El hombre que mata

Criminales

Entre los extraños privilegios con que nos honra este presente atroz hay uno que puede chocar con las mentes más optimistas: nos tocó presenciar el advenimiento del homo occidere, el hombre que mata para poder vivir. El asesino de cualquier bando ha alcanzado en nuestra cotidianidad el sitio de una función social: el asesinato como profesión. Al mismo tiempo, la representación de esta realidad dentro de los espacios del arte ha creado un estereotipo muy fuerte que es el protagonista criminal. ¿Cómo imaginamos al homo occidere, aquel que tiene por oficio matar hoy? Hay muchas distorsiones culturales, que provienen del acceso que han tenido los antihéroes de nuestra sociedad en los espacios del arte. La literatura latinoamericana actual (para no ir más lejos ni meternos en el mundo prolífico del cine, y execrable de la televisión) ancla sus temas a la urbe, el lenguaje de cultura de masas y a la violencia. La urbe es el paisaje natural en que nacen los escritores. Los referentes culturales (culturas urbanas, rock, pop, televisión, enciclopedismo web) mediatizan toda comunicación. La violencia, finalmente, flota en el ambiente y es el caldo de cultivo de sociedades cuyo rasgo más distintivo (y compartido) es la enorme desigualdad social que alimenta la brutalidad. La violencia parece un mecanismo de supervivencia y de ascenso social, en un mundo superpoblado, con recursos limitados, y es la forma preferida para la supremacía. Cuando el hombre apela a la violencia es porque ha descartado imponerse a otro a través de competencias intelectuales. Así se acepta la brutalidad como supremacía. La respuesta a todo lo que se sienta como desafío o amenaza pasa hoy por ser alevoso.

Osama

La representación del criminal y de la violencia está condicionada por el entorno en que vivimos. Pensemos, por no ir más lejos, en una figura que dejó el 2011, paradigma del criminal y enemigo público que con su vida y muerte ha dado y dará para reality shows, películas, juegos de video, instalaciones colectivas y primeras planas: Osama Bin Laden.

Osama encajó en el estereotipo del asesino clásico: un ser foráneo, dueño de una imagen personal medieval, revestido con una indumentaria anacrónica y con una fijación por destruir la institucionalidad de las potencias capitalistas. Dicho en palabras viejas: un bárbaro. En palabras de cine B: enemigo público número uno.

Tal vez la etimología de asesino abra puertas en un intento de ver simetrías en el tipo de bárbaro clásico y su traslado al estereotipo del terrorista, que es la caracterización actual del homo occidere. La palabra “asesino” es en su origen un galicismo que procede de la voz francesa “assassin” y ésta de la voz árabe «haschsch» (hachís), que es el nombre que se da a la infusión hecha con el cáñamo indio, canabis, o de éste cuando se fuma. Se aplicó alrededor del año 1100 a una secta disidente de los ismailíta que surgió en lo que hoy es Irán. Estos llamados Hashshashin se enfrentaron a varias corrientes islámicas y a la dinastía turca selyúcida durante generaciones. Según cuenta la leyenda, tenían el hachís entre sus elementos de dotación. Eran barbados, revestidos de túnicas negras y atacaban a traición con un cuchillo curvo que se volvería un icono de su estilo de matar: la daga. De hachís vino probablemente la derivación fonética de Hashshashin, asesin0, y de esos antepasados, barbados, traicioneros, osados, anacrónicos, el significado actual, usado tanto para Osama, como para el líder piel roja Gerónimo que dio nombre a la operación en que fue muerto el otro.[1. La información más completa que se puede hallar on line al respecto está en la web http://www.cabovolo.com. De allí la cita.]

La palabra aparece usada por primera vez en español hacia 1300, pero su escritura varió muchas veces hasta el siglo XVIII, cuando el Diccionario de la Lengua Española le dio su forma definitiva. Durante los cuatro siglos anteriores, se habían registrado variantes: anxixín, assesino, asesigno, acecino, assasino y assesino. Este vocablo fue traído del Cercano Oriente por los cruzados.

¿Qué se requiere para encajar en el paradigma de asesino? Ser desnaturalizado; convertirse en “el otro”. Una pizca de protesta radical (terrorismo, moral maniquea e impiedad). Los antropólogos han definido al bárbaro como una frontera: el bárbaro es el otro, son los otros. Al designar al bárbaro como “el otro”, se reafirma la unificación del clan: nosotros. Si un frustrado radical, como los llama Vila-Matas, o un desquiciado, saca una ametralladora y dispara indiscriminadamente al interior de un Mall en Estados Unidos, y la identidad del francotirador resulta ser árabe o extranjera, entonces ese hombre es un terrorista. Si el crimen lo comete un ciudadano nacional, es un desquiciado, o un loco. Los rasgos semánticos de asassin han hecho doblete y se han asimilado con el vocablo terrorista. Su significado es compartido. La designación coincide con estigmatizaciones y caracterizaciones que pueden ser raciales, culturales y religiosas. Decidir quién es el bárbaro o el terrorista es una imposición de la supremacía política y de los medios y voceros morales que perpetúan el prejuicio. Tal prejuicio suele borrar el pasado e incorporar determinismos culturales, cuando no raciales o arcaicas distinciones como la ropa, la piel, la clase, la ideología o la religión para borrar los fundamento ideológicos del otro. El otro es lo desdeñable, lo que se puede destruir.

Osama respondía icónicamente a casi toda la caracterización por otredad del bárbaro: atuendo, físico, ideología. Pero la designación de terrorista anula un pasado en que también, como Gadaffi, fue un servidor mercenario de Estados Unidos contra el expansionismo Ruso. El derrumbe de las Torres Gemelas como peldaño final de una cadena de atentados en contra de sus antiguos amos lo convirtieron en el enemigo público de Estados Unidos, un ser osado, anacrónico y desquiciado capaz de todo, un icono del mal al que había que perseguirse y matarse también con un gran despliegue militar encabezado por “el eje del bien” que haría de su muerte un espectáculo.

Obama y su gabinete siguen el operativo en contra de Bin Laden

En 2011 conocimos el fin de la persecución de Osama y de su historia (que hoy es otro mártir para el islamismo radical); ahora se pretende hacer creer que el objetivo de la guerra en Afganistán, los cientos de soldados americanos y los miles de civiles muertos, tenían origen en su existencia, y que al matarlo, los muertos cobraban sentido: la guerra contra Al Qaeda ha terminado con la muerte de Osama (eso dice el Departamento de Estado) y se presume que al quedar acéfala la organización Al Qaeda desaparecerá por autocombustión en los próximos meses. Mientras tanto, los Talibanes explotan bombas en la capital como celebración de la partida de los marines.

Lo deprimente es corroborar que cuando lo mataron, a Osama, la sociedad americana se echó a las calles a celebrar la muerte de un terrorista, y que hace diez años, esa misma sociedad se echaba a las calles para llorar las víctimas del World Trade Center.

9/11, lapsus cálami

El 9/11 me provocó lo mismo que a todo el mundo: un lapsus cálami; una afectación de la atención debida al morbo, provocada por la espectacularidad del hecho y por su despliegue mediático: una gran intriga, un gran interés, una subyugación; pero al mismo tiempo, dos emociones opuestas. Por un lado, la extraña satisfacción de ver al país imperialista opresor bajo ataque sin saber por quién, y por otro la terrible conmoción de contemplar aquellos civiles que se lanzaban al vacío para elegir entre dos suplicios la muerte más rápida. Hay algo espeluznante en los carnavales de asesinatos de masas. Por el nivel mediático que ha alcanzado nuestra civilización (si no hay otra forma de llamar a este desarrollo que nos pudre el planeta) es más difícil evadir la subyugación y la obscenidad que nos provoca una noticia. Lo que hace esperpéntico este atentado trasmitido en vivo es que asistamos a ver un genocidio como espectadores, en medio de nuestro mullido sofá, o de un taburete de cuero o en un ladrillo sobre piso de tierra. Hay una simetría innegable entre el 9/11 y el bombardeo de Kabul, la quema de Libia, o la caída de Bagdad. El 9/11 fue tan espectacular como los juegos de luces de la primera guerra del golfo en enero de 1991 cuando un piloto comparaba las columnas de humo de sus bombas con árboles de navidad [2. Ver: Antonio Caballero http://www.revistaarcadia.com/opinion/articulo/wow/26649 ] o como el linchamiento de Gadaffi o como el video del ahorcamiento de Hussein grabado con un celular. Todos esos hechos tienen algo en común: que se mostraron, en directo o diferido (la diferencia fáctica es idéntica, y aun hoy se siguen mostrando) y asistimos a verlo incluso hoy como asistimos a un espectáculo cuando era gente la que moría. Una película es un relato de ficción. Pero un video aficionado o documental es un testimonio. Todos los que estaban frente a sus televisores o paseaban por Manhattan pueden dar su versión ilesa de cómo vieron y vivieron el 9/11 (qué hacían a la hora que los pilló el boletín que informaba del impacto en la primera torre); todos los que lo presenciaron en vivo o en televisión pueden decir qué sintieron al ver el atentado.

Yo, por mi parte, acababa de leer Las venas abiertas de América Latina y tenía un amigo agitador antiimperialista. Tenía 20 años. Era joven, luego imbécil. Tuve dos emociones opuestas al mismo tiempo: por un lado la satisfacción de ver a un país militarista y hegemónico bajo ataque, y luego, cuando mi madre se puso a llorar al ver las personas que se arrojaban y dijo que lo último que supo de una amiga suya es que se había ido a trabajar de aseadora a esos edificios, sentí perplejidad, consternación, miedo y un complejo de culpa por la anterior efervescencia. No sé cuantos compartan esa doble emoción: satisfacción y remordimiento. Para muchos de quienes lo vimos en la televisión y quienes lo seguimos viendo en esa extraña versión del tiempo detenido que es un reproductor web, el 9/11 no es muy distinto de ver la inauguración con fuegos de artificio de la última olimpiada en China, o la final de un mundial de fútbol, o una película del subgénero “apocalíptico”. Era un desastre, pero un desastre que le ocurría a otra persona.

Algo absurdo que vi en la televisión familiar el fin de año 2011 fue un reality show protagonizado y grabado por los marines en la invasión a Afganistán. Puede verse en canal Tru TV y es un buen punto de partida (televisión, horario familiar, protagonistas-documentalistas, formato real) para aproximarse a la cotidianidad de un asesino a sueldo de una potencia, con el espectáculo colateral de la tecnología puesta al servicio del iron man: se narra sin tener contacto con el contrario, lo que borra los rastros de la culpa. Nada que ver con el heroísmo que exploró Homero: en la Ilíada los contendores se miran a la cara, se reconocen, buscan espacios para la tregua, para el duelo, sus vidas y genealogías son sintetizadas en el momento de morir. La tecnología militar acabó con el heroísmo. El espectáculo cotidiano del asesinato de masas, la insensibilidad ante una noticia que se repite, anestesia a los pueblos, y nos prepara para admitirlo todo.

Una tragedia tan cotidiana que a nadie sorprende

Ante una noticia que se repite, ante hechos violentos que suceden a hechos violentos, como las masacres actuales de México o las de los años noventa en Colombia (que fueron tantas y tan llenas de sevicia que hoy hasta dudamos de recordar, y hay quien se aprovechan para desmentir que las hubo y borrar la cadena de mandos que la cometieron con la extradición y el asesinato de los victimarios) se favorece la aceptación de los criminales como un tipo social con el que hay que convivir. Nos convertimos así, al pedir que haya un profesional en matar que nos defienda de los criminales en legitimadores de otra forma de asesinatos y crímenes masivos, pero legales. Hace dos meses, en Colombia, el ministro y el presidente exhibían el cadáver del líder máximo de una guerrilla (perseguido por mil hombres, cuarenta bombarderos y acribillado por la espalda) al mismo tiempo que sugerían que este golpe militar obligaría a la guerrilla a aceptar un acuerdo de paz y su inminente derrota. Los foristas de la web (que son legión) aplaudían las formas de la guerra por lo lícito o lo ilícito (bombardeos teledirigidos donde los pilotos juegan playstation con vidas humanas) y clamaban el arrasamiento del contrario por todos los medios posibles. Ocho días después los mismos, ministro, presidente y foristas, llamaban “asesinos miserables” a quienes fusilaron por la espalda a sus prisioneros (cuando la responsabilidad de la muerte era compartida por aquellos que hicieron una operación militar a sabiendas de que las vidas de los rehenes quedaban expuestas). La opinión pública, con bemoles (como el Arzobispo de Cali y la líder cívica Piedad Córdoba) llamó a una marcha de indignación nacional cuya consigna más mentada, al menos en Medellín, fue: “¡guerra a muerte contra el terrorismo!” Es decir: pedimos terror para enfrentar al terror. Lo que anticipa esa manifestación de cinismo de parte de quienes convocan y producen el terror legítimo (como si la barbarie legal fuera menos terror que el terror que produce la barbarie ilegal) es un eslabón más en la aceptación colectiva del hombre que mata: que el odio crece y que cada vez nos conmovemos menos ante el espectáculo de la destrucción.

Occidere

Hay otra etimología interesante y cercana a la de asesino: la del verbo matar. Encuentro en Amelia Castresana, Nuevas Lecturas de la responsabilidad Aquiliana, editado on line por la Universidad de Salamanca, una genealogía de occidere, en latin, de donde viene occiso, cadáver, acribillado.

Occidere:

Acción material de matar realizada sobre el corpus afectado y destruido. En lenguaje común aparece ese compuesto junto al simple caedere, que significa “talar árboles, cortar en piezas, golpear con un instrumento”, y de ahí golpear de muerte con un instrumento cortante”, finalmente, “matar”. En el origen el occidere exigía la acción material de golpear hasta la muerte y, por ello, la intervención de la violencia y el contacto físico entre el agresor y la víctima. Sin embargo, otras variantes semánticas del verbo occidere atenuaban la necesidad de contacto físico, incluso, permitían, a la vista de la obtención del resultado, prescindir de la materialidad de la acción violenta que causa la muerte. Se trataba de reconocer el valor jurídico a ese resultado, aun cuando no hubiera habido golpes, ni violencia, ni arma en una también ausente acción material de matar o eliminar el corpus de la víctima.

Esta etimología de occidere para matar, aun apócrifa, permanece en discusión para la Real Academia. Pero en el Derecho Romano, no. La traigo a colación por esa última acepción que el derecho impuso sobre el latinajo occidere: matar no era solo destruir una vida, se podía matar mandando a matar.

Bastardos sin gloria

La sociedad avala hoy el tener profesionales en matar, porque los criminales abundan. En nuestro mundo matar es un trabajo, y la impunidad garantiza que este trabajo pueda ser asumido por cualquiera como una profesión. Por tanto, el asesino de hoy no tiene el rostro deformado, ni color de piel, ni lengua extraña, como exigían Lombroso y los deterministas fundadores de la ciencia criminológica (en Italia). Entre todos los espacios del arte, el cine es tal vez la industria que has sobreexplotado el estereotipo del asesino como un freak: una deformación del hombre común y normal. ¿Pero todos los asesinos tienen que ser feos, deformes, sucios, de mal gusto, fanáticos, paranoicos, enfermos por matar?

El criminal de hoy no es un monstruo innato, aunque la mistificación de la cultura de medios de masas siga explotándolo como un freak, derivado de ese assassin que es el paradigma del bárbaro clásico. La razón es que la sociedad ha vindicado al hombre que mata, naturalizándolo; volviendo parte de la cultura y de la fauna social. Cada ser humano tiene la capacidad de cometer desmanes o de avalarlos. El crimen nace como una forma de ascenso social porque se origina en la exclusión, en la ignorancia, en la pobreza, en la desigualdad, y seguirá proliferando y acentuándose en ese porvenir donde habrá cada vez más ignorancia, más pobreza, más disidencia y más desigualdad.

Al menos en arte, el criminal debería ser abordado desde otra óptica hoy cuando ha ascendido a una categoría social que podría llamarse homo occidere, el hombre que mata, en un mundo donde la muerte es una gaveta más del mercado capitalista.

¿La matanza del Casino Royale de Monterrey, en México, es un trasunto de Bastardos sin gloria de Tarantino, o viceversa? ¿Podría buscarse simetrías, quitando el contexto histórico, para desmontar la “instalación in abime” y decidirse finalmente quién plagió a quién en la forma del crimen? ¿Van los asesinos al cine para aleccionarse?

Se busca: profesionales en matar

¿Cuál es la disyuntiva moral de aquellos que viven su vida cotidiana bajo esta prédica: “El crimen paga; el crimen se paga?” Hay cortocircuito, por antagonismo. En Colombia (excusas pero aquí nacimos) donde la guerra hace años se convirtió en una industria, las cifras hablan de quinientos mil hombres en guerra (incluyendo 400.000 combatientes legalizados en la fuerza pública, adicionando los mercenarios de las guerrillas, los paramilitares y los narcos). Los asesinos más atroces, los que dieron las órdenes de arrasar a pueblos enteros en la Colombia de los años 90s, eran monstruos sólo en el sentido moral, no en el estético; eran ganaderos, gente prestante, maridos ejemplares, buenos padres de familia que sólo daban órdenes y que aun siguen convencidos de que todo lo que hicieron lo hicieron por el bien de la patria. Y quienes ejecutaron estas órdenes, los que desmembraron campesinos por el bien de la patria, era gente de baja escolaridad, adoctrinados y amparados en un sistema de jerarquías militares donde sólo se reciben órdenes, donde se anula el libre albedrío y se pueden cometer los peores desmanes tomándolos simplemente como un oficio. Esta contrariedad y la necesidad de tener un ejército de medio millón de hombres para combatirlos, es posible en una sociedad donde matar es un trabajo. Y es un trabajo porque la guerra es una industria que produce altos dividendos y los asesinos de cualquier bando, legal o ilegal, son la mano de obra del gremio. Sus excesos no tienen culpa, los crímenes se despersonalizan al asumirse como órdenes, y se legitiman con la impunidad, porque si nadie paga por los crímenes, todos los desmanes se pueden cometer, uno tras otro.

Hace poco leí un reportaje sobre la vida en reinserción de algunos de los mercenarios colombianos. La periodista, Juanita León, concluía, certeramente, que no se elige el mundo del crimen como resultado de una larga meditación maniquea. Se elige en el lapso de un instante, o de un percance, o de una circunstancia extrema: una discusión familiar, un momento de ira, un abandono, una soberbia, o por hambre. Porque hay que salir a desayunar con un cuchillo en la mano, y ese día se te fue la mano con el cuchillo y no puedes volver atrás. Dejando sentada esta intuición de que el asesino no es necesariamente un monstruo, que el crimen se elige dentro de las opciones que la misma sociedad ofrece para ascender socialmente, entonces cabría preguntarse: ¿cuáles son los motivos que deciden la vida de un hombre que mata?

Homo occidere

La noción actual de “asesino” que ha sido resemantizada por las banderas y el chovinismo y el cine y la literatura (artes que insisten en imaginarlo como un ente aparte, sin conexión con lo que se llama gente honorable, sociedad de bien) es miope y debería estar cancelada. El hecho de que la profesión de asesinar alcanzase ya un estatus social, un sitio en el consiente colectivo, un elogio en las canciones populares, una silla en la mesa familiar, una aceptación social mediante la profesionalización de mercenarios, escuelas de guerra, carreras militares, oficinas de sicarios, aplausos a los operativos militares a gran escala, invasión de países llenos de bárbaros, reality shows, es lo que ha dado a nuestra cultura, con sus enormes despliegues mediáticos, el gusto que tenemos por el horror. Hay una expectación enfermiza por lo criminal, una expectación engendrada en la exposición constante de crímenes en los medios y la insensibilidad que esto conlleva.

Sartre, en su biografía sobre Baudelaire escribe: “Cuando un hombre escoge el crimen por interés en pleno acuerdo consigo mismo, puede ser perjudicial o atroz, pero no hace en verdad el Mal por el Mal: no hay en él ninguna desaprobación de lo que hace. Sólo otros pueden, desde afuera, juzgarlo mal; pero si nos fuera lícito pasearnos por su conciencia, sólo encontraríamos en ella un juego de motivos, groseros quizá, pero concordantes.” (Baudelaire, editorial Losada, Traducción Aurora Bernárdez, pg. 59).

El oficio más complejo y misterioso de un escritor (de un cineasta, de un artista que trabaje con los móviles de la naturaleza humana) consiste en entender los motivos del otro. El arte debe ir al fondo, no a la epidermis. Es el arte el que se debe plantear una exploración de la abyección a la que asistimos a diario y develar sus recurrencias, sus ironías y absurdo de una forma creativa y coherente con estos tiempos deletéreos. El arte debe elaborar la tragedia colectiva desde la individualidad. La criminalidad más elemental de hoy nace de las multitudes, de la competencia, de la exclusión, de la pobreza, de la inadaptación al medio social. El homo occidere, el hombre que mata, ha encontrado en el matar su modo de ganarse la vida, pero ya no es un lobo solitario, un desadaptado que opera al margen de la sociedad y contra la sociedad, sino bajo las condiciones que le impone esta sociedad, y actúa en legión, porque son legión. Este oxímoron, esta aparente contrariedad, matar para vivir, sólo puede surgir en un mundo donde el concepto de vida se ha desvalorizado; en un mundo donde la vida no vale nada: en un mundo al que, si le quitamos los velos del arte, es casi nuestro mundo.

Caétera desunt.

(Continuará)

by Stanislaus Bhor

es blogger y cronista independiente. Es autor de La balada de los bandoleros baladíes (2011) y miembro del consejo editorial de esta piara. Escribe semanalmente en Una hoguera para que arda Goya.

3 Replies to “El hombre que mata”

  1. 1
    Grieving father

    Interesante meditación, Stanislaus. Un apunte por mi parte, y solamente como reflejo de mi experiencia. Cuando vi las primeras imágenes del 11-S (en Australia ya era 12-S) inmediatamente pensé en las personas que estaban dentro cuando se desplomaban las torres. No pensé en el evento como un ataque contra la potencia imperialista (que lo es, no lo niego), sino en las vidas que se habían perdido en el interior de las Torres y en los aviones.
    Cuando vi las imágenes de la muchedumbre que celebraba la exitosa caza de Osama, lo que veía era una chusma sedienta de sangre y venganza, una horda deshumanizada clamando victoria en una especie de guerra tribal.
    No creo que la era actual, que la «civilización» occidental (relacionada etimológicamente también con occidere, curiosa coincidencia) sea ni peor ni mejor que otras eras. Pienso que somos el resultado de lo que fueron nuestros antepasados – la diferencia estriba en la aplicación del desarrollo tecnológico a la «tarea» de matar, en cierto modo la consecuencia lógica del «progreso».
    Un cordial saludo,
    J.S.

  2. 2
    Choquejuerguista

    Gran ensayo, pero creo que Bret Easton Ellis o Michael Haneke presentan a los asesinos como productos sociales y no como entes ajenos, sobre todo en Benny’s Video o American Psycho. Esto por lo de que el cine y la literatura son «artes que insisten en imaginarlo como un ente aparte, sin conexión con lo que se llama gente honorable, sociedad de bien».

  3. 3
    Bhor

    *Acertaste, J.S.: Occidente es un tajo, la gran cicatriz.
    **Juerguista: no todos han explotado al villano cara cortada. No conozco a Haneke, pero el ejecutivo asesino de Ellis, pese a la ropa y al círculo social, está estereotipado, convertido en una caricatura del sádico. En algun cuento de Rubem Fonseca hay algún ejecutivo menos delirante, pero mas verosímil: acelera cuando ve a un mendigo que cruza la calle. La segunda parte podría ser una aproximación al tratamiento en algunas obras, literatura, cine, pintura, y el lugar de donde provienen. Apenas hago la lista.

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