También eres feo

Farewell © Roberta Vassallo

***

Había que salir de vez en cuando de ellos, de esos pueblos de Illinois de nombres graciosos: Paris, Oblongo, Normal. Una vez, cuando el Dow Jones cayó doscientos puntos, un periódico local alardeó en el encabezado principal: “HOMBRE NORMAL SE CASA CON MUJER OBLONGA.” Sabían lo que era importante. ¡Lo sabían! Pero tendrías que salir de vez en cuando, siquiera para cruzar la frontera de Terre Haute y ver una película.

Fuera de Paris, a la mitad de un largo campo, había un conjunto de edificios de ladrillos, una pequeña universidad de artes con el improbable nombre de Hilldale-Versailles. Zoë Hendricks llevaba tres años enseñando Historia de los Estados Unidos. Enseñaba: “La Revolución y más allá” a estudiantes de primer y segundo año, y cada tercer semestre llevaba el seminario principal para estudiantes de maestría, y aunque las evaluaciones de sus estudiantes habían empeorado en el último año y medio —La profesora Hendricks casi siempre llega tarde a clase y usualmente lo hace con una taza de chocolate caliente del que ofrece sorbitos a la clase—, en general el departamento de nueve hombres se sentía agradecido de tenerla. Sentían que añadía el necesario toque femenino a los corredores –ese tenue rastro de Obsession y sudor, y el ligero, rápido cloqueo de los tacones. Además habían tenido una reputación de discriminación sexual y el decano había dicho que, bueno, ya era hora.

La situación no era fácil para ella, lo sabían. Una vez, al comienzo del último semestre, había llegado al salón de lectura cantando: “Getting To Know You” de cabo a rabo. A pedido del decano, el presidente del consejo la llamó a su oficina, pero no le pidió ninguna explicación, en realidad. Le pregunto cómo se sentía y sonrió de una manera particular. Ella dijo: “Bien,” y el presidente estudió la manera en como lo dijo, con los dientes delanteros mordiendo el labio inferior. Casi era linda, pero su rostro mostraba la tensión y la ambición de siempre haber estado cerca pero no del todo. Se notaba mucho esmero con el delineador de ojos, y sus aretes, gastados, sin duda, porque carecía de drama, provocaban un poco de miedo al sobresalir de los lados de su cabeza como antenas.

“Estoy perdiendo el juicio,” dijo Zoë a su joven hermana, Evan, en Manhattan. La profesora Hendricks parece conocer el soundtrack completo de ‘El rey y yo’ ¿Es esto Historia? Zoë le telefoneaba cada jueves.

“Siempre dices eso,” dijo Evan, “pero entonces estás en tus viajes o tus vacaciones y todo vuelve a su lugar y te tranquilizas por un tiempo y entonces dices que estás bien, que estás ocupada, y entonces otra vez dices que te estás volviendo loca y otra vez a comenzar —Evan era diseñadora de comida a medio tiempo para tomas de fotos. Cocinaba verduras en tinte verde. Dejaba un guiso de bistec sobre una cama de canicas e iba de compras por diferentes y nuevos tipos de spray de silicona y cubos de hielo de plástico. Pensaba que su vida estaba bien. Vivía con su novio de hacía muchos años, que era independientemente rico y tenía un divertido y trabajo en el negocio de las publicaciones. Ya eran cinco años desde que dejaran la universidad, y vivían en un lujoso edificio del centro con balcón y acceso a la alberca. “No es lo mismo que tener tu propia alberca,” suspiraba Evan siempre, como para que Zoë supiera que había aún cosas que ella, Evan, tenía que tolerar.

“Illinois. Estar aquí me pone sarcástica,” dijo Zoë al teléfono. En general, solía insistir en que era ironía, algo gentilmente depositado en capas, sofisticado, algo ajeno al medio oeste aunque sus estudiantes lo seguían llamando sarcasmo, una cosa que se sentían calificados para reconocer, y ahora ella no tenía más remedio que aceptar. No era ironía. “¿Cuál es su perfume?” le preguntó una vez un estudiante. “Aromatizante para cuartos” dijo ella. Sonrió pero él la miró, desconcertado.

Por mucho, sus estudiantes eran buenos representantes del medio oeste, embobados por el estrógeno que extraían de grandes cantidades de carne y huevo. Compartían los valores suburbanos de sus padres; y ellos, sus padres, les habían dado cosas, cosas, cosas. Eran complacientes. Los habían comprado. Y ahora estaban armados con una saludable vaguedad acerca de cualquier aspecto histórico o geográfico. En realidad, parecían saber demasiado poco sobre nada, aunque mostraban buen humor al respecto. “Todos esos estados del Este son tan pequeños y amontonados”, se quejaba uno de sus estudiantes la semana que Zoë leía “El momento crucial de la Independencia: La batalla de Saratoga.” “Profesora Hendricks, usted es de Delaware, ¿verdad?” le preguntó el estudiante. “Maryland” corrigió Zoë. “Ah” dijo él, despreciativamente, “Nueva Inglaterra.”

Sus artículos —capítulos para un libro titulado Escuchándolos: Usos del humor en la Presidencia de los Estados Unidos— eran en general bien recibidos, aunque salieran lentamente de su cabeza. Le gustaba que sus artículos contemplaran todas las etapas del día —incluso desconfiaba de las cosas escritas solamente de mañana—, por lo que releía y rescribía laboriosamente. Ninguna faceta del día –su humor, su luz- podía predominar. A veces hasta durante un año pendía de un artículo, revisándolo a todas horas, hasta que el día, en su totalidad, quedaba registrado.

Su trabajo anterior al de Hilldale-Versailles lo tuvo en un pequeño colegio de New Geneva, en Minnesota, la Tierra de los Moribundos Centros Comerciales. Todos ahí eran tan rubios que en general a las castañas se les consideraba extranjeras. Que la Profesora Hendricks sea de España no le da el derecho a ser tan negativa hacia nuestro país. Existía un marcado interés hacia la alegría. Quizá porque en New Geneva nadie esperaba que fueras crítica o quejosa. Y nadie esperaba, tampoco, que notaras que la ciudad había crecido demasiado y que sus centros comerciales lucían viejos y naufragaban. No debías decir que no estabas “bien, gracias ¿y usted?” Se esperaba, en suma, que fueras Heidi. Que llevaras leche de cabra hasta las colinas sin pensarlo dos veces. Heidi no se quejaba. Heidi no hacía cosas como pararse frente a la nueva fotocopiadora IBM diciendo “Si esta fotocopiadora de mierda se vuelve a estropear, me corto las venas.”

Pero ahora, en su segundo trabajo, en su cuarto año de enseñanza en el Medio Oeste, Zoë estaba descubriendo algo que nunca sospechó tener: una veta de malhumor, crispada y aguda. Alguna vez consintió a sus alumnos, cantándoles canciones, permitiéndoles que la llamaran incluso a casa para hacerle preguntas personales, más ahora comenzaba a perder simpatía. Ya eran diferentes. Comenzaban a parecerle demandantes y malcriados.
“Usted actúa,” le dijo uno de sus estudiantes de último curso durante una conferencia, “como si su opinión valiera más que la cualquiera en la clase.”

Los ojos de Zoë se abrieron de par en par. “Soy la maestra,” dijo. “Me pagan para actuar así.” Miró atentamente a la estudiante, que llevaba un lazo en el cabello como si fuera una cowgirl en una serie campirana de TV. “Quiero decir, de otra manera todos en la clase tendrían pequeñas oficinas y horario de trabajo.” Muchas veces la Profesora Hendricks toma el tiempo de la clase para hablar de las películas que ha visto. Observó a la estudiante un poco más, y añadió: “Apuesto a que eso te gustaría.”

“A lo mejor le sueno un tanto quejica,” dijo la chica, “pero lo único que quiero es que mi carrera de historia signifique algo.”

“Bueno, ése es tu problema,” dijo Zoë, y, con una sonrisa, le mostró la puerta. “Me gusta tu lazo,” dijo.

Zoë se desvivía por el correo, por el cartero —ese pájaro tan mozo—, y cuando recibía una carta real con un sello real de cualquier parte, se la llevaba a la cama y la leía una y otra vez. También veía televisión a todas horas y tenía el equipo en su habitación —mala señal. La Profesora Hendricks ha hablado mal Fawn Hall, de la religión católica y de todo el estado de Illinois. Es increíble. En época de Navidad daba veinte dólares de propina al cartero y a Jerry, el único taxista de la ciudad, a quien ella había llegado a conocer durante todos sus viajes de ida y vuelta al aeropuerto de Terre Haute, y quien, desde que se dio cuenta que tales viajes eran una extravagancia, le ofrecía tarifas especiales.

“Voy a tomar un vuelo y visitarte este fin de semana,” anunció Zoë.

“Esperaba que lo hicieras,” dijo Evan. “Charlie y yo vamos a tener una fiesta de Halloween. Va a ser muy divertido.”

“Ya tengo disfraz. Es un casco. De esos que parecen un hueso gigante que te atraviesa la cabeza.

“Buenísimo,” dijo Evan.

“Sí, muy bueno.”

“Todo lo que yo tengo es mi máscara de luna del año pasado y del antepasado. Probablemente terminaré casándome con ella.”

“¿Tú y Charlie se van a casar?” Zoë se sintió ligeramente alarmada.

“Hmmmmmmmno, no inmediatamente.”

“No se casen.”

“¿Por qué?”

“No ahora mismo. Eres muy joven.”

“Sólo dices eso porque eres cinco años mayor que yo y no te has casado.”

“¿No me he casado? Ay, Dios mío,” dijo Zoë, “Olvidé casarme.”

Zoë había salido con tres hombres desde su llegada a Hilldale-Versailles. Uno de ellos era un burócrata municipal que había arreglado una multa por mal estacionamiento que ella había llevado para protestar, y luego la invitó a tomar un café. Al principió, pensó que era maravilloso —¡al fin alguien que no quería a una Heidi! Pero pronto comprendió que todos los hombres, muy en el fondo, deseaban una Heidi. Heidis con escotes. Heidis con ropa de gimnasia. El burócrata de la multa por mal estacionamiento pronto se volvió cansado e intermitente. Un frío día de otoño, en su elegante e impráctico convertible, a la pregunta de ella de qué es lo que andaba mal, él dijo, “No te vendría nada mal un poco de ropa nueva, sabes.” Ella usaba un montón de pana verde grisácea. Tenía la impresión de que resaltaba sus ojos, esas dos estrellas tímidas. Sacudió una hormiga de su manga.

“¿Tenías que hacerlo precisamente en el auto?” preguntó él, mientras manejaba. Observó sus pectorales, mirando primero el izquierdo, luego el derecho, en un vistazo general. Vestía una camiseta ajustada.

“¿Perdón?”

Él disminuyó la velocidad en la luz ámbar, y frunció el ceño.

“¿Acaso no podías levantarlo y arrojarlo fuera del auto?”

“¿La hormiga? Me pudo haber mordido. Quiero decir, ¿qué diferencia hay?”

“¡Te pudo haber mordido! Já. Qué ridículo. Ahora va a dejar huevecillos en mi auto.

El segundo tipo era más dulce, grandote, aunque no insensible a ciertas pinturas y canciones, pero con frecuencia, también, las cosas que hacía o decía terminaban por asustarla. Una vez, en un restaurante, robó las guarniciones de su plato y esperó a que ella lo notara. Cuando no lo hizo, finalmente extendió los puños sobre la mesa y dijo “Mira,” y al abrirlos ahí estaba su ramita de perejil y su rebanada de naranja arrugada y hecha bolita. En otra ocasión le describió su más reciente visita al Louvre. “Y ahí estaba yo, frente a La barca de Dante, de Delacroix, y todos se habían marchado por lo que tuve mi propia audiencia privada, con todas esas sombras agonizantes abriéndose en todas direcciones, y aquel movimiento de la pintura que comenzaba desde el fondo en remolinos, acumulándose más y más en la roja tela de la capucha de Dante, arremolinándose en la distancia, hacia donde podías ver las llamas anaranjadas.” Se quedó sin aliento en la descripción. Ella lo halló conmovedor y sonrió para animarlo. “Un cuadro así,” dijo él, meneando la cabeza. “Hace que uno se cague encima.”

“Tengo que preguntarte algo,” dijo Evan. “Sé que hay mujeres que se quejan de no conocer hombres pero, en serio, yo conozco muchos. Y no todos son homosexuales, te lo aseguro.” Hizo una pausa. “Ya no.”

“¿Qué me estás preguntando?”

El tercer tipo era un profesor de ciencias políticas llamado Murray Peterson que gustaba salir en parejas con colegas por cuyas esposas se sentía atraído. Usualmente la esposas le permitían algo de coqueteo. No era raro que bajo la mesa se diera algo de toqueteo con los pies, o incluso con las rodillas. Entonces Zoë y el esposo se quedaban solos con la comida, mirando fijamente hacia los vasos, y masticando como chivos. “Oh, Murray,” dijo una esposa, que nunca terminó su master en terapia física y usaba ropas anchas. “Sabes, me sé todo acerca de ti: tu cumpleaños, el número de tu matrícula. Lo he memorizado todo. Pero sólo es por la clase de mente que tengo. Una vez, en una fiesta, sorprendí a los anfitriones cuando me levanté y me despedí de todos los que estaban ahí, por nombre y apellido.”

“Yo conocí a un perro que podía hacer eso,” dijo Zoë, con la boca llena. Murray y la esposa la miraron con gesto de enfado y reproche, pese a que el esposo parecía de pronto muy divertido. Zoë pasó el bocado. “Era un labrador parlante, y tras diez minutos de escuchar la conversación de la cena este perro sabía los nombres de cada persona. Podías decirle, ‘Lleva este cuchillo a Murray Peterson’, y lo hacía.”

“En serio,” dijo la esposa, frunciendo el ceño, y Murray Peterson nunca más la volvió a llamar.

“¿Estás viendo a alguien?” preguntó Evan. “Lo pregunto por un motivo particular. No es que me esté portando como mamá.”

“Estoy viendo mi casa. La atiendo cuando se pone húmeda, cuando llora, cuando vomita.” Zoë había adquirido una casa de campo cerca del campus, aunque justo ahora pensaba que no debió hacerlo. Era difícil vivir en una casa. Se la pasaba entrando y saliendo de las habitaciones, buscando dónde había dejado las cosas. Iba al sótano sin razón alguna excepto porque le divertía poseer una sótano. También le divertía poseer un árbol.

Sus padres, en Maryland, estaban muy contentos de que al fin una de sus hijas fuera capaz de permitirse una propiedad, y cuando cerró el contrato le enviaron flores con una carta de felicitaciones. Su madre, incluso, le había enviado una caja de viejas revistas de decoración guardadas durante años –fotografías de hermosas habitaciones con las que su madre fantaseaba, puesto que nunca, en realidad, había habido dinero para redecorar. Era más como poseer la pornografía de mamá, esa caja, heredar sus fantasías más profundas, el deseo y la coquetería ilimitados que habían sido su vida. Aunque para su madre se trataba de un pasaje ritual que le encantaba. “Quizá puedas sacar algunas ideas de esto,” le escribió. Así que cuando Zoë miró las fotografías, las audaces y hermosas habitaciones, se sintió llena de nostalgia. Ideas e ideas de nostalgia.

Justo ahora la casa de Zoë se encontraba casi vacía. Los dueños anteriores habían empapelado alrededor de los muebles dejando siluetas y huecos extraños en las paredes, y no es que Zoë se hubiera aplicado ya a remediarlo. Compró muebles, luego los quitó, amueblando y desamueblando, preparando y cuidando, como a un útero. Había comprado muchos arcones de madera de pino para usarlos como sofá o cajas de zapatos, pero pronto comenzó a verlos más y más como ataúdes de niños, y los devolvió. Y recientemente también había comprado una alfombra oriental para la sala, con símbolos chinos que no entendía. La vendedora insistió en que significaban “Paz” y “Vida eterna”, y la verdad es que Zoë se mostró un tanto preocupada el día que trajo la alfombra a casa. ¿Qué tal si los símbolos no significaban “Paz” y “Vida eterna”? ¿Qué tal si querían decir, digamos, “Bruce Springsteen”? Y mientras más lo pensaba, más se convencía de poseer una alfombra que decía “Bruce Springsteen.” Así que esa también la devolvió.

Llegó a comprar, también, un pequeño espejo barroco para la entrada que, según le dijo Murray Peterson, alejaba a los malos espíritus. Como fuera, el espejo le llenaba de miedo, asustándola con el reflejo de una mujer que ella nunca reconocía. En ocasiones lucía más hinchada y simplona de lo que recordaba. Otras veces oscura y cambiante. Pero la mayor parte del tiempo, simplemente, lucía vaga. “Te pareces a alguien que conozco” le habían dicho dos extraños el año pasado en Terre Haute. De hecho, y por momentos, no parecía poseer un aspecto propio, o cualquier aspecto, pero luego la divertía saber que los colegas y los estudiantes la reconocían del todo. ¿Cómo lo sabían? Cuando entraba a un salón, ¿cómo luciría para que ellos la reconocieran? ¿Como así?

¿Es que ella se veía así? Y entonces devolvió el espejo.

“La razón por la que te pregunto esto es porque conozco a un hombre que quizá deberías conocer,” dijo Evan. “Es divertido. Es heterosexual. Es soltero. Es todo lo que voy a decir.”

“Creo que estoy muy vieja para la diversión,” dijo Zoë. Tenía un oscuro y erizado pelo en la barbilla, y justo ahora podía sentirlo con el dedo. Quizá es que cuando has pasado demasiado tiempo sin el sexo opuesto, comienzas a parecértele. En un acto de invención desesperada, comienzas a desarrollar el tuyo propio. “Lo único que quiero es ir a la fiesta, usar mi casco, hacerle una visita al pez tropical de Charlie y preguntarte sobre tus plantas.

Estaba pensando en todas las páginas de Nuestra Constitución: Cómo Nos Afecta, que tenía que corregir. Pensó en las pruebas de ultrasonido que iba a hacerse el viernes, porque según su doctor, y el asistente de su doctor, tenía un grande y misterioso crecimiento en su abdomen. Vesícula biliar, era lo que decían. U ovarios, o colon. “¿De verdad practican medicina?” preguntó Zoë en voz alta, después que ellos salieran de la habitación. Una vez, de niña, llevó a su perro al veterinario, que le dijo: “Bueno, tu perro tiene parásitos, o cáncer o un auto lo golpeó.”

Deseaba llegar a Nueva York.

Flat Iron © Roberta Vassallo

“Bueno, como sea, nos la pasaremos bien. No puedo esperar a verte, chica. Y no olvides tu hueso en la cabeza,” dijo Evan.

“No es algo que se olvide,” dijo Zoë.

“Supongo,” dijo Evan.

Lo del ultrasonido lo mantenía en secreto, incluso para Evan. “Siento que me estoy muriendo,” le había insinuado una vez a Evan, por teléfono. “No te estás muriendo,” le dijo Evan, “sólo estás disgustada.”

“Ultrasonido,” decía Zoë ahora, medio en broma, al técnico que le ponía el gel sobre su abdomen desnudo. “¿No le suena como a un gran sistema de sonido?

No había tenido nadie que armara tanto lío sobre su estómago desnudo desde que su novio de posgrado, que revoloteaba sobre ella cada vez que se sentía mal, movía los brazos, presionaba las manos contra su ombligo, y cantaba, evangélicamente, “Sana! Sana! Por el amor del Bebé Jesús!” Y Zoë reía y hacían el amor, ambos con la esperanza secreta de que ella quedara embarazada. Luego se preocupaban, y él, hundiendo la mejilla sobre su vientre le preguntaba si tenía retraso, ¿lo tenía? ¿estaba segura?, debería tener retraso, pero cuando pasaron dos años sin lograr el embarazo comenzaron a pelearse y finalmente se separaron.

“Okey,” dijo el técnico, distraídamente.

El monitor estaba en marcha, y las entrañas de Zoë aparecieron en la pantalla en toda su gris y jironeada vaciedad. Lucían como el mármol en las más finas gradaciones, desde el negro hasta el blanco, como la piedra de una vieja iglesia o la foto de la luna. “No le parece,” balbuceó al técnico, “que el aumento de la infertilidad entre tantas parejas de este país se debe a que son dos razas completamente diferentes que intentan reproducirse?” El técnico movió el escáner en giros y tomó más fotos. Por una en particular, de la parte derecha de Zoë, el técnico se mostró súbitamente alerta, y la máquina emitió un chasquido.

Zoë observó la pantalla. “Eso que encontró ahí debe de ser el crecimiento,” sugirió Zoë.

“No le puedo decir nada,” dijo el técnico, un tanto rígido. “Su doctor tendrá el reporte del radiólogo esta tarde y le telefoneará.”

“Estaré fuera de la ciudad,” dijo Zoë.

“Lo siento,” dijo el técnico.

Conduciendo a casa, Zoë miró por el retrovisor y decidió que lucía… bueno, ¿cómo podría uno describirlo? Un poco pálida. Recordó la broma del tipo que visita a su doctor y el doctor le dice: “Siento decirlo, pero usted sólo tiene seis semanas de vida.”

“Quiero una segunda opinión,” dice el tipo. Usted actúa como si fuera superior a todos en la clase.

“¿Quiere una segunda opinión? Muy bien,” dice el doctor, “También es feo.” Le gustaba esa broma. Creía que era terrible, terriblemente divertida.

Tomó un taxi al aeropuerto. Jerry, el conductor, se mostró feliz de verla.

“Diviértase en Nueva York,” dijo, sacando la maleta del portaequipaje. Ella le gustaba. O al menos siempre actuaba como si así fuera. Ella lo llamaba Jare.

“Gracias, Jare.”

“¿Sabe? Le diré un secreto. Nunca he estado en Nueva York. Le diré dos secretos. Nunca he estado en un avión.” La despidió con un movimiento triste mientras ella empujaba la puerta para entrar a la terminal. “O en un ascensor!” gritó.

La clave para volar seguro, pensaba Zoë, era nunca comprar un boleto de descuento y decirse uno mismo que de cualquier manera no tenías nada por qué vivir, de modo que no habría ningún problema en caso de accidente. Pero entonces, cuando no sucedía nada, cuando lograbas mantenerte en lo alto junto con tu propia inutilidad, todo lo que debías hacer era salir a tropezones, buscar tu equipaje, y, mientras llegaba el taxi, buscarse una razón persuasiva para seguir viviendo.

“Llegaste!” gritó Evan al timbre, antes incluso de abrir la puerta. Luego la abrió ampliamente. Zoë dejó las maletas sobre el piso y abrazó fuertemente a Evan. De pequeña, Evan siempre fue cariñosa y devota. Zoë siempre cuidó de ella –aconsejándola, tranquilizándola- hasta tiempos recientes, en que Evan comenzó a aconsejarla y tranquilizarla a ella. Eso asustaba a Zoë. Sospechaba que tenía algo que ver con el hecho de estar sola. Algo que incomodaba a la gente.

“¿Cómo estás?”

“Vomité en el avión. Además de eso, estoy bien.”

“¿Te ofrezco algo? A ver, déjame las maletas. Con que malita en el avión, eh. Uy.”

“Fue en una de esas bolsitas,” dijo Zoë, por si a Evan se ocurría que había sido en el pasillo. “Casi en silencio.”

El apartamento era espacioso e iluminado, con una vista de toda la ciudad a lo largo del lado este. Había un balcón y puertas de vidrio corredizas. “Siempre me olvido que este departamento es tan bonito. Piso veinte. Portero…” Zoë podía trabajar toda su vida y nunca tener un apartamento como éste. Y tampoco Evan. Era el departamento de Charlie. Él y Evan vivían ahí como dos niños en un dormitorio, latas de cerveza y ropa regadas por todos lados.

Evan llevó las maletas lejos del revoltijo, junto a las peceras. “Estoy tan contenta de que estés aquí,” dijo. “Y ahora, ¿qué te sirvo?”

Preparó el almuerzo –sopa de lata y galletita saladas.

“Respecto de Charlie, no lo sé,” dijo, cuando terminaron. “Nos veo ya como unos cuarentones alejados del sexo.”
“Hmmm,” dijo Zoë. Se reclinó sobre el sofá de Evan y miró por la ventana hacia las oscuras cimas de los edificios. Parecía un poco antinatural vivir en el cielo de ese modo, como pájaros que por una hazaña errónea anidaran muy alto. Asintió con la cabeza hacia las peceras y soltó una risita. “Me siento como un pájaro,” dijo. “Con mi propia ración de peces.”

Evan suspiró. “Llega a casa y se echa en el sofá, mira fútbol borroso. Usa el color crema psicodélico y el aparato de los rizos, si sabes a lo que me refiero.”

Zoë se levantó y acomodó los cojines del sofá. “¿Qué es futbol borroso?”

“Aún no tenemos cable. Todo nos llega borroso. Así que Charlie lo mira así.”

“Hmm, ya veo. Sí, es un poco depresivo,” dijo Zoë. Miró sus manos. “Especialmente lo de no tener cable.”

“Así es como se mete a la cama.” Evan se levantó para hacer una demostración. “Se quita toda la ropa pero cuando toca al turno de los calzoncillos simplemente los deja caer hasta un tobillo. Luego levanta una pierna, los avienta al aire y los atrapa. Yo, por supuesto, lo miro desde la cama. Y nada más. Sólo eso.”

“Quizá deberían pasar por alto esas cosas y casarse.”

“¿Te parece?”

“Claro. Quiero decir, ustedes probablemente piensen que vivir juntos de esta manera es lo mejor de todo, pero…” Zoë trató de sonar como la hermana mayor; la hermana mayor es lo que se supone que sería la madre que nunca tendrías, la mamá buena onda, tranquila. “Pero yo descubrí que tan pronto como crees tener de todo…” –pensó en ella misma, sola en su casa, en las cigarras cara de sapo que volaban alrededor como hombrecitos nocturnos y aterrizaban sobre sus cortinas, mirando; en los zapatos número treinta que había colocado en la puerta para alejar a los intrusos; en la ridícula, muñeca inflable que alguien le había dicho que sentara a la mesa del desayuno- “entonces repentinamente todo cambia y se vuelve lo peor de todo.”

“¿De verdad?” Evan irradiaba felicidad. “Ay, Zoë. Tengo que decirte algo. Charlie y yo nos vamos a casar.”

“¿De verdad?” Zoë se sintió confundida.

“No sabía cómo decírtelo.”

“Sí, bueno. Supongo que todo eso sobre el futbol borroso me confundió un poco.”

“Esperaba que fueras mi dama de honor,” dijo Evan, ansiosa. “¿No te sientes feliz por mí?”

“Sí” dijo Zoë, y comenzó a contarle a Evan la historia de un violinista premiada de Hilldale-Versailles —cómo la violinista había llegado de una competencia en Europa y se había liado con un tipo del pueblo que la obligaba a ir a todos los partidos de softball de verano y la hacía brindar por él desde las gradas junto con las otras esposas, hasta que ella se mató. Pero cuando Zoë iba a la mitad del cuento, en la parte de los brindis desde las gradas, se detuvo.

“¿Entonces qué?” dijo Evan. “¿Qué pasó?”

“La verdad es que nada,” dijo Zoë, tranquilamente. “A ella comenzó a gustarle el softball. Tendrías que haberla visto.”

Zoë decidió ir a la función vespertina de cine, dejando a Evan las faenas de preparar lo necesario para la fiesta.

“Debo hacerlo sola, de verdad,” le había dicho, un poco tensa tras la historia de la violinista. Zoë pensó a ir a un museo de arte pero las mujeres que iban a los museos tenían que lucir muy bien. Siempre lo hacían. Elegantes y serias, moviéndose lánguidamente, con un gran bolso de mano. En vez de eso, camino por Kips Bay, pasando frente a una boutique de aretes llamada Póntelo en las orejas, luego pasó por un salón de belleza llamado Dorian Gray. Eso era lo divertido respecto de la “belleza,” pensó Zoë. Busca entre las páginas de la sección amarilla y encontrarás cientos de entradas, todas agresivas en su inteligencia, cortesía y consejos. Pero busca “verdad,” –Já! Absolutamente nada. Nada de nada.

Zoë pensó en el matrimonio de Evan. ¿Se convertiría Evan en la esposa de Pedro Comecalabazas? ¿Señora Comecalabazas? ¿Y en la boda, obligaría a Zoë a vestirse con un vestido color lavanda lleno de volados, idéntica a las otras damas? Zoë odiaba los uniformes, e incluso, en primer grado, se había rehusado a unirse al club de las Chicas Duendes porque no deseaba usar el mismo disfraz que todas. Y ahora tendría que hacerlo. Y quizá podría distinguirlo. Levantarlo por un lado con una pinza, por ejemplo. O colocar una gasa de cirugía en la cintura. Abrocharse en el pecho uno de esos pins que dicen, en letras grandes, “Shit Happens.”

En la película –Death by Number– compró palitos de regaliz para masticar. Tomó asiento junto a la salida. La poseyó la extraña autoconciencia de hallarse sola, y esperaba que el cine oscureciera pronto. Cuando oscureció y comenzaron los comerciales, buscó en su bolso los lentes. Los tenía en un estuche. Los Kleenex también estaban en un estuche. Lo mismo los bolígrafos, las aspirinas y las mentas. Todo se encontraba en un estuche. Y eso es en lo que se había convertido: en una mujer sola en el cine con todo en estuches.

Empire State © Roberta Vassallo

En la fiesta de Halloween había como dos docenas de personas. Había gente con cabezas de mono y largo vello en las manos. Alguien se había disfrazado de duende. Alguien se había disfrazado de cena congelada. Un hombre había traído a sus dos hijas pequeñas: una bailarina, y la hermana de la bailarina, también vestida de bailarina. Había un grupillo de brujas muy sensuales –mujeres vestidas enteramente de negro, muy maquilladas y enjoyadas. “Odio a esas brujas tan atractivas. No va con el espíritu de la noche de Halloween,” dijo Evan que, por su parte, había abandonado la máscara de luna para disfrazarse de muñeca alemana de rizos y delantal, decisión que ahora lamentaba. Charlie, y porque le gustaban los peces, porque era dueño de muchos peces y porque los coleccionaba, había decidido vestirse como pez. Tenía aletas y ojos a los lados de la cabeza. “¡Zoë! ¿Cómo estás? ¡Siento no haber estado aquí cuando llegaste!” Pasó el resto del tiempo charlando con las brujas sensuales.

“¿Hay algo en lo que te pueda ayudar?” preguntó Zoë a su hermana. “Luces agotada.” Acarició el brazo de su hermana dulcemente, como si deseara que estuvieran solas.

“Ay, no, nada de eso,” dijo Evan, mientras arreglaba los hongos rellenos sobre una bandeja. El cronómetro sonó y sacó otra bandeja del horno. “En realidad, ¿sabes qué puedes hacer?”

“¿Qué?” Zoë se puso el hueso en la cabeza.

“Conocer a Earl. Él es el tipo que tenía en mente para ti. Cuando llegue sólo háblale un poco. Es lindo. Es divertido. Se acaba de divorciar.”

“Lo intentaré,” gruñó Zoë. “¿Está bien? Lo intentaré.” Miró el reloj.

Earl llegó vestido como una mujer desnuda, con lana de acero pegado estratégicamente al cuerpo, y pechos de goma que le brotaban como jamones.

“Zoë, él es Earl,” dijo Evan.

“Gusto en conocerte,” dijo Earl, esquivando a Evan para estrechar la mano de Zoë. Observó en detalle la cabeza de Zoë. “Bonito hueso.”

Zoë asintió. “Bonitas tetas,” dijo. Miró más allá de él hacia la ciudad que tras la ventana centelleaba contra el cielo; la gente decía lo de siempre: cómo parecía un montón de joyas, o brazaletes y collares sueltos. Podías ver el reloj del edificio Con Ed, el copete dorado y naranja del Empire State, el Chrysler como el cohete espacial soñado durante la depresión. Más lejos podías vislumbrar el Astor Plaza, y su tejado blanco y volante como la cofia de una monja. “Hay cerveza allá en el balcón, Earl. ¿Te traigo una?” preguntó Zoë.

“Hm, claro. Voy contigo. Hey, Charlie, ¿cómo va?”

Charlie dibujó una amplia sonrisa y silbó. La gente se giró para ver. “Hey, Earl,” le llamó alguien desde el fondo del salón. “¡Fiuu, fiuuuu!”

Se apretujaron entre los demás invitados, pasaron a los monos, a las brujas sensuales. La succión de las puertas corredizas cedió en un silbido, y Zoë y Earl salieron al balcón, una mujer con un hueso en la cabeza y otra desnuda, el aire de la noche rugiendo y pleno de humo fresco. Había otra pareja ahí afuera murmurando en privado. No llevaban disfraz. Sonrieron a Earl y a Zoë. “Hola,” dijo Zoë. Encontró la hielera de hule espuma y sacó dos cervezas.

“Gracias,” dijo Earl. Sus pechos de goma se doblaron hacia dentro, estropeándose, mientras abría la botella.

“Bueno,” suspiró Zoë, ansiosamente. Tenía que aprender a no temerle a los hombres del mismo modo que durante la infancia uno aprendía a no temerle a las lombrices o insectos. Con frecuencia, al conversar con un hombre en una fiesta, mil cosas le atravesaban la mente. Y mientras el hombre decía cualquier disparate, con mucha amabilidad, ella se enamoraba, casaba, y se enfrascaba en una amarga lucha por la custodia de los hijos y esperaba la reconciliación de modo que pese a todas sus traiciones ella no podría jamás despreciarlo, en tanto que en los minutos restantes conocería, quizá, su apellido y a qué se dedicaba, aunque hubiera ya mucha historia entre ambos. Movía la cabeza arriba abajo, enrojecía y se iba de ahí.

“Evan me dice que eres profesora de Historia. ¿Dónde trabajas?”

“Justo en la frontera entre Indiana e Illinois.”

Earl pareció un poquito desconcertado. “Creo que Evan no me contó esa parte.”

“¿No lo hizo?”

“No.”

“Bueno, así es Evan algunas veces. Cuando éramos niñas ambas teníamos problemas para hablar.”

“Eso puede ser duro,” dijo Earl. Uno de sus pechos estaba escondido detrás del brazo que sostenía la bebida, pero el otro brillaba rosa y tranquilo, lleno como una luna de cereza.

“Sí, bueno. No era una pérdida total. Íbamos a lo que entonces llamábamos derapia de durazno.[1. Peach Therapy: Teach Therapy] Durante casi diez años de mi vida tenía que construir en mi mente cada frase por adelantado antes de decirla. Era la única manera en que podía crear una frase coherente.”

Earl tomó de su cerveza. “¿Y cómo lo hiciste? Quiero decir, ¿cómo lo superaste?”

“Contaba un montón de bromas. Bromas de las que ya me sabía cada línea. Sólo tenías que decirlas. Me gustan las bromas. Las bromas y las canciones.”

Earl sonrió. Tenía lápiz labial, una profunda mancha roja, pero se le había resbalado por la cerveza. “¿Cuál es tu broma favorita?”

“Uh, mi broma favorita es…OK, ésta: Un hombre va al consultorio de su doctor y…”

“Creo que conozco esa broma” interrumpió Earl, ansiosamente. Deseaba contar la historia él mismo. “Un hombre va al consultorio de su doctor, y el doctor le dice: ‘Mire, tengo una noticia buena y una noticia mala.´ Es ése, ¿verdad?

“No estoy segura” dijo Zoë, “Podría ser una versión diferente.”

“Bueno, entonces el tipo dice: ‘Deme la mala noticia primero, doctor’, y el doctor dice: ‘Muy bien. Usted tiene tres semanas de vida.’ Y el tipo grita: ‘¡Tres semanas de vida! Doctor, por favor dígame cuál es la buena noticia.’ Y el doctor dice: ‘¿Vio a la secretaria de allá enfrente? Pues finalmente me la cogí.”

Zoë arrugó el ceño.

“¿No es ése en el que estabas pensando?”

“No”. Había acusación en su voz. “El mío era diferente.”

“Oh,” dijo Earl. Desvió la mirada y luego la regresó: “¿Qué tipo de historia enseñas?”

“La mayoría de las veces Historia americana, siglos dieciocho y diecinueve.”

En los cursos de posgrado, en el bar, la frase para comenzar a ligar siempre era: “Así que, ¿cuál es tu siglo?”

“A veces doy un curso sobre algún tema en específico,” añadió. “Digamos, «Humor y Personalidad en la Casa Blanca». De eso es de lo que se trata mi libro.” Recordó lo que una vez alguien le había comentado sobre cierta clase de gorriones, cómo crean elaboradas estructuras antes de juntarse.

“¿Tu libro es sobre el humor?”

“Claro, y bueno, cuando enseño un curso cómo ése doy todos los siglos.” “Así que, ¿cuál es tu siglo?”

“O sea que los tres.”

“¿Perdón?” La brisa le hizo brillar los ojos. El tráfico revolucionaba bajo ellos. Ella se sintió alta y endeble, como alguien elevada al cielo por error y luego desdeñada.

“Tres. Solamente hay tres.”

“Bueno, en realidad son cuatro.” Ella pensaba en Jamestown[2. Jamestown era una aldea en una isla del río James, en Virginia, localizado a 70 kilómetros al sureste de donde hoy es Richmond, Virginia. El río y el asentamiento de 1607 fueron nombrados así por motivo de James I, que había ascendido recientemente al trono inglés. El asentamiento de Jamestown fue la primera colonia inglesa permanente en el nuevo mundo que logró sobrevivir.], y en los peregrinos con hebillas y sombreros de brujas que llegaban a decir sus rezos.

“Yo soy fotógrafo,” dijo Earl. Su rostro comenzaba a brillar y el rojo comenzaba a mancharlo como un atardecer bajo sus ojos.

“¿Y te gusta eso?”

“Bueno, la verdad es que estoy comenzando a sentir que es un poquito peligroso.”

“¿En serio?”

“Pasar todo el tiempo en un cuarto oscuro bajo esa luz roja y entre todos esos químicos. Se le relaciona con el Parkinson, ¿lo sabías?”

“No, no lo sabía.”

“Se supone que debo usar guantes de goma, pero no me gusta. A menos de que lo esté tocando directamente, no puedo pensar que algo es real.”

“Hmm,” dijo Zoë. La alarma vibró a través de toda ella.

“Algunas veces, cuando me corto o algo así, siento la punzada y pienso, Mierda. Me lavo constantemente y espero que no pase nada. No me gusta sentir la goma sobre la piel de esa manera.”

“¿En serio?”

“Quiero decir, el contacto físico. Eso es lo que uno quiere, si no para qué molestarse?”

“Supongo,” dijo Zoë. Deseaba recordar alguna broma, algo lento y deliberado, con el final a la vista. Pensó en gorilas, en cómo cuando pasan demasiado tiempo encerrados en una jaula comienzan a golpearse en la cabeza en vez de aparearse.

“¿Tienes… alguna relación?” soltó Earl, de pronto.

“¿Ahora? ¿Mientras hablamos?”

“Bueno, quiero decir, estoy seguro que tienes una relación con tu trabajo.” Una sonrisa, pequeña, anidada en su boca como un huevo. Pensó en los zoológicos de los parques, en cómo, cuando las ciudades caen bajo un asedio, la gente se come a los animales. “Pero quiero decir, con un hombre.”

“No, no estoy en ninguna relación con ningún hombre.” Se acarició la barbilla con la mano y pudo sentir el cabello cerdoso ahí. “Pero mi última relación fue con un hombre muy cariñoso,” dijo. Se inventó algo. “De Suiza. Era un botánico, experto en plagas, malas hierbas. Se llamaba Jerry. Yo lo llamaba Jare. Era muy divertido. Ibas a ver una película con él y lo único en que se fijaba era en las plantas. Nunca ponía atención a la trama. Una vez, en una película sobre la jungla, comenzó a parlotearme todos esos nombres en latín, en voz alta. Fue muy emocionante para él.” Hizo una pausa, contuvo el aliento. “Eventualmente regresó a Europa a, eh, estudiar el edelweiss[3. Leontopodium alpinum: es una de las flores montañosas más conocidas de Europa.].” Miró a Earl. “¿Tienes una relación? Digo, ¿con una mujer?”

Earl cambió el peso y las arrugas de su disfraz cambiaron, ensanchándose hacia fuera, como algo roto. Su vello púbico se deslizó hacia una cadera, como el corsé de una chica del oeste. “No,” dijo, limpiándose la garganta. La lana de acero de sus brazos se movía hacia los bíceps. “Acabo de salir de un matrimonio que estaba lleno de malos diálogos como ‘¿Quieres más espacio? ¡Pues te daré más espacio!’ Puaf, típico de los tres chiflados.

Zoë lo miró comprensivamente. “Supongo que es difícil recobrar el amor después de eso.”

Los ojos de él destellaron. Quería hablar del amor. “Pero sigo pensando que el amor debe ser como un árbol. Mira a un árbol y verás que tiene chichones y cicatrices de tumores, infestaciones, lo que quieras, pero aún así siguen creciendo. A pesar de los chichones y de las magulladuras siguen… derechos.”

“Sí, bueno,” dijo Zoë, “de donde yo vengo todos son casados o gays. ¿Viste esa película, Death by Number?”

Earl la miró, un poco perdido. Se estaba alejando de él. “No,” dijo.

Uno de sus pechos se había deslizado bajo su brazo, apeñuscado ahí como una baguette. Ella seguía pensando en árboles, parques, gente que en tiempos de guerra se comía a las cebras. Sintió un dolor punzante en el abdomen.
“¿Quieren algunos bocadillos?” Evan llegó empujando la puerta corrediza. Sonreía pese a que los rizos se le comenzaban a caer, colgando desganadamente de las puntas del cabello como decoraciones de Navidad, como alimento dejado para las aves. Les ofreció un plato de hongos rellenos.

“¿Estás pidiendo donaciones u ofreciéndolas?” preguntó Earl, ingeniosamente. Le gustaba Evan; puso una mano sobre su brazo.

“Saben, vuelvo en un minuto,” dijo Zoë.

“Uh,“ dijo Evan, algo preocupada.

“Ya vuelvo. Lo prometo.”

Zoë atravesó apresurada la sala en dirección al dormitorio, al baño. Estaba vacío; la mayoría de los invitados usaba el medio baño de junto a la cocina. Prendió la luz y cerró la puerta. El miedo se había detenido, y la verdad es que no tenía necesidad de ir al baño, pero permaneció ahí de todas maneras, descansando. En el espejo encima del lavabo, se encontró algo demacrada debajo de su hueso en la cabeza, con un gris violáceo mostrándose bajo la piel como la de un pajarito desplumado y repleto de ampollas. Se inclinó un poco más, alzando la barbilla para mirar el pelo erizado. Ahí estaba, al final de la quijada, puntiagudo y oscuro como un cable. Abrió el gabinete de las medicinas y manoseó hasta encontrar las pincitas. Alzó la cabeza una vez más y se atacó la cara con las pinzas, agarrando, apretando y fallando. Puedo escuchar que al otro lado de la puerta conversaban dos personas en voz baja. Habían entrado al dormitorio y discutían sobre algo. Estaban sentados en la cama. Uno de ellos soltó una risita falsa. Zoë acometió de nuevo contra la barbilla, pero esta vez comenzó a sangrar un poquito. Se estiró con fuerza la piel de la quijada, apretó las pinzas duro contra lo que esperaba que fuera el pelo, y jaló. Un diminuto pedazo de piel salió disparado, pero el pelo se mantuvo en pie, con sangre brillando en su raíz. Zoë apretó los dientes. “Ay, vamos,” susurró. Las personas del dormitorio estaban ahora contándose historias, suavemente, divirtiéndose. Se escuchó el rebote y el chirrido del colchón y el sonido de una silla siendo apartada. Zoë apuntó con la pinzas cuidadosamente, apretó, jaló cuidadosamente, y esta vez el pelo salió, con una ligera punzada de dolor, y luego una tonelada de alivio. “¡Sí!” suspiró Zoë. Arrancó un poco de papel sanitario y lo aplicó contra la barbilla. El papel se manchó de sangre, y entonces arrancó un poco más y lo aplicó sobre la barbilla, ejerciendo presión hasta que se detuvo. Entonces apagó la luz, abrió la puerta y se reintegró a la fiesta. “Perdón,” dijo a la pareja del dormitorio. Era la misma pareja del balcón, y la miraron un poco sorprendidos. Se habían abrazado y comían barritas de caramelo.

Earl seguía en el balcón, solo, y Zoë se le reunió.

“Hola,” dijo.

Él se volvió y sonrió. Se había arreglado el disfraz un poquito aunque todas las características sexuales secundarias lucían ligeramente estropeados, destinados a moverse, voltearse y huir a la primera oportunidad.

“¿Estás bien?” preguntó. Se había abierto otra cerveza y estaba resoplando.

“Sí, claro. Sólo tenía que ir al baño.” Hizo una pausa. “En realidad, he visitado a un montón de doctores últimamente.”

“¿Algún problema?” preguntó Earl.

“Oh, probablemente no es nada. Pero me están haciendo pruebas.” Suspiró. “Me hice sonogramas, mamogramas. La semana que viene me haré un caramelograma.” Él la miró, preocupado. “He tenido demasiadas palabras terminadas en grama,” dijo.

“Toma, te guardé estos.” Le pasó un pañuelo con dos hongos rellenos. Estaban fríos y el aceite había dejado manchas sobre el pañuelo.

“Gracias,” dijo Zoë, y se los metió en la boca juntos. “Mira,” dijo con la boca llena. “Con mi suerte seguro me operan de la vesícula.”

Earl hizo una mueca. “Así que tu hermana se va a casar,” dijo, cambiando el tema. “Dime, ¿qué piensas realmente sobre el amor?”

“¿Amor?” ¿Que no habían pasado ya por esto? “No lo sé.” Masticó pensativamente y tragó. “Vale. Te diré qué es lo que pienso sobre el amor. Esta es una historia. De una amiga mía…”

“Tienes algo en la barbilla,” dijo Earl, estirando la mano para tocarla.

“¿Qué?” dijo Zoë, dando un pasito atrás. Volteó la cara y se manoseó la barbilla. Un pedazo de papel sanitario se desprendió de la piel, como cinta adhesiva. “No es nada,” dijo. “No… no es nada.”

Earl la observaba.

“Como sea,” continuó ella, “esta amiga mía era violinista y había ganado varios premios. Viajó por toda Europa ganando competencias; impuso récords, dio conciertos, se volvió famosa. Pero no tenía vida social. Así que un día se tiró a los pies de un director por el que ella estaba loca. Él la levantó, la regañó cariñosamente, y la mandó de vuelta a su habitación de hotel. Después de eso abandonó Europa y volvió a casa, dejó de tocar el violín y se lió con un chico local. Esto sucedió en Illinois. El la llevaba cada noche a un bar a beber con sus amigotes del equipo. Él decía cosas como: ‘Sí, a Katrina le gusta tocar el violín,’ y le apretaba una mejilla. Una vez que ella le propuso volver a casa, él le dijo: ‘Qué. ¿Crees que eres muy famosa para un lugar como este? Bueno, déjame decirte algo. Puedes pensar que eres muy famosa, pero no eres famosa famosa.’ Dos famosas. ‘Aquí nadie ha oído hablar de ti.’ Luego él se levantó y pidió otra ronda de tragos para todos excepto para ella. Ella tomó su abrigo, se fue a casa, y se pegó un tiro en la cabeza.”

Earl callaba.

“Ese es el final de mi historia de amor,” dijo Zoë.

“No eres muy parecida a tu hermana,” dijo Earl.

“¿No, de verdad?” dijo Zoë. El aire se había vuelto más frío, y el viento cantaba en un grueso tono menor, como un himno.

“No.” Él ya no quería hablar más del amor. “Sabes, quizá deberías usar mucho azul, azul y blanco, en la cara. Eso te daría un poco de color.” Alzó la mano con el brazalete azul para mostrarle cómo es que contrastaba contra su piel, pero ella lo hizo a un lado.

“Dime, Earl, ¿la palabra marica significa algo para ti?”

Él dio un paso atrás, alejándose. Movió la cabeza como para no dar crédito. “Sabes, simplemente no debería intentar salir con profesionistas. Todas ustedes están dañadas. Cualquiera puede saber lo que les ha hecho la vida. Me va mejor con las mujeres de trabajos sencillos, de medio tiempo.

“¿Ah, sí?” Ella había leído una vez un artículo titulado “Las Mujeres Profesionistas y la Demografía de la Pena.” O no, era un poema, Si hubiera un lago, la luz de luna bailaría sobre él en un arrebato. Recordaba ese verso. Pero quizá el título era: “La Casa Vacía: Estética de lo Inhóspito.” O quizá: “Gitanas en el Espacio: Mujeres en la Academia.” Lo había olvidado.

Earl se volvió y se inclinó sobre la barandilla del balcón. Se hacía tarde. Dentro, los invitados comenzaban a irse. Las brujas sensuales se habían marchado. “Vive y aprende,” murmuró Earl.

“Vive y vuélvete un imbécil,” replicó Zoë. Bajo ellos, en Lexington, no había autos, sólo la dorada de un taxi ocasional. Él se recargó sobre los codos, melancólicamente.

“Mira a todas esas personas allá abajo,” dijo. “Parecen insectos. ¿Sabes cómo se controla a los insectos? Se les rocía hormonas de insecto, de insectos hembra. Los machos se vuelven tan locos por esta hormona que comienzan a cogerse todo lo que esté a su alcance –árboles, piedras, todo excepto insectos hembra. Control poblacional. Eso es lo que pasa en este país,” dijo, con voz de borracho. “Las hormonas han sido rociadas y los hombres se están cogiendo a las piedras. ¡A las piedras!”

Por detrás, la línea de marcador que le dibujaba el trasero se ensanchaba, negro sobre rosa, como una página de tiras cómicas. Zoë se acercó por atrás, lento, y le dio un empujón. Sus manos resbalaron hacia delante, más allá de la barandilla, sobre la avenida. La cerveza escapó de la botella, cayendo veinte pisos hasta el asfalto.

“¡Hey! ¿Qué estás haciendo?” dijo él, volviéndose rápidamente. Se puso derecho, listo, y se alejó de la verja, esquivando a Zoë. “¿Qué mierda estás haciendo?”

“Sólo bromeaba,” dijo ella. “Sólo estaba bromeando.” Pero él la contempló, atónito, aterrorizado, con el trasero dibujado por marcador vuelto por completo hacia la ciudad, una supuesta mujer desnuda con un brazalete azul en la muñeca, atrapado en un balcón con… ¿con qué? “En serio, sólo fue una broma!” gritó Zoë. El viento le levantó el cabello hacia el cielo, como espinas detrás del hueso. Si hubiera un lago, la luz de luna bailaría sobre él en un arrebato. Ella le sonrió y se preguntó qué aspecto tendría.

by Lorrie Moore

nació en Glen Falls, nueva York, el 13 de enero de 1957. Es autora de Self-Help (1985), Anagrams (1986), The  Forgotten  Helper (1987), Like Life (1990), Who  Will  Run  the  Frog  Hospital?  (1994), Birds  of  America (1998) y A Gate at the Stairs (2009). “You´re ugly, too” se publicó por primera vez en la revista New  Yorker, en 1989. También fue compilado por John Updike y Katrina Kenison en The  Best  American  Short  Stories  of  the  Century.

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