Orfandad y literatura

Hay libros que no deberían ser juzgados exclusivamente por sus cualidades estéticas, sino que habría que añadirles, además, la condición de que sean muestras de verdad, de una experiencia que deje su herida en el lenguaje. Frente a Cuaderno […] duelo nos hallamos cara a cara con uno de esos libros.

En él, Miguel Á. Hernández-Navarro (Murcia, 1977) ensaya en cuatro partes lo que podríamos considerar, de un lado, unas notas para una futura novela y, de otro, una suerte de “quema de las naves” homérica, a partir de algo que dijera en su día Jorge Semprún, pues que “la muerte no es sino uno de los rostros del ardor juvenil” [1. Jorge Semprún. Adiós, luz de veranos… Traducción de Javier Albiñana. Ed. Tusquets. 1998. p. 15].

Y es que el libro trata de completar la labor del duelo e intenta “dotar de significado al sinsentido de la muerte” (p. 62), así se intenta en él la superación literal y literaria de la orfandad que se le presenta al autor al final de la (post)juventud y que le enfrenta al reto de la deriva moral que es la construcción de la edad adulta. El autor juzga pues en este libro el punto de fuga más conveniente desde el que poder echar a andar, un punto que se halla(rá) inequívocamente en el espacio intermedio entre el dolor real y el dolor literario.

El reto aquí consiste en ser consciente de que la literatura y el lenguaje impiden al hombre “relacionarse directamente con las cosas” (p. 76) y que todo consiste en tomar consciencia sobre el hecho de que habiendo escrito lo que ya escribió (habiendo firmado pues “la rendición de su escritura (p. 63)), Hernández-Navarro consigue que no sólo el texto, sino esa verdad que referimos antes, la de la tragedia individual, le pertenezca de manera unívoca. O dicho de otra manera, Cuaderno […] duelo es la constatación de cómo “el espacio literario” aleja al autor incluso “de la más radical de las experiencias, la de la muerte” (p. 93).

Gracias a la literatura, Hernández-Navarro consigue la apropiación subjetiva de la muerte del padre y de la madre, y asume con ello la central vocación misma de escritor y ello le obliga a mostrársenos desvergonzado en su honda sinceridad, con ese arrojo necesario que exige el ejercicio de la escritura verdadera, al enfrentarse públicamente a su vocación, que no es sino consecuencia –paradójicamente- de su orfandad, su soledad y su desamparo.

Cuaderno […] duelo, a pesar de no rehuir la prerrogativa de Barth, la de ser “una novela que imita la forma de una novela, escrita por una autor que imita el rol de autor”, no es exactamente eso. Tampoco es una escritura performativa en el sentido de William Gass. Quizá la cosa ande más del lado de lo que Richard Poirier consideraba “una consciencia de la literatura como un fenómeno performático”. Así, Hernández Navarro se situaría en ese punto crucial que separa la factualidad actante de las cosas reales (que, además, ya han sucedido y andan errando en la memoria) y el acto performático del escritor que juzga conveniente dar por concluido lo ensayado en la escritura. El libro sería, a tenor de lo sugerido, una suerte de ejercicio de auto-reflexividad de inocultable filiación borgiana.

A pesar de dividirse en cuatro secciones, el libro debería considerarse principalmente como la crónica/testimonio de la muerte de la madre, la que se corresponde con la primera parte, elocuentemente titulada Cuaderno de duelo, a la que se le añaden tres “apartes” que funcionarían al modo de reflejos cóncavos, conformando una prueba ficcional en forma de relato (en la 2ª parte), una indagación sobre la poética literaria propia con la muerte del padre –más lejana en el tiempo que la de la madre- al fondo (en la 3ª parte) y una suerte de arabesco o finta que indaga en la escritura misma, a través de la figura ensayística del laberinto (en la 4ª parte).

El primer texto del libro (Cuaderno de duelo) es el más largo  (cincuenta y seis páginas) y, junto a El padre de Thomas Bernhard (la tercera parte o “aparte”), es -de los cuatro- el texto más descarnadamente autobiográfico. Es un relato seco, testimonial, de la muerte de la madre. El texto actúa como sortilegio para “frenar la escisión del tiempo, para intentar encontrar el punto en el que todo se partió para siempre” (p. 14). Está escrito un año después de sucedida la muerte y, en su afán de reconvertir el pasado en materia propia (para así devolverla al olvido), constituye un memorable “homenaje a la madre muerta” (p. 17).

Gracias a su formación teórica en Historia del Arte, Hernández-Navarro (que aparece en este primer texto bajo el alter ego de H.) construye una polaridad entre la mirada (la imagen) que sólo puede dar cuenta del estruendo silencioso de lo que yace muerto –el cadáver- y el tacto (la materia viva), que  ha de ser reconfortada a través del abrazo; del roce, pues. Con ello investiga qué es “lo que queda en la retina cuando desaparecen las imágenes” (p. 51), y así en la imagen misma de la madre, una imagen del dolor, “donde las lágrimas mojan menos” (p. 54).

Entretanto, la constatación de que todo sucede de un modo fatal, por esa terca costumbre que tiene la realidad de seguir la estructura de la ficción y provocar que “todo se repit[a], que las cosas suced[a]n de modo semejante” (p. 35) a lo ya conocido. Lo relatado, las secuelas de la muerte en el cuerpo, por así decir, convienen una “escenificación del sentimiento”  (p. 39) que niegan cualquier tipo de sentido. El propio H. se sorprende pensando que “todo eso [el ataúd finalmente encerrado tras un muro de ladrillo] es una gran performance” (p. 57).

Y entonces se consuma la paradoja: “afirmar lo que queda” (p. 40). La vida.

El relato de los acontecimientos le sirve a H. para tomar “consciencia de que habita una existencia compartida, una vida que desborda los límites del cuerpo” (p. 40). Una especie de uno-múltiple. De darse cuenta de que, hasta entonces, ha estado aguardando en la noche, donde “nada sucede […] [en] el tiempo improductivo” (p. 45).

H. finalmente aprende que lo que nos abruma es “la nada donde está el todo» (p. 59) y que resolver el duelo no es, como todo el mundo dice y cree, cerrar la herida, porque herida ya no hay, sino que enfrentar el duelo es aprestarse a “una guerra encarnizada entre lo indecible y lo decible” (p. 62), entre la imagen y el cuerpo, entre lo estático y lo cinético. Entre la vida y la muerte.

La montaña de Cézanne (Óleo sobre lienzo) es el segundo aparte del libro y vendría a significar una suerte de interludio. Está narrado en tercera persona y se corresponde con un relato claramente ficcional que da cuenta de la vuelta a un cementerio de Aix-en-Provence de un hombre que “ha perdido un recuerdo, y que ha venido hasta aquí para encontrarlo” (p. 69). Se trata del recuerdo de Anna (muerta hace apenas tres semanas), o más bien su rostro, el cual es incapaz de rememorar el protagonista, debido a la autenticidad de dicho rostro, nos dice éste, y así se halla –exclusivamente– en su memoria, el rostro de Anna, pero perfilado sin forma, apenas sin contornos. Y es que el hombre es un pintor que ya no pinta y que piensa que la única tarea del pintor actual debe ser la de escribir, puesto que “la imagen ya está en todos los lugares” (p. 70). Al tiempo que le sirve a Hernández-Navarro el relato para apostar por un arte filosófico para el siglo XXI, un arte que “haga referencia a lo ya pintado para poder reconocer lo ya visto […] un continuo descubrir en lo extraño “(p. 71), constituye una exploración metaficcional del Otro (l´Autre) y una evidencia de que lo real puede ser constitutivo de una ficción actual al modo de “la percepción pura, sin ningún tipo de representación previa” (p. 76). Dicho en otras palabras, que no se trata de pintar la palabra, sino de escribir no en el lienzo, sino provocar que lo Otro y lo uno sean lo mismo, y el relato constituya la materia de la tela del lienzo, un lienzo que potencie en el lector la capacidad de sentir la náusea de la mismidad.  No la mímesis. Sino la obscena crueldad de ese “lugar donde la doblez de lo humano vuelve a su origen” (p. 77). La montaña de Cézanne pone así en cuestión la colonización absoluta de la imagen, y apuesta por las palabras como único arte posible.

Si Cuaderno de duelo (la primera parte) representa lo que postcede a la muerte, en El padre de Thomas Bernhard (la tercera parte) Hernández-Navarro recorre esas horas previas que anteceden a la muerte del padre, al tiempo que relee la novela El malogrado de Thomas Bernhard. Así, aquí está necesariamente la lectura, y el pensamiento de la escritura, pero no la escritura propiamente dicha. La distancia con la previsible muerte del padre se produce a través del pensamiento y de la culpa, y es que Hernández-Navarro ahora imagina que su padre es Thomas Bernhard y, además, recuerda cómo en su primer libro de relatos, de manera catafórica, ya hubo de matar ficcionalmente a su padre. En el ínterin –y gracias a la lectura de la biografía de Bernhard escrita por Miguel Sáez- se entera Hernández-Navarro de que Bernhard no murió al suicidarse (como él imaginaba, y confieso que yo mismo también pensaba), sino “en la cobardía de la enfermedad” (p. 88) y que, igual que Cioran, había notificado en sus novelas el paroxismo de los suicidas, pero, sin embargo, nunca hubo de dar el paso en su vida real. Tal decepción le lleva al escritor murciano a reflexionar sobre el para qué de la escritura, y así llega a la conclusión de que “toda literatura […] es fruto de un deseo de ver morir al padre, no de matarlo, sino de verlo morir” (p. 95).

El título del texto El padre de Thomas Bernhard se refiere a la novela que Hernández-Navarro proyecta(ría) escribir, con el propósito de alejarse de su biografía, pero manteniendo algún anclaje real. Se le ocurre, para ello, el concepto de “orfandad tanatológica”; así un personaje que no consiguió ver morir a su padre intentaría paliar su desdicha yendo de hospital en hospital ayudando a los moribundos, simulando que “en cada uno de ellos moría su padre” (p. 99). Ha de decirse que este relato finaliza con una imagen algo endeble y a la que Hernández-Navarro se confía ciegamente, pero sin demasiado éxito.

Si la primera parte sirve para  dar cuenta de la muerte de la madre, la segunda para ensayar ficcionalmente la idea del Otro y la tercera para rememorar culposamente la muerte paterna, es obvio que la parte última, Escribe […] Laberinto (la cuarta), ha de tratar forzosamente de un encuentro real con el Otro. Y esto es ni más ni menos lo que ocurre.

La historia toma la forma de una fábula postmoderna, narrada en segunda persona y se guía por la voluntad autónoma del texto. No sigue, pues, ningún tipo de convencimiento o razón, sino que la propia inercia del laberinto que nos viene indicado en el título -y que es el espacio donde habita el protagonista de la ficción- es la que provoca el movimiento. El protagonista es un grafómano indeciso (otro alter ego de Hernández-Navarro) que no hace sino preguntarse por la dificultad de hallar la pertinencia de un tema válido para la escritura. Abandonadas las muertes físicas y reales, esta parte final constituye una reflexión sobre el qué, el para qué y el para quién de la escritura.  Se trata de una pieza de estructura vacilante, caracterizada por una sintaxis incierta y que es una variación posible sobre los mitemas de Teseo e Ícaro. La propuesta queda un tanto huera por su debilidad ontológica que evidencia la realidad del laberinto, un espacio “deambulatorio” (p. 116) en el que el protagonista está atrapado.

Se podría decir que Escribe […] Laberinto es una toma de conciencia por parte de Hernández-Navarro de lo que yo llamaría su borgianismo, una suerte de lastre molesto y cargante, que le ha valido para llegar a la parte última de libro, pero que ya cumplió su cometido, y sobra.

La anágnorisis, por así decir, pasa por “aprender a mirar a contraluz” (p. 122) e intentar comprender quién es ese Yo real (verbigracia, el tan ansiado estilo propio del escritor único) que dará forma a esa futura novela singular que sabemos Hernández-Navarro escribirá y en la que, de hecho, dice estar ya trabajando –aquí-.

Cuaderno […] duelo, como dijimos al principio, es un libro que, además de sus logros estéticos (notables, aunque epigonales), esgrime su condición de objeto verdadero, más allá de la literatura. Tal honrada y noble confesión le sirve a Hernández-Navarro para recuperar su libertad, habiendo salido ya del laberinto metafórico que es la influencia insoslayable –y real- de los otros (no sólo Borges, sino Bataille, los surrealistas, Bernhard, Cioran, Kafka o incluso él mismo, es decir, sus escrituras pretéritas). Así, se encuentra ahora con la evidencia de que hay “demasiado espacio a [su] alrededor” (p. 126), de que siente un vértigo incontrolable y de que necesita “un origen” (p. 127).

La quema final de las páginas del cuaderno de notas por parte del protagonista de Escribe […] Laberinto certifica que, a lo que parece, Hernández-Navarro está(ría) dispuesto para enfrentarse a la verdad única de su literatura.

Ojalá le sean fructíferos y prósperos los vientos nuevos y sepa construir una morada cálida en ese olvido límpido en el que ahora, tras sus particulares Confesiones, habita ya felizmente.

Y que nosotros lo veamos.

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

2 Replies to “Orfandad y literatura”

  1. 2
    Agapito

    El libro me ha parecido impreciso, pretencioso, deshilvanado y cargado de lugares comunes… una pena dado que las intenciones eran buenas y los maestros en los que se inspira son sensacionales. Otra vez será

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