Como la vida misma

Mercedes Cebrián (Madrid, 1971) pertenece a un pequeño grupo de escritores españoles que intenta dar forma en sus obras a las nuevas experiencias de vida. Habría que emparentarla con escritoras como Sandra Santana o Patricia Esteban, desconocidas en Latinoamérica, pero con una pequeña carrera y un lugar en España, a pesar de no pertenecer al mainstream.

Dos relatos complementarios forman una alegoría de la época en La nueva taxidermia, el nuevo libro de Cebrián. En el primero, “Qué inmortal he sido”, la protagonista narra la puesta en marcha de “una pequeña empresa para recuperar situaciones vividas” —en un local alquilado PICNIC EVENTS recreará lugares del pasado: una fiesta curiosa, la habitación de un antiguo novio. En el segundo, “Voz de dar malas noticias”, Belinda busca manifestarse, gritar y quejarse desde otra voz, por lo que encarga tres muñecos —tres personalidades— a través de los que interactuará con el mundo, como un ventrílocuo poseído por sus criaturas.

La empresa de reconstrucción empieza con la habitación de un joven de 19 años, el primer novio. Recupera olores: zapatillas viejas, coliflor hervida, más comida, perfumes. El segundo objeto de reconstrucción será la casa de diseño de una amiga, en la que hubo una fiesta con reencuentros de personajes de la escuela y demás. Una reproducción perfecta de una casa perfecta para una vida perfecta.

Belinda, la chica tímida que no puede sacar su voz, se vale de tres muñecos, sucedáneos de sí, tras los que se esconde para relacionarse con el mundo. En un gesto metacrítico, fabrica una reproducción de sí misma, una miniatura de sí a la que dará su voz. ¿Quién habla, entonces? Vuelve la pregunta en abismo: ¿hay un lugar anterior a la conciencia que enuncia la conciencia?

Ambos relatos tienen algo de ensayo melancólico, parecen elaborar narrativamente una pérdida originaria que podríamos formular pomposamente, para cada caso, como la falta de coincidencia entre experiencia, memoria y representación, y como la separación de la voz y el cuerpo. La Identidad deshecha.

La reflexión de fondo no bloquea la narración. Hay tramas —que no quiero adelantar—, hay situaciones inquietantes que desbordan el ensayo. La potencia simbólica pasa por imaginar escenas descolocadas o personajes neuróticos y sutiles, que den un giro a lo que de otro modo sería mera inteligencia. Las voces de las narradoras se caracterizan inmediatamente, oscilan entre la conjetura, el humor y el anticlímax de una revelación que no llega. No es la magdalena de Proust, sino una onza de chocolate la que vuelve a buscarnos. ¿Para qué has vuelto, onza? ¿Quieres decirme algo?

El olfato ayuda a elegir los objetos y rasgos característicos; el oído acierta con los estándares sociales: ‘Pero bueno, qué sorpresa’, ‘Qué gracia coincidir aquí’. Las protagonistas del libro recorren con sufrimiento y melancolía los estereotipos, los códigos, los procedimientos que regulan y suavizan la vida social, en una fiesta, un sábado, en una cena de reencuentro; en el bus; con el psiquiatra; con los padres, cenando, en casa, tus muñecos y tú, lado a lado.

La experiencia y las cosas se alejan, mediadas por la representación. En una cena de reencuentro de alumnos: algo va a ocurrir, ocurre, ha ocurrido. “Me lo sé de memoria antes de que comience.” La cena es la constatación de que la evocación del pasado no funciona; de allí que la aventura de la reconstrucción tenga algo de aullido: atravesar las capas del tiempo y confrontarse, zambullirse en la materia que fuimos y que hoy somos y no somos. Instalarse en el escenario reconstruido de la fiesta antes de la fiesta tiene algo de tiempo detenido, de anticipación suspendida. El nostálgico querría instalarse en ese lugar, el festivo lo entregaría al fuego, el melancólico lo sabe perdido desde siempre.

Con el pretexto de representar y reproducir la primera narradora nos dice: “Nos sería práctico entonces establecer catálogos de acciones específicas de ciertas ciudades para acudir a ellos cuando necesitemos llevar a cabo un curso acelerado de cosmopolitismo, de adaptación en veinticuatro horas pero a distancia…” (39) Lo que no dice es que todo el tiempo, en nuestra vida diaria, establecemos catálogos de acciones específicas para acudir a ellas cuando las necesitamos.

Y ése es el nexo con el segundo relato: Belinda quiere disponer de un catálogo de voces a las que recurrir, sin aspavientos, cuando las necesite. Dice: “Sería tan cómodo darnos cuenta desde dónde nos están hablando, si desde el personaje A, B o C…” (97) Ya que sufre en cada ocasión para dar con la voz adecuada, decide construirse estos tres muñecos a los que dar la palabra, separando su voz de su cuerpo, para obtener alivio “en una voz cualquiera pronunciando palabras, alejando a su interlocutor del cuerpo que la emite”. Cebrián elige llevar la situación hasta sus últimas consecuencias, es sobre ello que se construye un relato.

La dificultad para hablar de la cena y la fiesta, antes, o de la verdadera voz, ahora, se deja ver en un par de escenas. Un reportero, en una entrevista, quiere saber quién es Belinda de verdad. Incluso la narradora nos dice que Belinda ha “renunciado a su propia voz”. ¿Cuál es la verdadera experiencia? ¿Dónde está la verdadera voz? Son preguntas que Cebrián deshace con sus alegorías. Lo que queda es un origen perdido desde siempre, el descubrimiento de que la identidad está vaciada, de que la experiencia no es posible o no es nunca idéntica a sí misma, que tiene siempre un resto inaprehensible. La constatación de que nuestra voz es siempre otra voz, y que esa otra voz modela nuestra experiencia.

Hay algo profundamente abstracto en estos relatos. En lugar de narrar: firmó ante el notario, recibió las llaves, jugó con ellas… Cebrián describe una acción genérica: “Después de la firma ante notario, de hacernos con las llaves del piso, de lanzarlas hacia arriba…” Desespecifica, desmaterializa. Y las voces están abstraídas de los cuerpos, circulan por la vida social—Belinda atrapa tres y las deposita en pequeños cuerpos. Nosotros atravesamos esas voces descorporeizadas, unas veces las escuchamos y otras no. Vivimos en la abstracción y estas alegorías metalingüísticas, metacríticas exhiben esa reificación de la vida.

En el pasado un fuerte pensamiento teológico unía el verbo y la carne. Ahora que ese pensamiento ha dejado un espacio vacío, Belinda necesita hacer diez años de terapia para intentar ensamblar voz y cuerpo.

by José Ignacio Padilla

nació en Lima en 1975. Estudió el doctorado en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Princeton. Editó en Lima la revista more ferarum (1998-2002) y los volúmenes Nu/do. Homenaje a Jorge Eduardo Eielson y Amour à Moro (Homenaje a César Moro). Actualmente dirige la Librería Iberoamericana en Madrid.

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