Cómo revelarse el ombligo verdadero

«Lo primero, señoras y señores, es desmantelarse el ombligo con que nacieron, porque es falso. Sé que van a pensar que estoy loco, pero miren”. Se levanta la camiseta y saca barriga. “He aquí esta maravilla; este centro innegable, puro como la mirada de un niño, que me conecta con el universo más allá del universo. Mírenlo y díganme que no les interesa saber cómo lo logré”.

Los dos curiosos se van, pero otros los reemplazan. Unos niños señalan el gorro que lleva puesto. Es puntiagudo, con alambres que se disparan hacia arriba y terminan en triángulos de papel aluminio. Y ahora se levanta la camiseta otra vez. Mira los edificios, las nubes, y habla. Los alambres del gorro se sacuden mientras lo hace.

“Lo primero es desmantelarse el ombligo falso. Aniquilamientos tan imprescindibles no se logran sino con concentración desesperada. Todo está en el folleto; pero como ya nadie tiene paciencia para leer, se lo voy a explicar”.

“Consíganse una criatura perfecta, enamórense y en el mismo instante dejen que se les vaya. Encontrarla es sencillo, las hay por todas partes, y dejar que se vaya va a ser el doble de sencillo, porque así la persigan no les va a parar bolas. ¿Sí o no?”. Los curiosos se miran entre sí y no contestan.

“Per-fec-ta. Eso es importante. Sea una drogadicta, un soldado, una secretaria, un político o un perro callejero, tiene que ser la criatura perfecta para ustedes, única entre todas aunque igual a las demás, que una vez se sepan solos les pasará cerca infaltablemente. La reconocerán apenas pase. Todos tenemos un olfato infalible para el color de lo inalcanzable”.

“Entonces, si no les molesta y no lo han botado al suelo, miren el folleto”. Los folletos nunca han existido. Tal vez no se ha dado cuenta; tal vez no le importa. “El primer dibujo lo representa a usted en la situación primordial, después de haber visto a su criatura y haberla deseado. Entonces ocurre exactamente lo que ilustra la figura”.

Finge que espanta una mosca para echarle un vistazo a ella antes de seguir. Está sentada en el café de la acera del frente, junto a la ventana, con un café sobre la mesa y una revista en las manos. Ella esconde los ojos detrás de la revista y él vuelve a mirar las nubes. Una colegiala le está tomando fotos con el celular. Un policía lo señala sin disimular la risa.

“El dibujo es raro, porque lo hice yo, pero si lo describo lo van a entender. Ese montón de líneas a la izquierda es usted, pobre enamorado que todavía no tiene ombligo verdadero. Esa línea que le sale de la mitad, de la barriga, es el deseo. Vean cómo la línea”, está señalando con el dedo en el folleto inexistente, “sale del montón de rayas en busca de alguna cosa. Miren”, y el dedo recorre el aire, “cómo va para una esquina. Atención a esa esquina, donde se adivinan una especie de flor vaga, un rumor de colores. Obviamente la flor, o los colores, son la criatura perfecta. Obviamente. Y miren cómo esa línea, que antes se había arrojado hacia allá con toda la intensidad animal del amor, comienza a detenerse, tímida de pronto, y gira a unos milímetros de los colores, y duda y no entra a la flor, y la criatura se va, sigue su camino, pero algo de ella se ha quedado ahí, fotografiado en el aire”.
Se le han llenado los ojos de lágrimas, que se limpia con el borde de la camiseta. Un tipo lo empuja con el hombro al pasar y él no le hace caso. La colegiala se fue. En este momento la única que lo está mirando es ella.

 

“Ese primer dibujo es exacto. Súper realista. Porque insisto: si saben que están solos, no sólo encontrarán a su criatura sino que ella no les hará caso”. Eso es mentira, piensa ella. A veces esta parte le da rabia. “Es una característica comprobada de los seres perfectos que quienes están en contacto con su soledad íntima les producen asco. El rechazo puede llegar a ser doloroso, pero no se preocupen; todo es parte del plan, está muy claro en el folleto”.

Hoy le está yendo peor de lo usual. Nadie ha querido tomarse fotos con él o le ha tomado el pelo. Debe ser porque tiene la camiseta más rota que antes.

“Así que dejen ir a la criatura pero quédense con su imagen bien adentro. En ese momento habrán dado el primer paso. Tristemente, todavía tendrán ombligo falso, pero habrán dado el primer paso”.
“Ahora miren el segundo dibujo”. Por fin ella le da el primer sorbo al café. Pasa las páginas de la revista sin dejar de escucharlo, aunque lo oiga apenas a través de la calle y la ventana, aunque le toque recordar más que oír buena parte de lo que dice. Siempre se parece a lo que dijo el primer día y por eso ya conoce de memoria esos dibujos que no ha visto nunca.

“Lo que hay ahí dibujado es todavía usted que me escucha, y debería ser obvio que sigue solo. Está tirado en el pasto, en un potrero en una noche despejada. Mírese. Y esos desórdenes de tinta en los bordes del dibujo son los arbustos, la reja, los edificios; pero usted está tirado en el pasto y no le importa. Una señora, mírela ahora a ella, el enredo de líneas más feo de todos, se asoma a la ventana para mirar, y se ríe de usted y a usted no le importa. Y un niño que vive en el último piso lo mira mucho rato también, más que la señora. Y de pronto el niño suelta una carcajada terrible, sale corriendo, baja las escaleras a saltos y se roba la caja de huevos de la nevera. Y corre con ellos en las manos, todavía riéndose. Y llega a la terraza. Y se asoma y comienza a tirárselos con mala puntería, y los huevos se estrellan alrededor de usted. Uno le roza el pantalón y se quiebra cerca de donde usted no quería que se quebrara; y a usted no le importa”.

“Mire el dibujo con cuidado y verá todas esas cosas. Los espacios blancos cerca del merengue de líneas que lo representa a usted, ovalados pero estallando, son los huevos; y la línea que sale de su barriga, mírela cómo sube, con la tenacidad entre mineral e infantil del humo que busca la altura. Es el deseo. Y he ahí la clave: ya no está buscando a la criatura perfecta, a la que de todas maneras no iba a alcanzar, sino que está apuntando hacia arriba”.

Él sigue mirando las nubes. No la mira a ella, como si no supiera que ha cerrado la revista y la ha dejado sobre la mesa.

 

“Los dos dibujos que siguen, figuras tres y cuatro, son parecidos porque lo representan a usted en el mismo potrero, tirado de espaldas en el mismo lugar, en los días treinta y sesenta de su meditación. En ambos hay huevos, porque el niño nunca se va a cansar de tirárselos. En el tercero hay uno que le dio en la cara y por eso usted tiene esa mueca de asco, porque la yema está cerca de su nariz y lo que queda de la clara se le ha vuelto una costra en el cuello; pero a usted no le importa”. Entre más pronuncia esa frase, a usted no le importa, más se le infla el pecho, más le vibran los alambres del gorro, más profunda le suena la voz. “A usted no le importa y tampoco le importa en el cuarto dibujo, donde el huevo se le ha podrido sobre la cara y las moscas se han dado cuenta. Haga un pequeño simulacro de lo que va a hacer en esos días heroicos y concéntrese, no en la apelmazada electricidad verdosa de las moscas sobre su cara, sino en la línea del deseo. Mire cómo se ha reforzado y ha crecido en alcance. Mire cómo, a la altura del cuarto dibujo, ha sobrepasado los límites del folleto. Porque durante esos sesenta días, mientras usted aguanta tirado en el potrero, y el niño lo ataca con los huevos y la señora se burla desde su ventana, usted pensará en la criatura perfecta como si su mundo de moscas, potrero, niño, señora y hediondez de huevos podridos se hubiera disuelto en una oscuridad sin formas ni cimientos ni final ni comienzo, y sólo existiera en la distancia, como la luz al final del túnel, el aleteo del recuerdo de la criatura perfecta; y como si usted, al mismo tiempo que la mirara con la intensidad con que sólo mira quien se ahoga en un túnel y vislumbra la salida, supiera que no le van a alcanzar las fuerzas para llegar; porque ninguna criatura perfecta va a querer tocar ni con un palito al energúmeno alucinado en que usted se va a convertir por obra y gracia de su fe en la infalibilidad de este programa. Energúmeno que, como se ve en el quinto dibujo, va a ser libre”.
Y ahora sí que la está mirando a ella, con tanta intensidad que ella al fin se esconde de nuevo detrás de su revista y duda si pararse de ahí. Siente miedo de él por primera vez. Nunca la ha mirado de esa forma. Teme que vaya a cruzar la calle, acercarse al café y hablarle a gritos a través del vidrio, tal vez incluso señalándola. Pero no. Se queda de su lado de la calle y otra vez está mirando hacia arriba cuando ella asoma los ojos por encima de la revista.

 

“Ahora mire el último dibujo. Es la revelación y por eso lo coloreé con todos los tonos alegres del mundo. El montón de líneas azules y amarillas es usted, pero, como se deduce de inmediato por lo sucio de los tonos, reflejado en el espejo de un baño público. Por eso el baño es tan chiquito y está tan mugriento, pero a usted no le importa. Usted se ha levantado la camiseta rota y está mirando el reflejo de su barriga”. Él debe estar señalando en la última página del folleto invisible los elementos del quinto dibujo que está enumerando pero ella ya no quiere mirarlo; ha abandonado definitivamente la revista, ha bajado los ojos y se está mirando la barriga. “Cualquier otro que no fuera un iniciado creería que la suya es una barriga normal; pero usted, que ni siquiera ha tenido tiempo de arrancarse los restos de huevo y las moscas muertas de la cara, el cuello y el pelo, que no ha comido un bocado en meses, porque lo primero es lo primero, sabe que esa concavidad llena de pelusa que parece un ombligo como cualquier otro no es otra cosa que un ombligo verdadero. Mire”. Ella sabe que él se ha levantado la camiseta otra vez.

-Uno como éste; un ombligo verdadero.

Ella también sabe que él ha comenzado a caminar con grandes zancadas, con la camiseta levantada y la panza dramáticamente proyectada hacia adelante, gritando a todo pulmón: “Uno como éste, señoras y señores, exactamente como éste: un ombligo verdadero”. Pero ya ni siquiera lo está escuchando. “El ombligo verdadero es el ombligo verdadero”.

Se para, hace la fila para pagar el café y recuerda, despacio y con detalle porque va a ser la última vez, el día de hace unos meses en que le recibió un folleto inexistente y se puso a escucharlo. La gente pasaba, le tomaban fotos con el celular o se burlaban un instante y seguían su camino. Comenzó a lloviznar. Cuando él se levantó la camiseta, sacó barriga y dio el primer paso para irse ella lo agarró del brazo.

No sabía qué le estaba pasando. Podía ser que ya llevaba dos años en la ciudad. Podía ser que hacía unos meses la habían echado de la farmacia, su tercer despido en el mismo número de semanas, porque el farmacista se había dado cuenta de que varias de las cajas estaban vueltas a tapar con cinta, y había decidido aceptarle la oferta al tipo que algunas noches la esperaba a la salida. No era que estuviera arrepentida, porque ganaba más y su vida no se había vuelto tan horrible como había pensado; pero podía ser eso. Podía ser que tres días atrás un cliente le había pedido que hiciera cosas que no le gustaban. Podía ser que él le gustaba: flaco, de ojos eléctricos, la barba no le quedaba mal en la cara de líneas largas y hasta inspiraba respeto si uno se lo imaginaba sin sombrero. Fuera lo que fuera, lo cierto es que se hizo la que miraba el folleto y le preguntó cuánto costaba el curso. Él respondió que era gratis y que esa misma noche, si quería, podían ir al potrero.

Alguien le toca el hombro. Ya pagó el café y no se ha quitado de ahí. Pide la llave del baño, entra, se sienta en la taza y sigue recordando.

Se acostaron en el pasto del potrero. La ciudad parecía estar lejos, aunque los rodeaba. Ella ya se había acostumbrado a su olor y estaban cerca el uno del otro. Se sentía viva. Estaba por cumplir veinte años y le gustaba correr un riesgo de la manera en que quería correrlo.
La regla era mirar para arriba y fue él quien la rompió primero. Estaba mirándola y ella se dio cuenta y le sostuvo la mirada. Luego él estaba más cerca, le había puesto la mano en el hombro y ella no tenía miedo; y él, que increíblemente sí podía hablar de cosas más o menos comprensibles, le habló de las estrellas, de cómo uno podía sentir sus alas cerca de la cara si se imaginaba que eran luciérnagas; y poco a poco no hubo luciérnagas, ni niño tirándoles huevos ni señora insultándolos, ni pasto, frío o potrero y mucho menos ombligo verdadero; pero sí hubo, en todas partes y dándoles forma a las cosas, la línea del deseo.

La mañana siguiente ella llegó con café a la esquina donde él trabajaba, pero él no quiso recibirlo hasta que acabó su discurso. Luego ella le dio dos mil pesos para que sacara fotocopias de los folletos y él dijo que ya venía. Ella respondió que lo acompañaba y él insistió en que ya venía.

Y no volvió.
Cambió de calle. Ella lo encontró hace unas cuatro semanas, trabajando acá, apenas a unas cuadras de la vieja esquina. Una compañera que sólo trabaja los fines de semana le hizo el favor de averiguar. Ella no le dijo nada a él pero comenzó a tomar café en ese lugar por las mañanas, para poder oírlo y mirarlo. Cada vez que llegaba pensaba que ahora sí no iba a estar, pero estaba.

Ha terminado de recordar. Lleva un buen rato sentada en la taza; es hora de irse. Se para y se mira al espejo.

Se levanta la blusa. La barriga de cuatro meses comienza a notarse en su cuerpo pequeño. Su ombligo es un botón convexo que resulta al mismo tiempo ridículo y vulnerable.
Se lo toca. Hunde el índice en él. Luego se alisa la blusa, suelta el agua y se va. No va a volver a buscarlo. El ombligo verdadero es el ombligo verdadero.

by Humberto Ballesteros Capasso

(Bogotá, 1979) ha publicado Escritor en el aire (Pluma de Mompox, 2012; cuentos) y Razones para destruir una ciudad (Alfagura, 2013; novela). Su relato Una cucaracha hace parte de una recopilación inédita titulada Cuaderno de entomología.

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