Amor y droga en el DF

En su testamento poético Fragmentos de un libro futuro (Galaxia Gutenberg, 2001) decía José Ángel Valente lo siguiente: “Este sueño, que acabo de soñar y en cuyo tenue borde te hiciste no visible, limita con la nada”. Y así más o menos podría definirse Tristessa (Ediciones Escalera, 2011), la nouvelle del escritor y poeta de la generación beat Jack Kerouac (1922 – 1969), escrita en 1960: una suerte de desencantada fábula withmaniana y morfinómana, y más lo segundo que lo primero.

Tristessa se pretende ensoñación bíblica (mezcla desparpajada de animismo, hinduismo, budismo, cristiandad y algunos otros istmos más en garbancero desorden) dividida en dos partes, (págs. 9-63 y 67-105), entre las que media un año de diferencia. Siendo una novela que transcurre en el DF (“el reverso de los sueños” (p. 49)) y habiendo sido escrita por un beatnik, se ha de pensar forzosamente en Queer, de otro beat, el escritor William Burroughs. Y, ello, también porque el propio Burroughs aparece en la novela bajo el nombre de Old Bull Gaines,

“[un] cuerpo aguileño […] [que] conserva aún, bajo su grasiento pelo gris, un destello juvenil en las mejillas que en ocasiones lo hace aparecerse decididamente bello” (p. 104).

También aparece un alter-ego del propio Kerouac, bajo el nombre de Jack Gazookus, “un porrero asqueroso” (p. 71) y que es el protagonista de la historia y quien nos la narra de manera exclusiva.

Pero el viejo Bull ya no es aquel que leía a Mallarmé y escribía Yonqui, sino “ese otro Bull, más viejo, casi 60, en cuya alcoba me pasé escribiendo poemas todo el verano pasado” (p. 69). Y Jack tampoco es ya aquel delicado dibujante de ángeles terribles que escribió On the road, sino que en este momento de su vida, nos dice: “soy un cavernícola. Un cavernícola bien enterrado en el suelo” (p. 60), un hombre con un cuerpo ya debilitado hecho a la morfina (a pesar de no estar enganchado) y que “hasta ahora no había hecho más que viajar en círculos por toda Norteamérica, una tragedia gris a fin de cuentas” (p. 57). A ellos dos se les habría de añadir El Indio, “un maya adusto” (p. 91), “Viejo Padre del Tiempo” (p. 31),“un reputado ladrón” (p. 18), “casado y [con] dos hijos en la otra punta de la ciudad” (p. 26) y Cruz, que es la hermana de Tristessa: esa muchacha preciosa que se hace “no visible” en el tenue borde del sueño de Jack. La base del texto se halla en el trío que forman el Indio, Bull y Jack y es que los tres están enamorados de Tristessa, musa esquiva del relato.

La primera parte de la narración da cuenta de la propia intoxicación etílica y drogota de los morfinómanos, con gatos que reflexionan sobre el Nirvana, visiones del Señor, la obsesión con la muerte, confraternizaciones con gallos y gallinas, y un casi eunuco Jack que reniega de “todo deseo carnal hacia las mujeres […] a la lujuria, al deseo sexual” (p. 24) y que se nos presenta como “incapaz de tomar partido ni siquiera por mí mismo” (p. 39). El marco temporal es un sábado por la noche en casa de Tristessa y que Jack nos describe así:

“Estoy en Ciudad de México, loco y desmelenado y montado en un taxi, dejando atrás el Cine México para internarnos en un atasco bajo la lluvia mientras chupo de la botella” (p. 10).

Van camino de casa de Tristessa, donde se produce el ritual elixir de la drogadicción, con un Jack triste “porque la vida es dolorosa” (p. 21) y que busca alcanzar en su calvario alguna de las Cuatro Grandes Verdades. Gazookus comienza a entonarse a base de pelotazos y, pronto, se da un chute morfina, igual que los otros. Entretanto, hace partícipe al lector de su letanía, con una apelación directa:

“la humanidad siembra de problemas sus propios campos y luego se da de bruces contra las rocas de su errática imaginación. Cierto que la vida es dura. Ella [Tristessa] lo sabe, yo también, y tú” (p. 25).

Tanto Gazookus como el Indio se dedican a cortejar a Tristessa, rendidos ante su “belleza única y pluscuamperfecta” (p. 26). De fondo, el DF aparece como en una utopía rousseauniana: “Todo es tan pobre en México, la gente es pobre y sin embargo todo lo que hacen derrocha felicidad y desenfado” (p. 33). La narración de esta primera parte se constituye en fantasmagórica irrealidad:

“Todo sucede en una mente única e inabarcable, y mientras tanto nosotros en la cocina, no me creo nada de lo que veo, tan sólo el vacío sustancial de los átomos que conforman la carne, puedo atravesarla con la mirada, ver a través de nuestras siluetas de carne […] como si asistiera a la realidad futura a través de una amatista brillante, preocupante, nada halagüeña” (p. 38).

Esta primera parte finaliza con una especia de narrador fractal –a la espera de su Nirvana- en su largo peregrinar de vuelta a casa, a las 2 A.M., con un Jack hambriento, errabundo e iluminado, transitando “la inmensidad arrolladora del DF” (p. 39). De hecho, incluso podemos seguirle la pista con bastante exactitud callejera: sale de la Calle Redonda, y pasa por la Calle Panamá, la Plaza Garibaldi donde ve “hordas de gente extraña [que] se arremolinan por los callejones en torno a músicos somnolientos” (p. 43), alcanza la Oficina de Correos, cruza Juárez, donde está el Museo de Bellas Artes, y se arrastra hasta San Juan Letrán, en cuya parte final hay:

“una serie de bares ruinosos entre las brumas, campos de adobe roto […] cloacas y charcos […] chozas polvorientas encarando las luces de la ciudad cercana” (p. 48-49).

De ahí, y tras atravesar “extensos barrizales cercanos al Cine México” (p. 50), desemboca en la esplendorosa Calle Orizaba que:

“tiene una fuente preciosa y un estanque en un parque verde situado en una rotonda, una espléndida zona residencial de piedra y vidrio con viejos restaurantes y construcciones majestuosas que vistas a la luz de la luna cobran la magia de los jardines españoles y de una arquitectura concebida para disfrutar de agradables noches en casa” (p. 50).

Entonces se dirige al Zócalo y, al llegar finalmente a su pensión, descubre Jack que no tiene llaves y debe pedirle a Bull acomodo hasta la llegada del día. En ese punto de la madrugada que ya camina decidida hacia el alba, reflexiona Old Bull:

“si me quedara sin morfina terminaría por morirme de aburrimiento […] He leído a Rimbaud y a Verlaine, sé de lo que hablo” (p. 54).

Al día siguiente, Tristessa viene a visitar a Jack, y se produce un breve encuentro, pero Jack no se atreve “a dar el paso” (p. 59) y amarla y, así evita incluso tocarla, entonces configura en su mente a Tristessa como una suerte de imprevista Boddhisatva, con su corona de santa iluminada, una Tristessa pensada ya como “un corazón de oro”  (p. 62) y no  como una seductora del mal.

Y, con ello, la inevitable despedida.

La segunda parte sucede un año después. El espacio del ínterin ha sido colmado por cartas que Jack le enviaba a Tristessa y que esta respondía diciéndole “lo dulce que yo era y me animaba a regresar pronto” (p. 67). Jack sigue con su vagabundeo, primero por California con unos monjes budistas y luego en una cima junto al Canadá, a casi cuatro mil millas del DF. Al volver, con la intención de convertir a Tristessa en su tercera mujer, Jack se encuentra con una Tristessa cambiada, ya no religiosamente extravagante, sino más bien loca por culpa de su enganche a las pastillas. Además, Bull, tiene la intención de casarse con ella para conseguir la nacionalidad. Ante la inminencia del peligro, Jack decide conquistarla. No obstante, duda: “¿qué hacer con ella una vez la haya conquistado?” (p. 69). Y entonces todo se precipita hacia el desastre de “una noche fatídica” (p. 72) a la que le preceden tres días en los que Jack se dedica a dibujar a lápiz, ”garabateando con acuarelas” (p. 73), como quien tratase de fijar ese mundo vaporoso de la realidad que huye. La narración deviene, de nuevo, una larga noche de borrachera de pulque y droga, donde la feliz alucinación de la primera parte se convierte en un anuncio de la inminente tragedia. Jack, Tristessa, y su hermana Cruz, vagabundean por Santa María la Redonda y Jack nos confiesa que ha visto a Dios. Pero entonces Tristessa, burlándose de Jack, le besa, tiernamente, como a quien nada ya le importase. Y dan los tres con sus huesos en una suerte de “aldea en medio de la gran ciudad” llena de hipsters drogadictos. Nos dice Jack: “tengo la impresión de estar en el mayor antro estupefaciente de toda América Latina” (p. 84). Es entonces cuando Jack descubre que Tristessa lleva “el abrigo manchado de sangre” (p. 86) y ante la evidencia de ese cuerpo moribundo se pregunta “¿no es mi amor suficiente motivo para seguir viviendo?” (p. 87). Pero no, porque a Tristessa no le hace falta el amor, igual que a Bull –tienen suficiente con la morfina. Y, además, Jack se da cuenta de que Tristessa “se está muriendo, ya sea de epilepsia o el corazón, de un shock o de un pase de pirulas” (p. 87). Pero no muere, no al menos esa noche, ni varios días después; aunque, de todos modos tanto da, pues Jack se da cuenta de que “ya veo que para vivir con Tristessa hay que convertirse en yonqui y yo no puedo” (p.102). Así, todo se resuelve con un patético lamento “Ojala pudiera escribir -¡Un solo poema hermoso podría cambiarlo todo” (p. 93) grita  a la inmensidad solitaria del DF un Jack derrotado.

Tristessa, la novela, pues, es el canto lúcido que sólo puede ser elevado por Jack, el único del grupo que no es adicto y que está, por tanto, capacitado aún para escribir esta historia. Y es esta una historia que refleja a esa gente que “transmite vibraciones que te llegan de corazón como vibrantes rayos de sol, libres de todo hastío” (p. 85). Tristessa va de eso, precisamente, de todos esos seres humanos que “vale[n] más que un millón de pesos de papel” (p. 58).

El simbolismo narrativo de Tristessa es el de negar el clásico dictum de que la “vida no es real” (p. 56), pero de una manera paradójica, pues la alucinación se convierte en realidad y limita con la nada, o sea, con la vida, la externa, la que se torna de una irrealidad fantasmagórica, en verdadera herida.

De ahí que Jack no pueda nunca dar forma concluyente al amor que siente por Tristessa, ya que esta le dice que en su mundo alucinado de la droga, el cual Jack bordea para estar cerca de su amada, no cabe el amor. Así, hay una imposibilidad ontológica y trágica que es lo que le da fuerza a la novela. Y, ello, a pesar de algunos desmanes torpes en la prosa, vaivenes superfluos o descripciones rijosas que beben de ese sistema de escritura al modo de la “prosa espontánea” de Kerouac. Pero todo ello -finalmente- se puede justificar por la desesperación de Jack Gazookus, que, en el fondo, no hace sino perseguir un ideal, imposible de necesidad.
La nouvelle es importante por varias razones: por significar la renovación neo-romántica (algunos prefieren llamarla super-romántica) en lengua inglesa (y en Norteamérica) en la década de los sesenta, así como por tomar en cuenta las tradiciones simbolistas francesas y adaptarlas al contexto americano y por el fondo de verdad que la asiste. No en vano, se trata (como el resto de su producción) de una novela autobiográfica y así se convierte en un camino de vida.  El texto finaliza dando voz al lector, pasándole el testigo, como quien dice, rogándole que sea este quien continúe; de la siguiente manera:

“Éste es mi papel en la película, oigamos ahora el tuyo” (p. 105).

La edición que nos presenta Ediciones Escalera cuenta con el aliciente de una nueva traducción a cargo de Daniel Ortiz Peñate y de las ilustraciones de Dani Orviz, así como de un desplegable al modo de póster, tal que un vitriólico mural mexicano [1. Existe en castellano una versión de Jorge García Robles publicada por Mondadori México en 2007].

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

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