Una ruta vertical

Me subí a un camión equivocado y lo que de ellos siempre había tenido por familiar y cercano, sin llegar a ser ajeno, se volvió, como mínimo, singular. Todos los días, por necesidad y placer estoy obligado a tomarlos para desplazarme a cualquier lugar; tengo incluso que ocupar otras formas –unas más grandilocuentes que otras– del transporte público: me siento como un apátrida del camión. Una equivocada ruta lustra elementos y principios suyos que, por su cotidianidad, han caído inevitablemente en la telaraña de la intrascendencia: es un método infalible la costumbre para deslavar el interés y mecanizar la perplejidad que anida en cualquier atracción.

Y arrancan ©Eneas

Por ejemplo, la velocidad no había sido hasta entonces tan verosímil como a bordo de ese camión. Con más altura que los demás vehículos falsamente da la impresión de transportarnos sobre el aire, sin embargo, el rechinido de las llantas basta para sacarnos esa idea y que la velocidad se vuelva tan peligrosa como –a veces– necesaria. Si el trolebús, que con su parsimoniosa cadencia y silencio, es el anélido de los medios de transporte; los populosos taxis, industriosos y bélicos aguerridas hormigas; y los camiones, equívocos o no, se antojan el tiburón del cauce asfáltico. El metro, sólo tras una importante carencia de imaginación se puede comparar con el topo o la serpiente: es más bien la ballena blanca que diario escapa, a la que se llega un segundo tarde y vemos zambullirse desde el andén en un lóbrego túnel. Los pasajeros somos las rémoras del camión, no su presa.

Esos inesperados giros del volante y los consecuentes cambios oblicuos de dirección son manifestaciones de un instinto voraz, similar al del tiburón blanco que merodea el arrecife donde toman el sol las indulgentes focas. El camión acecha al tiempo, lo devora con el apremio de la urgencia. Es capaz de fabricarse espacios entre peatones, bicicletas, autos y aun otros como él, para salir tras de un cardumen de segundos que pareciera es lo que lo mantiene fuerte, ágil.

El camión es una paradoja: devora tiempo en aras de una retorcida puntualidad, mientras en su interior llega a experimentarse la suspensión del presente, a sentirlo como un momento monolítico y constante, armado a partir de la multiplicidad de los órganos que le dan vida.

***

Había en el camión un asiento vacío, desvencijado y sucio, pero vacío. Viajé sobre él incómodamente durante todo el trayecto y contemplé en los respaldos frente a mí esas frases sentenciosas y llenas de humor que desafortunadamente sólo se escriben en respaldos y puertas de baños públicos: en las seductoras provincias de la clandestidad. También vi –nunca faltan– los monocromáticos y expresionistas genitales masculinos junto a esos trazos que tienen la inigualable habilidad de ser al mismo tiempo tanto la obra como la firma del autor. Al mirar aquellos dibujos, sin explicación alguna, me llegó a la mente un verso de Eugenio Montale: “Puedes confiar en la oscuridad cuando la luz miente”. El vínculo entre ambos, me puso en el fondo de una cueva fría y húmeda hace miles de años. Adentro, éramos un grupo no muy numeroso los reunidos alrededor de una danzante llama a espaldas del que considerábamos el más extraño de nosotros. Al que no en pocas ocasiones habíamos visto rayar, como en un trance, a un búfalo bajo una lluvia de lanzas.

Mirando sin ver los grafitis, el pálido tono de mis pensamientos intentaba pintar en las paredes de mi cráneo que lo clandestino, es la gota que entinta las aguas de la intimidad.

Podría decirse que quizá sea el gen de una cavernaria nostalgia quien obliga a desplazar la punta de un plumón sobre un respaldo, y que posiblemente no se trate de una ancestral búsqueda por fijar en el espacio la imagen o aforismo inmortal que en el porvenir será poco más que el retrato de una época. Cabe también decir que de igual manera el autor de los búfalos jamás fue de cacería, que ni siquiera vio a los animales, pero sí, en cambio, oyó del triunfo insuperable que debió ser derribarlos. Acaso se trata de algo tan simple y básico como un insulto en un asiento: la pulsión no es dar cuenta de algo, sino inventar otra vez eso que ya existe para darle otra dimensión, la de la profundidad.

Ruta 100

***

“Lo raro es el entusiasmo, la convicción, la determinación ciega con que me pierdo”, recuerdo que escribió Alan Pauls. Debería rayarlo en el respaldo.

***

Las indomables ocurrencias que me asaltaron durante el camino, en vez de almacenarlas dentro de un archivero mental tan organizado y eficaz como el de un burócrata, las apilo como niños huérfanos en literas endebles: llegan a ser indistintas unas de otras y todas se parecen –sin que por ello necesariamente me esté repitiendo a mí mismo. Sucede también, como con los inquilinos de un orfanato que son –secretamente–, frágiles como las cosas rotas.

Unos niños, que evidentemente sí tienen a sus padres a una fila de distancia, comienzan a parecerme prófugos del Instituto Benjamenta, compañeros de Jacob von Gunten: sin parientes, desamparados y obedientes. Sutilezas del camión: no borra la frontera entre la ficción y lo evidente, sino que abre las puertas de sus aduanas y rompe los pasaportes de lo que la cruza. Todo se contamina de verosimilitud.

En las primeras cuadras, aquella vez, se subieron dos tipos a ejecutar una elipsis del asalto. En cuanto los vi recordé a un par de payasos que en otra ocasión y en otra ruta hicieran acaso lo mismo, pero con recursos distintos. Mientras uno de ellos caminaba por el pasillo como el león dentro de la jaula, el otro, con el cañón de una retórica vertiginosa y una dicción que arrastraba las últimas letras hacia las primeras de sus siguientes palabras, contaba la historia de su reciente salida de un reclusorio. Enumeró con énfasis y los ojos brillantes y perdidos en nuestras bolsas, el encadenamiento de las razones por las que ambos visitaron la cárcel; lo cual les hacía bien difícil encontrar trabajo y que por eso, casi disculpándose, preferían pedirnos por la derecha una moneda que no afectara nuestra economía, a quitarnos nuestras pertenencias con una punta. Fuimos pocos los pasajeros que no sacamos la estorbosa moneda de las bolsas.

***

Es tan latente en los payasos de camión la posibilidad del fracaso que la vuelven el epílogo de su rutina, con el cual fuerzan no el reconocimiento artístico que tanto les da, sino la remuneración de un servicio que nadie solicitó. Aquella otra vez, al final de su predecible rutina, dijeron: “Como verán no somos buenos payasos, pero preferimos hacer esto y ganarnos una moneda honradamente. Si no tienes una moneda que no afecte tu economía, al menos regálanos una sonrisita…” Es inalcanzable decir dónde inicia su confesión y dónde la disculpa.

No recuerdo si fue el día de los supuestos ex convictos o el de los fallidos bufones que pensé en aquella obra de un artista mexicano –Melquiades Herrera, supongo–, en la que se vestía de payaso y se subía a un camión a efectuar una rutina cuyo éxito y relevancia artística –fuera de éste–, dependía tanto de su intencional pobreza cómica, como de la incapacidad para ser gracioso por parte del ejecutante. La fuerza de la obra radicaba en que cuestionaba los límites de la noción de obra de arte: ¿era la pieza el fracaso mismo del autor?, ¿su atrevimiento para subirse al transporte público?, ¿el reconocimiento monetario de quien diera la moneda?, ¿la documentación de la misma que ahora no era ni un video, fotografía o texto, sino el viral rumor de boca en boca? En paralelo evidenciaba a las instituciones artísticas como refrigeradores para conservar un tipo de arte que fuera de ellas se echa a perder; y sugiriendo que el espacio –o medio de transporte– público como plataforma del arte, vendría a hacerlas de microondas.

Existe otra pieza que podría suscribirse a la misma tradición. Es –¿de quién más?– de Francis Alÿs. También él vestido de payaso se sube a un camión con una pistola real, a bordo hace alusiones al arma de fuego a través de chistes: “A quien no ría, mi pistola le soltará una carcajada”, “quien no dé el bronce y níquel, recibirá plomo”. Se ríe de sus frases y señala con el cañón a quienes ve particularmente nerviosos, tensos y serios. Diferente de la obra –creo que– de Herrera, la de Alÿs buscaba poner a prueba la templanza de los pasajeros, la eficacia de la policía y acercarse lo más posible a esa línea que divide la vida del arte, pero sin llegar a cruzarla. (Considerar que Alÿs también estuviera cuestionando la idea de autor con esta pieza, no sobra: ¿es el autor el artista o el payaso?, ¿o el artista como payaso?, etcétera.)

***

Alternaba mi atención, entre una barda detrás de la ventana estrellada a mi lado, que el departamento de mercadología de un partido político entendió como lienzo para fijar, como el retrato de Dorian Gray, la imagen de un diputado, y mi propio reflejo. Miré en la ventana fracturada una telaraña de vidrio en el cristal color humo y pensé en la plateada telaraña en el centro de una negra pirámide que dice Borges haber visto en el Aleph. Y entonces vi las muchedumbres de las paradas, las sombras oblicuas de los reos, a los payasos recolectando monedas, vi a Melquiades Herrera y a Alÿs, vi el engranaje del camión y su sistema nervioso central: el chofer, vi de nuevo la barda y su infinita repetición electorera. Vi en la ventana los textos fragmentarios y fragmentados que afanosamente busco: novelas hechas con ensayos o cuentos y diarios literarios.

***

El vidrio es otro más de los condones de la realidad. Parecido a esos textos unitarios de extensión desértica que intachables y diáfanos transcriben sin fisuras la realidad. La literatura parcial, caleidoscópica, es la piedra que rompe la mentira de esos escritos. Es el payaso que trabaja con su fracaso: con la imposibilidad de dar cuenta del mundo y que predica la invención como única salida literaria. Bufón que se confiesa inventor sobre el texto mismo, y lo vuelve disculpa esperando el reconocimiento de algún compasivo lector.

***

Entonces, me bajé del camión y tomé otro para corregir la digresión. Sugirió muchas más cosas el camión y sobre éstas hubo incontables apuntes más; sin embargo, la férrea normalidad de la ruta diaria hizo, no que se borrara la tinta de un cuaderno inmaterial donde las hubiera anotado, sino más bien logró que ese cuaderno quedara entre el desvencijado y sucio asiento en que viajé.

by Edgar Yepez

nació en el Estado de México en 1982. Es poeta y ensayista y actualmente becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo.

3 Replies to “Una ruta vertical”

+ Leave a Comment