Rara Avis

En las grandes urbes estadounidenses, el peatón es un ave rara. Carece de hábitat natural dentro de un ámbito estructuralmente destinado al automóvil. Se tolera su presencia en espacios predeterminados. Fuera de ellos le esperan sobresaltos, aceras que desaparecen, obstáculos insalvables. Es, sin embargo, la actitud del común de conductores la que produce mayor alarma: avistar a un transeúnte a menudo despierta en ellos una curiosa mezcla de sospecha y hostilidad.

Nueva York es una excepción a esa norma. En sus calles el peatón no se escabulle en permanente desventaja; camina con la certeza de ejercer un derecho. Su espacio es determinado por su voluntad y su energía. La isla de Manhattan puede recorrerse así, de punta a punta Esa libertad siempre ha incitado incursiones literarias, de Walt Whitman a Hart Crane, de Lewis Mumford a E.B. White. La más reciente de entre ellas se intitula Open City (Ciudad Abierta), obra de un joven autor de nombre Teju Cole.

Open City fue la sorpresa literaria del mundo de lengua anglosajona en 2011. Recibida con elogios en las publicaciones de mayor prestigio de los Estados Unidos y el Reino Unido, la novela se encuentra nominada como finalista al Premio del Círculo Nacional de Críticos Literarios de los Estados Unidos. La acogida que se le ha acordado es remarcable ya que su estilo es muy distinto de aquellos que predominan en la ficción contemporánea: lo tenue de su trama es proporcional a lo potente de sus ideas y a lo sobrio de su construcción. De esa confluencia tripartita –verdadero campo minado- emerge un texto vital y obsesionante.

La violencia como subtexto

Desde el primer párrafo de Open City, una voz irrumpe, en primera persona, como continuando una conversación antes no percibida:

Y entonces, cuando empecé a ir en caminatas nocturnas el otoño pasado, encontré que Morningside Heights era un lugar perfecto desde el cual adentrarme en la ciudad.

Con esa frase –curiosamente reminiscente del “en el medio del camino de la vida”, de Dante– el lector es transportado al ámbito que habitará por el resto de la novela, la mente de Julius, un hombre joven, psiquiatra de profesión, quien vive y trabaja en Manhattan. Las caminatas mencionadas serán el mecanismo narrativo central del texto. La filiación filosófico-literaria de ese tipo de jornada es obvia: se ancla en la noción del flâneur. No es raro encontrar ficción que explore ese concepto; Open City ha sido comparada repetidamente por la crítica con las obras de W. G. Sebald y de otros autores similarmente influenciados. El talento de Cole, sin embargo, trasciende esa similitud.

Julius corresponde al arquetipo del “botanista de la acera” de Baudelaire –minucioso, culto en extremo, distante e incluso cínico. Su presencia como flâneur en Nueva York y, por un mes, en Bruselas, lleva también la marca de los visionarios conceptos de Walter Benjamin. Sin embargo, el factor central a su originalidad reside en el modo en que esas nociones –tan escudriñadas y tan utilizadas– se encarnan en Open City. En la novela, dos esferas se intersectan, aquella de la urbe y aquella de la psiquis de quien la transita, ambas marcadas por una dualidad: a su superficie calma corresponde un interior plagado de violencias y de traumas.

La prosa de Cole evoca la esencia de las pinturas de Vermeer. Lawrence Welscher, en uno de sus ensayos, establecía la mayor paradoja sobre el neerlandés: sus cuadros, plenos de un aura de sosiego y equilibrio casi sobrenaturales, fueron creados en épocas marcadas por conflictos y desastres cruentos en extremo. Según Welscher, ese contexto no está ausente de las obras de Veermer; por el contrario, «la presión de toda esa violencia (recordada, imaginada, anticipada) es el tema central de esas pinturas», aludida en gestos, objetos – como los mapas de Europa, de otro modo inexplicables- y detalles como las amenazantes nubes en su Vista de Delf.

Las palabras de Welscher son aplicables a Open City. De cada escena calma e incluso lírica presentada por Julius, se infiere una fondo aureolado de destrucción, siempre presente. El descenso de multitudes de pasajeros hacia las estaciones del tren subterráneo le sugiere una meditación sobre “la totalidad de la raza humana, apresurándose, empujada por una pulsión de muerte, contraria al instinto, hacia catacumbas móviles.” El símbolo mayor de la ciudad, la Estatua de la Libertad, suscita reminiscencias de otros, funestos espacios de llegada, aquellos dedicados a esclavos africanos, y de la muerte de cientos de aves que colisionaban con ella, desorientados por la luz de su antorcha –usada hasta 1902 como faro para navegantes.

Los personajes que encuentra a lo largo de sus recorridos poseen también un elemento de tragedia. Una de sus pacientes, catedrática de origen indoamericano, experimentará los padecimientos históricos de su gente como propios. Un gentil maestro japonés, inmerso en un pacifico declinar, ha sido uno de los internados en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Un inmigrante africano al que visita en un centro de detención de Queens ha escapado de un pasado sangriento. La propia familia de Julius no está exenta de esa constante: su madre –con quien no mantiene relación alguna, por razones no explicadas- ha sido engendrada de la violación de su abuela alemana por un soldado ruso, al final de la Segunda Guerra Mundial.

La ciudad como palimpsesto

El más intenso trauma contemporáneo de Nueva York, 9/11, está incluido en esa tónica. En sus páginas jamás se alude abiertamente a los hechos de ese día, como en otras novelas o ensayos –el hórrido Windows of the World, de Frédéric Beigbeder, por ejemplo. Julius reflexiona sobre ellos de una manera deliberadamente indirecta. La descripción de su primera y única caminata cerca del lugar es una muestra de esa elocuente reserva:
“[…] observé a mi derecha, aproximadamente una cuadra más allá de dónde me encontraba, un gran espacio vacío. De inmediato pensé en lo obvio, pero, con igual celeridad, alejé la idea de mi mente.”

Poco después, cuando Julius acepte confrontar esa obviedad -el lugar que “se ha convertido en la metonimia del desastre”- lo hará sin manida gravedad, en serena reflexión remarcable por su brevedad. En el transcurso de la novela regresará a ese espacio, para considerar no esa mañana septembrina sino aquellas de otras épocas, transcurridas en el mismo lugar, donde otros desgarramientos e injusticias han sido cometidos. Ello epitomiza la manera en que Julius percibe Manhattan, como un palimpsesto “escrito, borrado, escrito de nuevo”, pleno de las historias del pasado, aún las más remotas. Un palimpsesto en cuya superficie temporal él mismo es “uno de entre la multitud aún legible”.

La existencia de esa complejidad espacio-temporal es inquietante para la mayor parte de habitantes citadinos, quienes prefieren ignorarla, asumiendo como verdad implícita que la ciudad comienza y termina con sus vivencias personales. Julius, por una razón no aparente en la mayor parte de la novela, es la excepción; sus reflexiones se dirigen precisamente a la fugacidad del ser frente a la nada:

Me arrodillé y sumergí mi mano en el Hudson. Estaba glacial. Aquí estábamos todos, ignorando esas aguas, intentando prestar tan poca atención como fuese posible al par de oscuras eternidades entre las cuales nuestra pequeña luz se interponía.

Ítalo Calvino refiere cómo “ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí.” Esas palabras, son acertadas respecto a una urbe visceralmente adicta al presente como Nueva York: ninguna tragedia o regocijo se mantiene por demasiado tiempo en la superficie de su conciencia colectiva. Ello es aplicable también a Julius: la opacidad de su psiquis y lo difícil de saber a qué atenerse sobre sus recuerdos y aserciones es remarcable.

Menciona Walter Benjamin cómo “[p]oco importa no saber orientarse en una ciudad. En contraste, perderse en una ciudad como quien se pierde en un bosque, es difícil y requiere aprendizaje.” En Open City, ese aprendizaje está delineado en dos etapas –las partes constitutivas de la novela, intituladas «Death is a perfection of the eye» -‘La muerte es la perfección del ojo’- y “I have searched myself” – ‘Me he buscado a mí mismo”. En la primera Julius brindará, gradual y lentamente, los detalles de los que emergerá una imagen borrosa e inestable. Una gran renuencia será evidente al respecto: tan solo en la página quince su nombre será revelado, no por mención propia sino, durante un diálogo, de boca de un antiguo profesor suyo.

Julius es un solitario en la más pura acepción del término. Jamás emprende sus caminatas en compañía. Parece preciarse de mantener una actitud de supremo aislamiento en toda circunstancia, en el teatro, en el edificio donde vive, frente a sus colegas y a sus pacientes, incluso con la muchacha que será su novia por algún tiempo. Aún en medio del devenir de la metrópolis ese rasgo es invariable:

En las calles permanecía con miles de otras personas, en soledad, pero en el tren subterráneo, parado cerca de extraños, empujándolos y siendo empujado por ellos por espacio y aire para respirar, todos nosotros recreando traumas no reconocidos, la soledad se intensificaba.

A su alrededor fluyen espacios, hechos y personas. Lo observa todo con desapego, especialmente la gente con la que departe, casual y fugazmente, “clasificando cada encuentro como un niño jugando con bloques de madera, tratando de averiguar dónde pertenece cada uno, qué responde a qué.” Esa actitud que de nuevo sugiere la frialdad científica del ‘botanista’ de Baudelaire, puede verse como una razón de la ausencia de vínculos cercanos en la vida de Julius. La pertenencia evocada puede a su vez relacionarse con sus orígenes mestizos. Los encuentros que parecen suscitar en él mayor resonancia son aquellos que tienen como punto común el carácter foráneo de su interlocutor. Un taxista, un guardia de museo, una enfermera, el ilustrado y ácido operador de un cibercafé belga, todos marcados por su condición de extranjeros.

Cada uno de esos episodios es un hito en lo que puede percibirse como una búsqueda personal, cuyo exacto contenido jamás se torna explícito. Un misterio que en ocasiones, junto con otros detalles, deja entrever que Julius puede ser un narrador poco fiable. Ello, no solo por su voluntaria renuencia, excesiva a momentos, sino también por el modo en que, durante algunas escenas del libro, parece alcanzar planos metafísicos en los que el pasado y el presente se conjugan sin conflicto, creando un efecto desorientador.

Las líneas aún legibles

La reluctancia de Julius respecto de su propia historia contrasta con la prolijidad con la que describe el contexto de sus andanzas. El mismo es rigurosamente coherente con la topografía urbana de Nueva York, sin discontinuidades, transiciones erróneas o dislocamiento en escenarios. Idéntico rigor existe respecto de la relación de hechos del periodo en que la novela tiene lugar –los años 2006-2007. Muestras en museos, cierres de tiendas de música y de videos, bloqueos policiales en Wall Street, esos y multitud de otros detalles coinciden perfecta y minuciosamente con la realidad del tiempo relevante.

Más allá de esa realidad, sin embargo, existe otro ámbito. Volviendo a la guía de Walter Benjamin:

[P]erderse en la ciudad es como perderse en un bosque. Las ciudades también son lugares inventados por la voluntad y el deseo, por la escritura, por la multitud desconocida. Son vastos depósitos de historia que pueden ser leídos como un libro si se cuenta con un código apropiado; son como sueños colectivos cuyo contenido latente se puede descifrar.

Ese ‘contenido latente’ emerge en algunos pasajes de Open City. El ejemplo más relevante ocurre cuando Julius decide entrar a un negocio de lustre de zapatos. En Nueva York, ese tipo de establecimientos posee una hilera de altas sillas que, como Julius menciona, parecerían tronos, donde el cliente es al mismo tiempo atendido y exhibido frente a amplios ventanales. El lustrabotas que atiende a Julius es Pierre, un haitiano. Todo parece normal hasta el momento en que el amigable monólogo del hombre se va transformando en una narrativa de épocas pasadas, la relación de su historia de esclavo, y de cómo compró su libertad y la de su mujer en el Nueva York del siglo diecinueve.

Esa transición ocurre de la manera más razonable posible. Ningún sobresalto la precede, ningún abrupto despertar la concluye. Podría incluso pasar desapercibida bajo una lectura poco atenta. La historia es una de las tantas que habitan el Nueva York de Julius; como otras, ningún elemento de puntuación –comillas o guiones- la distingue de la presencia del protagonista. La narrativa se inicia en la página sesenta y ocho, e introduce una pauta perturbadora: hasta qué punto piensa él vivirla o inventarla, cuánto cree en ella o la sabe imaginaria, es imposible deducirlo del texto.

Otra guía pictórica es pertinente ante esa incógnita: durante una visita a Bruselas, Julius explora museos y de su reflexión erudita se desprende, por vía del recuerdo de un poema de W. H. Auden, una alusión a La caída de Ícaro, una pintura de Bruegel. Es un cuadro extraordinario por lo inusual de su composición. Ícaro aparece al momento de golpear las aguas del Egeo; su rostro y torso están ya sumergidos, solo las convulsas piernas aún se vislumbran. Cerca de esa colisión mortal Bruegel representa un campesino, un niño, un pescador. Ninguno de ellos parece reparar en lo absoluto en la tragedia. Esa perfecta indiferencia ha sido motivo de incontables teorías. Auden la considera una muestra de cómo todo sufrimiento es esencialmente personal, imposible de comprender por quien no lo experimenta.

Otra explicación es posible, sin embargo: ¿se encuentra en verdad Ícaro en la pintura de Bruegel, o es sólo un elemento imaginario, sin conexión alguna con el resto de la imagen? ¿Son, las percepciones de Julius, en Open City, ficciones semejantes, parte de un laberinto en el que el propio narrador se halla perdido, sin distinguir a ciencia cierta realidad de invención? Cuando, al final de la novela, otro personaje acuse a Julius de un crimen, esa y otras preguntas continuarán a resonar en el lector, para quien la experiencia ofrecida por Cole habrá creado más enigmas que respuestas. La marca de un genio con futuro.

by María Helena Barrera-Agarwal

nació en Pelileo, Ecuador, en 1971. Es autora de  La Flama y el Eco: ensayos sobre literatura (2009); Mejía secreto: facetas insospechadas de José Mejía Lequerica (2013), Anatomía de una traición: la venta de la bandera (2015), Dolores Veintimilla, más allá de los mitos (2015), y de la edición crítica de las obras de Dolores Veintimilla (2016). Reside en Nueva York.

3 Replies to “Rara Avis”

  1. 2
    Sergi

    Y Teju Cole presentará ‘Ciudad abierta’, el 17 de septiembre (19.30h) en el CCCB, en Barcelona. El libro se pondrá a la venta el 7 de septiembre.

  2. 3
    Riandeh

    Gracias

    Digo yo que es posible que Hans Christian Andersen se basara en la «rara avis» («ave extraña») de las Sátiras de Juvenal para crear «El patito feo». Allá figura «rara avis in terris nigroque simillima cygno» («un ave rara en la tierra, y muy parecida a un cisne negro»). Y lo que son las cosas, siglos después los europeos se toparon con cisnes negros de verdad al llegar a Australia: http://es.wikipedia.org/wiki/Teor%C3%ADa_del_cisne_negro

    Saludos

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