Aguas vivas

“Ya está aquí, cariño,” le dijo mientras iba deslizándole las manos dentro de la camisa. “El fin del mundo.”

Ella había quedado tan paralizada por la pantalla que le costó un momento reaccionar. Entonces le agarró las manos, atrapándolas entre su propio estómago y el cuello de la camisa. Lo miró a los ojos. Era una chica joven —más joven que sus gustos habituales, como mínimo— pero bonita, del estilo bonita pecosa-con-pelo-crespo. Y bueno, oye, el mundo se estaba terminando. “Señor Franklin—”

“Llámame Gordy.”

“Gordy.” Le sacó las manos de la camisa como si estuviera sacando unas ardillas del interior —como si en cualquier momento fueran a dar un salto y a caer en cualquier sitio a menos que fueran arrinconadas. Era una periodista: Era terriblemente ingenua y crédula, y pensó que era cínica. “¿Qué está sucediendo?”

“No quiero mentirte, bomboncito. Son las muñecas. Me hace sentirme fatal.”

Tenía unos ojos enormes; ella misma parecía un poco una muñeca. Quizás al Modelo No. 202, Jessica. No se vendía mucho, ése: demasiado cerebrito. “Pero cómo es que…” En la pantalla, tres chicas impúberes lanzaban una papelera a través del escaparate de una tienda de productos electrónicos, y luego se apiñaban en el interior y tomaban todo lo que podían. El botín estaría a la venta en eBay al cabo de una hora. En Londres, los niños estaban adoptando un enfoque más directo: Se lanzaban contra los antidisturbios que rodeaban la mega juguetería Hamleys, pero los estaban derribando a porrazos. “¡Ay, Dios!”

“No podemos hacer nada ahora.” Deslizó sus posaderas sobre el escritorio y palmeó el espacio que quedaba junto a él. “A lo mejor quieres sentarte.”

“Tengo… que llamar a la oficina.” Abrió el teléfono y se lo llevó al oído. Mientras esperaba a que descubriera que no había recepción, observó la ciudad. La mitad de su oficina estaba hecha de vidrio; parecía algo flotante. El distrito financiero de Yakarta se extendía ante él: las torres de oficinas, el Parque Medan Merdeka, incluso el monumento Tugu Monas, semejante a una daga, envuelto en una leve calima amarillenta. Que lo llamen monumento a la independencia todo lo que quieran; la verdad era que se trataba de un falo gigante, penetrando una vagina de hormigón. En cuanto lo vio la primera vez, supo que había hallado su hogar espiritual.

Ella bajó el teléfono. Había, por encima de sus cejas, una diminuta arruga de preocupación que él encontró extrañamente atractiva. “No puedo…”

“Son los niños. Han pirateado la red telefónica. Lo han pirateado todo.” Hizo un gesto en dirección a la pantalla, que había regresado al parqué de la Bolsa de Nueva York. Ahora estaba vacío en su mayor parte, solamente quedaban algunos de los corredores, que antes habían estado gritándose y despedazándose unos a otros, con la vista levantada en vano hacia el gran tablero vacío, como esperando instrucciones de Dios. La televisión decía: Fallo total de sistemas. Decía: Thunderchild botnet. “Es alucinante, lo que los niños saben hacer hoy en día. Se saben la tecnología, y la tecnología es lo que controla el mundo.” Le tocó el brazo. “Pareces un poco mareada, Jessica. ¿Seguro que no quieres sentarte?”

Su mirada se centró. “Soy Rebeca.”

“Claro.” Vaya. Jessica es la muñeca. Por encima del hombro, vio el destello de una bengala. La Plaza Senayan: el principal distrito comercial. “Oh, no.”

“Oh, no. ¿También aquí?”

Se bajó del escritorio y se acercó a ella por detrás, poniéndole las manos en los hombros.

Ella se estremeció, pero no hizo gesto alguno por rechazarle. “Por todas partes. Ya no hay límites. El mundo es un país.”

Su respiración se había acelerado y parecía asustada. El bulto de sus pechos subía y bajaba como el mar. Resultaba algo hipnótico. “¿Cómo es que esto es a causa de las muñecas?”

“¿Realmente importa?” Había que ver, los periodistas. No sabían funcionar sin hechos; los necesitaban igual que el aire. En el mundo de verdad, uno se daba cuenta de que los hechos eran simplemente el principio.

“La Liga de las Madres dice que son abominaciones. Que sexualizan a los niños. Dicen que es por eso que los niños alcanzan la pubertad antes de…”

Él dejó escapar un bufido entre los dientes. “La Liga de las Madres. Por favor. Son unas taradas. Hace veinte años, la gente se molestó por las muñequitas Bratz. Dijeron lo mismo: Que les arruinaban la infancia, que destruían su inocencia, blah blah blah. ¡Las muñequitas Bratz! Míralas hoy en día, si son de lo más inofensivo. Nada de aretes en los pezones, nada de estuches de estrellas del porno, nada de eso. Son prácticamente conservadoras. Y veinte años antes de eso, se armó un escándalo por la Barbie, solo porque tenía la cintura muy fina y un trasero hasta aquí. Si la ves hoy en día, Barbie es gorda y fea, y se viste igual que tu abuela. No es nada más que el progreso. Sí, claro, las niñas crecen más rápido. ¿Y qué? Solamente significa que son más listas y más maduras. Y que quieren juguetes más excitantes. Y eso es lo que les damos con nuestras muñecas, las muñecas Fóyahme.”

El edificio se estremeció. Un instante después, se produjo un rumor sordo, como si hubiera truenos.

“Yo tenía una muñeca Fóyahme,” dijo ella en un suspiro. “La adoraba. Pero mi mamá me la confiscó.”

“Cuánto lo siento.” Sus manos empezaban a subir por la espalda de ella. Su cabello olía a champú barato de hotel, y por ese motivo, atractivo. Sus dedos localizaron el sujetador y comenzaron a trabajar en el cierre. “Si quieres, puedes llevarte una luego.”

Ella había comenzado a descansar su cabeza contra su pecho, pero de pronto levantó la vista hacia él. “¿Crees que lograremos salir de aquí?”

“Oh,” dijo él. “Bueno, quiero decir, si logramos salir vivos de ésta, claro, puedes llevarte una muñeca.” El cierre le estaba frustrando: Cada vez que pensaba que ya lo tenía, la otra parte parecía volver a encajar en su sitio. Confiaba en que no fuera uno de esos dispositivos de seguridad personalizados. Algunos de ellos, aparentemente, contaban con diminutas agujas tranquilizantes que entraban en acción en caso de acceso no autorizado.

“Tú lo sabes … lo sabes que saldremos vivos.”

“Pues … “ Sonrió porque ella no le estaba parando las manos. “Vale. Lo sé. La razón de todo esto que … es a causa de la nueva gama de muñecas Fóyahme. La campaña se puso en marcha anoche. Tenía fundadas esperanzas, pero esto ha superado con creces todas nuestras expectativas. Funciona de verdad.”

“¿Qué es lo que funciona?”

“El neuromárketing. Los tipos del departamento científico por fin han dado con ello. Han roto las últimas barreras psicológicas que separan al estímulo de la respuesta. Lo he utilizado para crear una campaña de márketing a la que resulta físicamente imposible oponer resistencia. Bueno, al menos entre el grupo demográfico de las menores de 12 años. Entre los cuatro y los diez años, es ahí donde está el meollo del asunto. Obviamente el comienzo fue fácil… quiero decir, niñas y muñecas, no es que se trate de una lucha muy ardua.” ¡Maldita sea! No había manera de soltar el sujetador. En cualquier momento iba a tener que pedirle ayuda.

“Esta… crisis… es… ¿porque quieren muñecas?”

“La campaña hiperestimula la zona del cerebro responsable del deseo. Pareció funcionar bien durante los ensayos, pero no contábamos con esta avalancha. Ahora va y resulta que si una chica quiere tener una muñeca, esa avidez también aumenta entre sus amigas. Y los chicos quieren darles a las chicas lo que éstas quieren. Está claro que en esto se ha perdido un poco el control. Pero las buenas noticias, ya te darás cuenta, es que todo ese jaleo de ahí afuera puede controlarse. ¿Sabes por qué están saqueando y desvalijando las bolsas? Para poder comprarse muñecas. Esto me va a convertir en el tipo más rico del mundo.” Dejó escapar una risa. “Nena, tu sujetador es más lioso que una contrata del gobierno. Te importa…”

Ella dio un paso atrás y se desabrochó la camisa. Había en su gesto una curiosa determinación. Arrojó la camisa al suelo, en un montón desordenado, y estiró los brazos hacia atrás para soltarse el sujetador. Tenía unos pechos plenos, hermosos, y se desacoplaron junto con el sujetador.

Él soltó una blasfemia: “¡La hostia santa!”

“Gordy Franklin, de acuerdo con la legislación vigente tengo el deber de informarte que la grabación de nuestra conversación ha sido transmitida a la Unidad de Delitos Económicos del FBI en Maryland.” Ella le enseñó el sujetador: Arropada dentro de cada una de las copas había una cajita negra. Su pecho estaba desnudo y era tan plano como el de un muchacho. “Tus operaciones en este lugar quedan bajo la jurisdicción del FBI según la potestad conferida por la ley de la OMC 190B, por la cual los países que mantienen relaciones comerciales con los Estados Unidos deben cumplir con la legislación corporativa norteamericana. Tal y como tú lo dijiste: el mundo es ahora un país. Legalmente hablando, éste es un lugar de trabajo norteamericano.”

“¿Qué edad tienes? ¿Ocho?”

“Tengo diez años,” le dijo ella. “Ya lo sé, con el sostén parece que tenga doce, como mínimo.”

No se dio cuenta de que estaba retrocediendo hasta que tropezó con el borde de su escritorio.

“Tú no puedes ser agente del FBI. Las leyes sobre trabajo infantil prohíben que…”

“Venga ya. Soy trabajadora autónoma registrada. Igualito que tú.” Ella se le acercó, y él vio horrorizado que el sujetador hacía las veces de esposas. “Piensa en mí como si se tratara de una cazarrecompensas, si es que eso te sirve de ayuda.”

“¡Si solo tengo doce años! ¡No tenía ni idea de lo que estaba haciendo!”

“A otro perro con ese hueso. Fundaste la empresa a los siete años.”

Tenía ganas de llorar. “Yo solamente he diseñado una campaña. ¡No hay nada ilegal en eso!”

“Indicaste tu voluntad de beneficiarte de ganancias obtenidas mediante un delito. ¿Piensas entregarte por las buenas, o quieres incurrir en mayores responsabilidades? Ten presente que todo lo que hagas está siendo retransmitido en tiempo real.”

Hundió los hombros. Ella le tomó por las manos y él no se opuso. El sujetador se cerró con un chasquido alrededor de las muñecas, más apretado de lo que él esperaba, y él dejó escapar un gritito. Ella comenzó a abrocharse de nuevo los botones de la camisa. Se dio cuenta de que se lo iba a llevar en cualquier momento: Lo haría desfilar sin misericordia alguna ante las miradas escandalizadas de sus empleados. Debería haber sido el día más grande de su vida. Iba a ser una humillación.

Pero ella no se dirigió a la puerta. En vez de eso, sonrió de oreja a oreja, dio un pequeño saltito de puntillas y aplaudió entusiasmada. Entre sus dientes incisivos había un pequeño hueco.

Franklin dijo: “Un momento…espera un momento. ¿Tú quién eres?”

“Una chica. Solamente una chica.”

“¿No… no eres una cazarrecompensas?”

“Nooo. Eso me lo inventé. Supongo que tienes razón: No es ilegal lo que hiciste. Aunque, tengo que decirte, que más pronto o más tarde, apuesto a que tendrás que vértelas con algunos padres muy, pero que muy cabreados.”

“Y entonces… ¿por qué estás aquí?”

Sus ojos se iluminaron. “Por las muñecas,” le dijo ella. “Las quiero. Las quiero todas.”

by Max Barry

es el autor de Syrup, Jennifer Government y Company. Acaba de publicar Machine Man. Vive en la ciudad de Melbourne, Australia, con su mujer y su hija pequeña. Hasta hoy, se las ha apañado para mantener su hogar libre de muñequitas Bratz. www.maxbarry.com

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