Baruc en el río

Lo imprevisible

Lo primero que llama la atención de Baruc en el río es que está tan bien escrita que uno recorre sus casi trescientas páginas sin apenas darse cuenta. Se ha repetido en numerosas ocasiones eso de que el mejor estilo es no tener estilo, y dan ganas de aplicar semejante sentencia a esta novela, pero no sería acertado. Hay vocación de estilo en la límpida prosa de Rubén Abella (Valladolid, 1967), en ese gusto por la sencillez, por lo cuidadoso, por lo llano y, sobre todo, en ese afán por que nada de todo ello se confunda con la simpleza, tan al corriente en la poética de muchos autores contemporáneos. Esa prosa sin aspavientos es, por lo demás, el mejor cauce por el que discurre uno de los mayores logros de Baruc en el río, el de lo ominoso.

No es la sensación de tragedia lo que permea cada página de esta historia, sino más bien la sensación de lo imprevisto, que impide rebajar la atención del lector antes de la última página. De hecho, la anécdota que dispara la trama de esta novela no es otra cosa que eso: lo imprevisto. Y ahí radica otro de los logros de la novela, porque mantener de manera constante el aleteo de lo imprevisto y lo ominoso en el lector y hacerlo sin trampas ni desvíos no resulta fácil, pero aquí es solventado tan elegantemente que uno cierra el libro sabiendo que ese aleteo se va a prolongar.

Es, en efecto, lo imprevisto lo que inicia el libro. Baruc es un adolescente de quince años, el hijo mayor de una familia convencional de los años ochenta en todos los sentidos, algo que igualmente refleja la novela a la perfección, narrada por el hermano menor de Baruc varias décadas después de los hechos aquí descritos. Es una familia convencional en sus aspiraciones, en el reparto de las tareas, en la educación de los hijos, en la moral sexual, en sus sentimientos de culpa, en su relación con los vecinos, incluso en sus recuerdos. Y Baruc, tras una disputa con su madre, abandona de manera imprevista el hogar familiar y hace saltar lo convencional durante dos calurosos días de agosto de 1980, en plenas vacaciones escolares.

La ingenuidad en el recuerdo

El cronista que ahora recuerda ese suceso sobrepasa ya los cuarenta años, y debe por tanto elaborar una narración que mantenga el equilibrio entre la mirada del púber que era por entonces y el hombre maduro que es ahora, más cuando aquellos días de agosto marcaron en buena medida su personalidad actual. Es otro otro de los factores que sorprenden en este libro, pues el tono nunca trastabilla en la cuerda floja de la ingenuidad, en un cabo, y la madurez en otro. Abella mantiene el pulso a una narración que nos debe transportar al arrobo de un muchacho de trece años que admira a su hermano mayor. Sin embargo, debe contarlo desde un punto de vista más exigente, pues el narrador relata a posteriori, tras esos treinta años durante los cuales ha podido esclarecer los acontecimientos, y por lo tanto desde un lugar en el que no puede escudarse en la inocencia y el desconocimiento.

El lenguaje, la prosa, desempeñan así un papel principal, ya que por sí mismos se vuelven herramientas narrativas en mucha mayor medida de lo que pareceriera. La narración no puede mentir ni ocultar, pues el cronista sabe qué sucedió, pero al mismo tiempo no puede desvelar, pues su crónica es, en principio, la de una investigación, y por mucho que sepa sus resultados finales ha de mantener la misma tensión que le embargó en los paulatinos descubrimientos durante su edad adulta.

Rubén Abella demuestra su oficio también ahí, y por si fuera poco hace de las palabras descripciones por sí mismas, esto es, al enunciar el nombre de una calle, de un personaje, de un lugar, consigue una evocación que vale por todo un retrato, sin necesidad de minuciosas pinceladas. Así, dice más del ambiente familiar que a los progenitores se los mencione como Padre y Madre, que el tío se llame Sócrates o que alguien que telefonea se presente por el nombre de Poncio. Del mismo modo, que las comuniones se celebren en el Casino, las citas de los amantes en el Hotel Avalón y las películas se proyecten en el Cine Goya retrata el ambiente de provincias de esos años sin caer en ningún descuido costumbrista. Y es que ese, en un escritor al que se ha querido comparar con su coterráneo Delibes, es otro riesgo que aquí se sortea.

La literatura cada día

Ciertamente se le pueden afear algunos detalles a esta novela. Tal vez resulta poco verosímil la aparición del mítico ajedrecista Bobby Fischer, que más bien parece un cuento ajeno insertado en el relato, la ausencia completa de referencias sociales a las épocas que narra, más allá de alguna mención al NODO, alguna frase hecha (“cuando pasó lo que pasó”), la aparición de un personaje como el de Paquito al final de libro sobre el que se recapitula rápidamente, cuando bien podría haber sido sacado a colación en páginas anteriores -lo que de nuevo hace pensar an algún relato ajeno insertado-, etc.

Sin embargo, y pese a no haber leído nada de su obra anterior, tiene uno la impresión de que Abella se ha acercado aquí hasta rozar con los dedos su intención inicial: ha narrado lo extraordinario dentro de lo cotidiano.

A veces olvidamos que algo así solo se consigue mediante la buena literatura.

by Santi Fernández Patón

nació en 1975. Es miembro de La Casa Invisible de Málaga (España), una de las iniciativas de gestión ciudadana más relevantes de la última década. Ha publicado las novelas Miembros fantasma (Hakabooks.com, solo en edición digital) y Grietas (XIX Premio Lengua de Trapo de Novela). fernandezpaton.net

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