Álvaro Arbonés

Hacer un recenso de todas las lecturas de un año es una actividad desagradecida, cruel y ligeramente espeluznante: en el preciso instante en que vamos desgranando qué libros hemos leído -y, sobretodo, miramos los que hemos aparcado- comienzan las tribulaciones; ¿qué debería plasmar en una lista de estas características para hacer justicia a tales lecturas?. Entre las inevitables decepciones, esas en las que nos prometemos que no volveremos a caer en el griterío popular, siempre se filtran un puñado de obras que nos han hecho leer con una fruición que ha hecho que casi duela que acabaran. Y en algunos casos incluso sobra el casi. Ya que una lectura crítica la fui haciendo durante el año en mi blog, The Sky Was Pink, he decidido que sería mejor abordar aquellas más gozosas de cuantas he tenido y no necesariamente las mejores -aunque, a ojos de algunos, esto podría poner en duda mi criterio-, a partir de donde iré hilvanando este ejercicio imposible de deconstrucción lectora.

Este año para mi ha tenido un género predominante sin ninguna duda: la novela negra. Después de un tiempo totalmente apartado de ella he vuelto a sus brazos del mismo modo que se vuelve a los de un amante, con la pasión desenfrenada, bien conocida y sin sentido de quien sabe como activar nuestros mecanismos para alcanzar los estados más profundos del goce. Es por ello que lecturas como Acero de Todd Grimson, Reina del Crimen de Megan Abbott, Tarántula de Thierry Jonquet o Drive de James Sallis están entre algunas de mis predilecciones más profundas de cuantas he leído este año. Y es que, no nos engañemos, es difícil resistirse a esos cantos mitológicos que se esconden debajo de las anodinas calles de nuestra contemporaneidad.

Por otra parte sería desde América desde donde llegarían mis tres descubrimientos más apasionantes del año: Jim Dodge, Percival Everett y Tao Lin. El primero, Dodge, me ganó con la re-edición de su imprescindible Stone Junction, donde descubrí una novela de iniciación que, lejos de producirme nauseas por su moralismo ejemplificante, consiguió hacerme soñar despierto con la posibilidad de vivir entre sus páginas con sus personajes; El Cadillac del Big Booper y JOP!, aunque menores en comparación, sólo consiguieron afianzar esa sensación de que Jim Dodge es el escritor de la magia auténtica de la vida, para lo bueno y para lo malo. Por su parte Percival Everett me noqueó con un buen crochet de izquierda con nombre propio: X; su técnica depurada, movimientos (de trama) ágiles e inesperados sumados a su capacidad constante de llevar hasta el límite lo anodino de lo cotidiano consiguieron batirme en ese primer, pero muy amoroso, golpe. Con Tao Lin la relación es de un amor tan raro como profundo, si me quedé fascinado con la anodina cotidianidad de Richard Yates en Shoplifting from American Apparel apenas sí llegué al inane aburrimiento. Actualmente mido cualquier novela (de) adolescente desde el rasero de Richard Yates, y sale perdiendo hasta el propio Tao Lin. Aunque si hablamos de americanos tendré que rescatar a Shane Jones que, con Las cajas de luz, ha conseguido que vuelva a leer fascinado como un niño impresionable ante una historia tan épica como entrañable. Si aun no lo conocen, afortunados son ustedes, están a tiempo de volver a ser niños de nuevo. Y como olvidarnos de Ted Cohen que ha dado, para mi gusto, el mejor ensayo del año, Pensar en los otros, un libro donde desgranada muy sintéticamente como la metáfora literaria se impregna con igual fuerza en la tinta como en nuestra relación con todo aquel que es otro.

Pero si América me ha sorprendido muy gratamente no podría obviar ese gran amor compartido por muchos, pero entendido por muy pocos: Japón. Si empecé con la decepción (relativa) del excesivamente panfletario El camarada de Takiji Kobayashi pronto se pasaría con la capacidad de evocación de Siete cuentos japoneses de Junichiro Tanizaki. La japonesidad de Tanizaki, fuera ya de toda duda, consigue sumergirnos en el enrarecido ambiente de un Japón que parece estar eternamente en guerra contra sí mismo, contra su incapacidad para adaptarse a la idea que tiene de sí mismo, produciendo las disonancias fratricidas -o, en el peor de los casos, suicidas- de la nación. Aquí sería un pecado obviar la biografía de Ryuichi Sakamoto, La música os hará libres, donde nos demuestra que es tan interesante literato como músico. Pero cuidado, sus disertaciones sobre música, literatura y filosofía están entre algunas de las intervenciones más brillantes del año también. Ya hacia el final del año sería Kobo Abe con La mujer de arena el que conseguiría ponerme la cabeza del revés; el Borges japonés es uno de los más certeros francotiradores del lenguaje, ¡aun en traducción!, que haya conocido la literatura del siglo XX; un clásico.
Hablando de Borges, ¿cómo olvidarnos de El Hacedor (de Borges), remake de Agustín Fernandez Mallo? Sin ninguna duda uno de los grandes libros de la literatura española de este año y, además, obra magna del coruñés hasta el momento. Hablando de España cabría resaltar también Los millones de Santiago Lorenzo, una rara avis que nació como guión cinematográfico y que, para nuestra fruición, no se materializó convirtiéndose así en una historia de costumbrismo y amor más allá de los límites de la idealidad hollywoodiense. Grandes historias de pequeñas personas, una realidad tan ignorada como interesante. Quizás en esta misma linea, pero desde el otro lado, deberíamos hablar de Ultraviolencia de Miguel Noguera, un compilado de capsulas de humor donde lo absurdo se confunde con la genialidad.

Poco más puedo decir de mis lecturas salvo que, y siento ser repetitivo, si algo tienen en común todas las citadas es que durante su lectura me produjeron una euforia que sólo la literatura es capaz de conseguir, la que produce la consciencia de sumergirse en un mundo imaginario del cual nunca querrías salir. Y del cual no podrás deshacerte… nunca más.

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