Bueno, al grano. Si no habéis leído el libro, ya estáis tardando.
Yo tardé, y por eso hablo como converso, es decir en voz muy alta: LEEDLO. Todo lo demás puede esperar, y no sirve de nada haber visto la peli porque la peli es la mitad.
(Ya, pero a mí del cocido madrileño sólo me gustan los garbanzos.
Bien, pues entonces estás comiendo garbanzos, no cocido.
Ya, pero yo me salto los capítulos de Jesucristo cuando leo El maestro y Margarita. Vale, pues entonces estás leyendo otro libro).
Esto pasa con la historia de Westley y Buttercup, que todos conocemos: es la mitad del libro. La otra mitad es la historia ficticia de cómo el autor (William Goldman) resumió la novela La Princesa Prometida, escrita por un supuesto S. Morgensten. El sentido, la gracia, el genio y la vigencia de La Princesa Prometida están en la mezcla de ambas historias (o niveles, o cajas chinas, o registros, o como prefiráis).
De un primer vistazo tenemos, pues, un texto que alimenta a otro, un autor inventado y un aire a metaficción y posmodernidad.
¿Es esto La Princesa Prometida?
Sí, y más.
La Princesa Prometida se escribió en 1973. Entonces narraba la historia de cómo el autor, un alter ego de Goldman, resumía la novela de aventuras que escribió Morgensten. Cinco años después, Morgensten (que no existe) envió a un editor (que tampoco existe) Los gondoleros silenciosos, una especie de spin-off remoto de La Princesa Prometida. En 1987, Goldman escribió el guión para la película que todos hemos visto. Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre, prepárate a morir.
El tiempo pasó para todos, personas y personajes, actores y película, y en 1998 Goldman (escritor) engordó su novela contando cómo Goldman (alter-ego) había vivido el éxito de Hollywood y su obsesión por la obra de Morgensten. La Princesa Prometida ganó cien páginas y un tercer nivel de lectura, porque el libro ahora narra, además de las historias de Buttercup/Westley y Goldman/Morgensten, el relato de Goldman frente a su historia en tiempo presente.
Porque el libro no ha terminado. En la última página, Goldman ve a un chico y una chica con sendas t-shirts donde se lee “Westley never dies”. Y si las t-shirts existen en la vida real, es probable que Morgensten también, y que La Princesa Prometida o lo que quede de ella continúe en una futura edición.
Entonces, ¿qué leemos en esta novela?
Pues algo parecido al principio de la segunda parte del Quijote, incluyendo Tasa, Privilegio, Fe de erratas, Prólogo y Dedicatoria al Conde de Lemos. Las glosas de un libro inexistente. Una novela llena de razones para reconciliarse con la posmodernidad que gusta, es decir la que no alecciona. Y es ahí, en este libro como reflexión sobre las funciones de la ficción, donde tal vez esté su sentido.
Como si nada, Goldman desmonta una historia de género caballeresco (la novela de Morgenstern, una “classic tale of true love and high adventure”) y decide narrarla a través de la voz de su alter-ego, que interrumpe, corta y comenta, selecciona, abrevia y molesta.
Es decir, que Goldman y el lector pactan:
a) que la vigencia de un buen relato es independiente de su forma;
b) que la manera de narrar clásica ha muerto;
c) que el lector aceptará la función de Goldman como intermediario.
Ideas que no aparecen aquí por su valor lógico sino por su efectividad como recurso artístico. Ideas que no se discuten: se tragan.
Porque abrir un libro es creer.
Y así este libro se presenta, aparentemente, como una celebración del placer y el misterio de narrar, ideas que la posmodernidad mata cuando las encumbra y honra cuando las goza, como hacen Coover y Angela Carter: si la ficción es convención y el autor zozobra, escribamos con una sonrisa, o incluso una carcajada.
Pero la historia de Buttercup y Westley escrita por Morgensten termina en el capítulo octavo con los protagonistas ante un destino abierto, a la manera de The lady or the Tiger, de Frank Stockton. (Detrás de la puerta, ¿la dama o el tigre? Y en el horizonte, más allá del mar, ¿salvación, luna de miel, tormento o nada?).
Bien, dice Goldman: yo soy el antólogo y aquí vengo con el jarro de agua fría. No sé lo que pasa tras el punto final, pero algo intuyo. Sucederán cosas buenas y cosas malas, pero sobre todo cosas injustas porque la vida es así.
(Ah, ¿pero esta novela trataba de la vida?).
No hasta ese momento, pero sí a partir de aquí. Los epílogos que Goldman añade en 1998 convierten La Princesa Prometida en otra cosa: en un retrato de la necesidad de narrar por encima, a pesar de o incluso contra el material narrado. El sentido de la novela empieza a bascular.
Los dos epílogos (Buttercup’s Baby/An explanation, y Buttercup’s Baby) están narrados por una voz ligeramente distinta. Goldman (o su alter-ego) es un hombre veinticinco años más amargo y se coloca ante su historia tras la adaptación al cine, ficticios problemas legales con los editores de Morgenstern e incluso un puenteo de Stephen King, que estaría encargado de escribir la secuela. Escribe desde la frustración: no puede retomar una historia que nunca fue suya. Y si el mundo se ha vuelto loco por la historia de Buttercup y Westley no es gracias a él. O tal vez sí: ”But I’m sorry. I shaped it. I also brought it to life. I don’t know what you want to call that, but whatever I did, it’s sure something”.
Resentido, Goldman se enfrenta a su supuesta incapacidad de continuar la novela, modificando así su sentido, que ya no es tanto la idea primitiva de la posmodernidad (la lectura es un pacto convencional) sino su reverso (no hay nada que narrar). Porque los dos epílogos retoman la historia de Buttercup y Westley en un punto muerto, como una masa que ya no se puede trabajar porque está demasiado sobada. Y entonces la novela se convierte en un texto que consigna la ausencia del texto, en el truco de no ver nada por aquí y nada por allá, en el juego del texto invisible que va desde el soneto que me manda hacer Violante hasta la Recherche du temps perdu.
Porque Buttercup y Westley son, de pronto, desechos de lo que eran. Goldman los despierta e intenta hacer de ellos algo, a la manera de Coover en El hurgón mágico (“Deambulo por la isla, inventándola. Le hago un sol, y árboles –pinos y abedules y cornejos y abetos- y hago que el agua lama las guijas de sus costas abandonadas”). Pero Westley y Buttercup, como Goldman, han tomado conciencia de su carácter de harapo y experimentan el tedio del autor ante su historia después de que el telón haya caído: aburridos de su historia, su carácter y su destino, están solos ante el amor eterno, que es, desde el punto de vista narrativo, un cul de sac.
Si la primera novela festejaba el encanto de narrar, ésta escenifica el fracaso de la narrativa.
Goldman muestra un fracaso ficticio. Finge dar vida a Westley, Buttercup y Fezzik en clave realista, y después los abandona. Los retoma en una novela de acción, que también hace aguas. Los enfrenta a su falta de género y significado. Los cuestiona. Los aplana. Los ridiculiza. Los aniquila como personajes, y después los remata.
Y así transforma la novela en un mensaje claro y agrio. Si alguien se encaprichó con la historia de amor, honor, acantilados imposibles y venganzas, leyó mal. Si alguien creyó en el amor y la redención, que se olvide. El tiempo pasa, el corazón se seca y la vida sólo es un poco más justa que la muerte, que nos llega a todos.
(Ah, pero esta novela, ¿era seria?)
Pues sí, en forma y fondo.
LEED esta novela barroca. Leed a Goldman. Habla un converso.
nació en Valladolid, España, hace treinta y cinco años. Historiador del Arte y la Cinematografía por formación, habla cinco idiomas y ha cursado estudios en Corfú, donde enseñó español y se especializó en cultura clásica y arte bizantino. Vive y escribe en Madrid, donde colabora como asesor free-lance en empresas de tendencias de ocio y turismo. Lleva el blog Como una metáfora.
Me ha gustado tu reseña, pero creo que me quedo con la historia del amor verdadero, los acantilados imposibles, la venganza de Montoya, la inteligencia desmañada del hombre gigante. Que cerdada la de Goldman¡¡¡