J.D. Salinger en cuatro palabras pedantes

Holden Caulfield, el icónico protagonista de El guardián entre el centeno, se negaba a empezar su relato narrando “qué hacían mis padres antes de tenerme a mí y demás puñetas estilo David Copperfield”. Sabemos que la identificación del no menos singular J.D.Salinger con su amado personaje llegaba a los extremos de hacerle rechazar ciertas decisiones editoriales arguyendo que “a Holden no le gustaría”. Tratemos de evitarlo, pues, pese a los inevitables riesgos que comporta reseñar una biografía: en este caso, la que firma Kenneth Slawenski y publica en España Galaxia Gutenberg bajo el título J.D.Salinger. Una vida oculta, viniendo a redefinir el lugar del autor en el panteón a poco más de un año de su muerte.

Jerome David Salinger (1919-2010) creció sometido a una estricta disciplina que contribuyó a forjar decisivamente su carácter y el modo en que entendió la vocación literaria: como un camino solitario, ascético, que requiere dedicación absoluta; como algo que se iba pareciendo cada vez más y más a una misión providencial. Una de las primeras lecciones que el joven aspirante a escritor recibió de manos de su mentor Whit Burnett fue la de no interponerse nunca entre el lector y el relato, ocultando el propio yo para permitir la comunicación directa entre receptor y personaje. También empezó Salinger a formarse en las artes de un estilo preciso, sobrio, minimalista y extremadamente depurado, que metabolizaba lo mejor del iceberg hemingwayano para ponerlo al servicio de una personalidad e intereses propios: un estilo con el que Salinger, que ya había dado sus primeros pasos en revistas, trataba de ajustarse a los presupuestos formales del New Yorker, publicación a la que concebía como su meta última. Es interesante destacar el papel de las revistas en la trayectoria de Salinger: además de contribuir a forjar su estilo, en ellas se publicó la práctica totalidad de su obra (exceptuando El guardián entre el centeno, del que, de todos modos, se avanzaron fragmentos de versiones previas), incluyendo muchos cuentos primerizos que se han convertido en carne de coleccionista y su último texto en ver la luz: Hapworth 16, 1924, que de hecho nunca llegó a aparecer en formato libro.

La vida y la obra de Salinger son explicables a través de una serie de serie de puntos de fuerza o momentos de crisis. Quizá el primero de ellos sea la ruptura con Oona, la joven hija del dramaturgo Eugene O’Neill, que terminó en brazos de Charlie Chaplin, contribuyendo a moldear a través del desengaño la endurecida personalidad de nuestro autor. El segundo de ellos, la participación de Salinger en la Segunda Guerra Mundial, será crucial. El autor, esperando de forma más que ingenua hallar en la contienda la paz y tranquilidad para escribir que no tiene en casa, experimentará el horror de primera mano, sufriendo un trauma definitivo e irreversible que, pese a su voluntad de silencio, se filtrará en su obra de muy diversas maneras, algunas de ellas paradójicas: frente al dolor, frente a la crisis nerviosa, surge en sus textos una nueva posibilidad de esperanza. Quizá sea esta, precisamente, una reacción contra la árida realidad: lo que está claro es que Salinger empieza a dar las primeras muestras de entender la creación como un modo de terapia.

Esa vía a la luz va ligada en Salinger a la infancia: ejemplos de autenticidad e inocencia, seres puros aún no hollados por el cínico mundo en que vivimos, dominado por lo material y por los intereses, los niños y adolescentes toman siempre el protagonismo en el mundo del autor. Esa afinidad, fundamentada en el sentimiento de identificación del hipersensible e inadaptado Salinger, y unida a su habilidad para construir personajes y voces creíbles y verdaderas, probablemente explique el sorprendente triunfo del autor entre la juventud, que convirtió a El guardián entre el centeno, su esperadísima y ya legendaria primera novela en un long seller de proporciones épicas. Objeto de un culto desatado, El guardián… ha tenido resonantes consecuencias, tanto a nivel literario -contribuyendo a legitimar el uso de un lenguaje llano, vulgar en ocasiones, y dando pie a numerosos imitadores del personaje de Holden Caulfield (entendido como joven inadaptado y rebelde, que por su especial sensibilidad se siente alejado de la falsedad que lo rodea)– como sociológicas: demasiadas veces leída desde una perspectiva en exceso emocional y empática (de la que el ejemplo extremo y trágico es el de Mark David Chapman, el asesino de Lennon), El guardián entre el centeno podría considerarse como una especie de precursor de la estética emo (depresión, cosmovisión nihilista, escasa sociabilidad, rechazo del status quo), viendo opacado su valor intrínseco frente a consideraciones de otro tipo. Con perspectiva, no se puede afirmar que El guardián… sea una novela perfecta, pero sí memorable. Tras años de trabajo, Salinger ha dado al fin con una manera exacta y sublimada de ocultarse tras su personaje, que llega al lector con una inmediatez y potencia sobrecogedoras. Leí la novela en la traducción castellana cuando estaba en la pubertad y Holden me resultó un personaje un tanto chulesco, engreído y molesto. Años después, el original inglés me reveló una voz mucho más frágil y desvalida de lo que pudiera parecer, cuyas motivaciones entendí a la perfección gracias a la mano maestra de Salinger.

No siempre es aconsejable realizar lecturas biográficas, pero la que apunta Slawenski en este volumen aporta elementos de interés, revelando una dimensión poco estudiada en el libro y que entrecruza lo personal con lo histórico, proponiendo incluso una lectura de El guardián… en clave política. La crisis emocional que atenaza a Holden durante todo el relato surge del dolor por la muerte de su hermano, de la imposible asunción de la tragedia. Llamado Kenneth en relatos previos sobre el mismo tema, Salinger lo rebautiza aquí como Allie (Aliado), término que denominaba a los soldados de la Segunda Guerra Mundial. La analogía es fácil y concuerda con los datos que tenemos sobre la frágil psique del autor en esos momentos: el trauma de Holden es un reflejo a escala del que bloquea a su creador a raíz de las experiencias bélicas. La catarsis de personaje y autor llegará al descubrir, encarnada en una figura infantil, que la posibilidad de la inocencia es vigente aún. La infancia pasará desde entonces a ser una presencia constante, entendida como una suerte de refugio, en la obra de Salinger.

Entremedio, Salinger ha tenido un primer (y fallido) matrimonio y una serie de encontronazos con la industria de la literatura que lo marcarán a fuego y decidirán el inicio de su progresivo pero irreversible retirada de los focos, culminando en el que sea, quizá, el punto definitivo de giro en su vida y su carrera: la inmersión total en el budismo zen, la disciplina vedanta y el misticismo, que tendrán su reflejo en su obra a nivel temático y conceptual.

En Nueve cuentos, probablemente el libro más importante y redondo de Salinger, se pueden ver, según Slawenski, todas las etapas de las que hemos hablado hasta ahora: mientras que los primeros relatos (que incluyen piezas tan brillantes como «Un día perfecto para el pez plátano» –quizá lo mejor que ha salido de la pluma del autor, pese a que ya sea un tópico decirlo- o «El hombre que ríe») reflejan una cosmovisión mayoritariamente negativa y desesperanzada (traumas, suicidios, crisis matrimoniales, falsedad pequeñoburguesa) y los siguientes relatan pequeñas epifanías, momentos de liberación en los que la pesada carga del bloqueo emocional desaparece por fin (incluyendo el también memorable «Para Esmé, con amor y sordidez», donde el trauma de la guerra, que en El guardián… había sido metaforizado, toma cuerpo al fin, y del que se logra escapar, una vez más, mediante el contacto con la inocencia infantil), los dos últimos relatos, «Teddy» y «El período azul de Daumier Smith» ya son claros textos de tesis, de voluntad divulgativa y adoctrinadora, guiados por ideas espirituales que se imponen (error típico pero grave) al propio texto como entidad autónoma. Tras este breve momento de proselitismo, la literatura de Salinger empezará a volverse reflexiva en términos matemáticos: escrita por y para sí mismo, ahondando más y más en una serie de iconos y figuras que le obsesionan, un mundo autárquico poblado por personajes que pasarán a convertirse en su verdadera y casi única familia.

Porque es la familia Glass, que empieza a surgir en estos relatos, la creación más querida y relevante de Salinger: su gran apuesta y a la vez su contribución más contradictoria y fascinante, por cuanto lleva en sí la semilla del silencio y la reclusión del autor. Especie de versión moderna de las sagas familiares clásicas, la saga Glass se construye, citando a Enrique Vila-Matas, como “un tapiz que se dispara en múltiples direcciones”, que se genera a base de fragmentos y se extiende por partes inesperadas; un puzzle que nunca se completa, pues crece en el mismo momento en que tratamos de llenar los huecos. Familia de jóvenes superdotados y creativos y, por ello, inadaptados y condenados a la reclusión en su particular microcosmos, en los Glass proyectará Salinger muchas de sus obsesiones, especialmente las de carácter espiritual, provocando una deriva peligrosamente doctrinaria en su obra, que restringe las posibilidades de lectura. No obstante, y pese a encontrarnos ante obras irregulares y de interés desigual (de las que, para mí, quizá sea Levantad, carpinteros, la viga sobre el tejado la superior) es fascinante para sus seguidores ver a un Salinger que no sólo se va liberando progresivamente de las restricciones estilísticas con las que se había formado sino que se enzarza en una pelea sin tregua con sus personajes y consigo mismo, escribiendo y reescribiendo, ampliando por un lado y por el otro sin atender a nada ni a nadie. En la figura de Zooey –apunta acertadamente Slawenski- se funden de nuevo los dos planos, el personal y el literario. Zooey es actor, y una persona profundamente religiosa; es por ello que le duele recibir reconocimiento, aplauso público y réditos económicos por su trabajo: la dimensión de su trabajo que apela a la vanidad y el egoísmo le resulta odiosa. Pese a ello, siente que debe seguir actuando: el de la interpretación es el don que Dios le ha dado, y debe usarlo para honrarle y servirle.

Salinger se encuentra en la misma encrucijada. Su decisión de no publicar no debe entenderse sólo como el paroxismo de su aversión a la publicidad y las injerencias editoriales en su obra: también, y principalmente, es una elección consecuente con la radicalización de sus convicciones espirituales de raíz mística. Salinger, finalmente, concebirá la escritura como una misión, un ejercicio con un único destinatario: Dios. Así pues, el hilo que une al autor con su público, con la realidad externa, se va adelgazando hasta romperse: Dios y Salinger encerrados en un búnker en el campo, tecleando furiosamente, ajenos a todo menos a sí mismos. Es la fase de la trascendencia. Del silencio. Telón.

Una de las cosas que se pueden reprochar a Slawenski es la poca información (de hecho, ninguna que no conozcamos ya) que nos da sobre lo sucedido tras el eclipse definitivo. Probablemente se deba a una reverencia excesiva hacia el autor, perceptible ya en otros aspectos, como la valoración quizá demasiado entusiasta de su obra (Slawenski sólo se permite críticas a Hapworth 16, 1924, que no deja de ser la presa fácil, mientras que eleva el resto de textos a la categoría casi unánime –y muy discutible- de obras maestras). Entre otras cosas liquida en dos párrafos la relación del autor con la joven escritora Joyce Maynard y ni siquiera menciona el libro que escribió sobre él su hija Margaret: no parece extraño que ambos sean testimonios mayormente negativos sobre la irritante y despótica personalidad de Salinger. No hay que confundir el morbo, siempre indeseable, con la crítica, tanto personal como literaria; pese a su agudo análisis de los cruces entre obra y biografía, ésta (la crítica) queda algo opacada por momentos; son especialmente significativos al respecto los últimos párrafos, verdadero panegírico en que se postula a Salinger como modelo de integridad en comparación con el cual debemos reevaluar nuestras propias vidas.

Las escasas apariciones de Salinger en adelante estarán siempre motivadas por lo que él considera intrusiones en su intimidad a través de su obra. Slawenski se detiene en la edición pirata de los primeros cuentos de Salinger que circuló en los 70, llevando al autor a romper su silencio con una entrevista telefónica que acabará resultando reveladora; en las únicas declaraciones que concedió en los 80, logradas mediante engaños; en el proceso judicial contra la biografía de Ian Hamilton, que contenía cartas privadas del autor. J.D. Salinger. Una vida oculta no arroja ninguna luz sobre, precisamente, aquello relacionado con Salinger que ha quedado más oculto, y que todos codiciamos: sus inéditos. Se sabe que Salinger siguió escribiendo, tenaz e incansablemente, durante esos 45 años de ostracismo autoimpuesto: se ha llegado a especular con la existencia de 15 novelas, lo cual no sería, en realidad, tan descabellado. ¿Verán la luz, podremos leerlas algún día? ¿Qué Salinger veremos reflejado en ellas?

El último de los episodios en los que se centra Slawenski es el de otra batalla legal, en este caso por la publicación de una secuela no autorizada de El guardián entre el centeno. Pese a que el Juzgado se puso de su parte y prohibió la distribución del libro en Estados Unidos, era imposible lograr lo mismo en Europa. A Salinger, tan apegado a ellos, le habían robado definitivamente sus personajes. Puede leerse en clave poética su inesperada muerte poco después: el escritor no padecía ninguna enfermedad, pero en poco menos de un mes su salud se apagó hasta el silencio, esta vez sí, definitivo. Se había quebrado el último y único vínculo que lo unía con su verdadera comunidad: una poblada por seres imaginarios, por espectros recurrentes, por proyecciones de sus creencias, ideales, temores y dudas más profundas. Separarlo de ellos le arrebató las fuerzas para seguir luchando. No, definitivamente no: a Holden no le hubiera gustado.

by Marc García García

nació en Barcelona en 1986. Es traductor y coeditor de la web cultural MAMAJUANA!. Colabora habitualmente en revistas como Quimera y medios digitales como Revista de Letras o 330 ml.

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