajado como abogado en temas de competencia y regulación de la industria de medios de comunicación.
Propiedad intelectual contra piratería, heridos y daños colaterales se lamentan de las pérdidas y amputaciones causadas por la batalla. ¿Que posibilidades tiene los autores y la industrial editorial de parar la sangría? Cero o ninguna. Creo que hay mucha confusión sobre qué acción se debe sancionar y perseguir. La imprecisión de lo que significa piratería en la creación literaria, desdibuja el poder punitivo -en el caso optimista de que pueda ejecutarse un castigo-de las autoridades a la caza de los autores (los que no escriben precisamente) de las descargas ilegales. Diagnosticado el problema, no hay posibilidades, desde el punto de vista jurídico internacional de dar caza a la piratería de libros, en pdf o cualquier otro formato. Quizás ahora aún sí, pero eso se acabará en el próximo futuro ¿Qué camino les queda a autores y editores? Pues reconocer que la producción literaria, la creación, está en proceso de manumisión, separada ya del camino doloroso de la distribución comercial. Quien decida publicar su obra deberá buscar ingresos económicos mediante actividades derivadas de su obra, o de otra fuente. Es lo que tiene internet, que se ha convertido en un Hal, con vida propia, ubicuo y poderoso. Todos los autores necesitamos estar en la red, dentro del monstruo que replica en infinitas copias lo que se le echa dentro. Gratis. Besamos la pantalla donde nuestra obra se multiplica y es que reluce más que un millón de soles.
El artículo es magnífico, aunque se siente un poco largo (pero es el precio a pagar cuando se quiere ser exhaustivo, y en ese aspecto el autor tuvo éxito).
La piratería de libros es peligrosa para las grandes editoriales y el sistema de distribución tradicional. Pero la distribución electrónica se presenta como una liberación para todos los autores. Sin duda representa un reto y un panorama un tanto intimidante (como todo lo que no puede vislumbrarse con claridad)… pero a fin de cuentas se perciben pocos contras en comparación con las nuevas y excitantes posibilidades que nos ofrece la distribución electrónica. Me parece que esto último es algo que el autor logra expresar muy bien en la última parte de su artículo.
Buen artículo, pero, creo que le hizo falta tocar una importante arista en este espinoso tema y es el de los libros que son aplicaciones, como The Real History. Pienso que los libros con formatos como E-pub no ofrecen nada diferente a la experiencia que pueda tener el lector en una impreso o una tablet, pero, si a esa lectura electrónica se ligan otro tipo de interacciones como activaciones de contenido extra, tramas aleatorias, contenido por ubicación geográfica, en fin, podríamos no solo ver el futuro del libro electrónico como un asunto de formatos, sino de transformación en la forma misma de hacer ficción.
Genial artículo, gracias. Respecto a la suscripción a un catálogo infinito de libros, ya existen propuestas como 24Symbols, que se anuncian literalmente como el «Spotify de los libros».