Acapulco

Golden Hour ©Dyrk Wyst

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Estoy en el lobby de un hotel cinco estrellas en Acapulco. Voy a buscar el auto alquilado, lo dejé afuera del hotel para no pagar los 14 dólares de estacionamiento. Tengo las llaves en una mano y la valija en la otra. Se acerca un señor a preguntarme si quiero que busque mi auto pero le hago no con la cabeza. El se da vuelta para buscar otro huésped. Le brilla la piel por el calor de la mañana hirviente. Lleva la camisa reglamentaria, de un algodón blanco, pesado y con un prendedor de alas. Se pone las manos en la cintura. Podría tener los síntomas de alguna enfermedad y no hacerse ver hasta último momento. Tendrá unos 60, la edad en que las enfermedades silenciosas son mortales. No me sonríe, su espíritu servil me parece sincero, lo que redobla la apuesta de mi melancolía.

Camino hacia mi auto. En la calle, hay puestos de tacos y golosinas picantes, perfumes que entran en la nariz como por un colador. Los vendedores me ofrecen dulces y mariscos fritos. Cargo la valija en el baúl, me subo al auto y pienso en Pablo. Esa tarde de hace un año en que estábamos en El durazno. Fuimos a descansar, solo una semana, nuestras primeras vacaciones. El día estaba nublado y subimos a la cabaña porque yo tenía unas líneas de fiebre. Abajo había una hamaca paraguaya que se hamacaba sola y una parrilla que no pensábamos usar. Las camas estaban sin hacer y nos acostamos sobre los colchones de una plaza que juntamos para dormir pegados. Hicimos el amor. Vi que tenía los abdominales marcados y sentí que hacer el amor a la tarde en vacaciones era un buen síntoma. Los cuerpos se amoldan pero al principio todos sufrimos de una extrañeza frente a la humanidad del otro. Pablo es flaco pero nada desgarbado, usa una barba larga que parece más bien de plumas que de pelos. Es mucho menor e igual de desencantado que yo. Los ojos caídos en las puntas y unas pocas ganas generales de reírse a carcajadas. Tiene algunas marcas en la cara, el gesto de aguantar el llanto. Es el último hijo de una pareja gastada, el que hereda desde la ropa hasta las formas, y que no sabe quién es hasta que el recorte con el mundo lo define, pero lo define con errores, torpe y sin riendas. Un volcán de ira cuidando a una madre tonta de la angustia de los otros. Los novios tristes son una estafa, pero son los que me vienen tocando.

Pablo y yo hacíamos el amor trabados, sin deporte ni suavidad, confiando en la rutina. Las emociones violentas eran las discusiones de madrugada. Para nosotros coger era una descarga final, breve, el deber de la pareja.

El auto está caliente. Pelusas que explotan como coliflores a la luz del reflejo del sol. Me siento bien, me falta un vaso de agua pero estoy inspirada, estoy en la película de mi vida. Me acuerdo de ese tío que engañó a todos con el cuento de que estudiaba medicina. Decía que sacaba notas altas. Fueron cuatro años de festejarle la vida al futuro doctor. Tenía muchos amigos y también los había engañado. El día que lo descubrieron se compró el último libro de la colección de hematología, la especialidad que pensaba seguir en su carrera imaginaria. Es que él seguía con la mentira, y esa persistencia hizo dudar a todos, les hizo pensar que tal vez sí había estudiado. Se lo preguntaron en el comedor de familia judía que juega al póker los jueves. Su mamá apoyó el codo en la mesa y prendió un cigarrillo. No hay nada que hacer, nos metió el perro a todos.

El tiempo es como una valija cerrada. Todo lo que hay adentro del tiempo, o de la valija, puede comprimirse hasta la asfixia, o puede desplegarse en el aire, en los cuerpos, y hacerse ancho, como cuando abrimos la valija y no la volvemos a cerrar. Por eso, un segundo puede ser un año y un año, puede ser un pulóver.

2

Nunca se me había ocurrido que el sexo podía ser triste. Lo había leído en un reportaje. En ese momento, el sexo me parecía cualquier cosa menos triste. Lo triste es el después, ver las cosas como son, como los autos cuando los estacionás en la oscuridad y los buscás al amanecer: siempre están ubicados de otra manera. Cuando llegamos al hotel le dije “no tengo nada para ofrecerte”, entonces se sirvió un vaso de agua de la canilla y nos sentamos en la cama a charlar. Las sillas de la habitación estaban ocupadas por pilas de ropa, bolsos y bolsas de regalos. La malla húmeda colgaba de la punta de una mesa y en línea recta al piso se había formado un charco de agua, ahora seco. Me contó de su llegada a México, de cómo conoció a los otros músicos, me dijo que esa noche había una fiesta y que a él no le gustaba el espíritu de equipo, que prefería estar solo. Dijo “no me gusta que me quieran agarrar”. A mí qué me importaba.

Me di cuenta que él dormía muy profundo, respiraba hasta el fondo, porque se despertó y gimió tres veces, gimió con dolor, como volviendo los músculos a la vida. Seguía con los ojos cerrados pero se movía de vez en cuando. Le puse la mano en el pecho y me la sacó, como un reflejo. Si yo le gustara mucho tal vez no lo hubiera tenido. Todavía sonaba un random de una música que a la noche era promesa y ahora ruido. Yo no había acabado ni una sola vez. El ancho de su espalda era igual al de Pablo. Los cuerpos son como jardines. Se llamaba Ariel. La piel con la humedad justa. Lo conocí en un bar donde tocaba una banda de argentinos. Era el tecladista. Tocaba mirándome, ponía caritas, tomamos mezcal con un polvo rojo y picante. No estaba borracha, veía vidrioso. Quería tirarme a esta pileta. Fuimos a mi hotel porque mi amiga se quedó a dormir en otro lado. A él le gustaba dar y a mi me gusta dar, estábamos desparejos. Dejé que me tocara. Lo hizo despacio, me acarició las piernas, me apretó la carne entre las piernas porque entendió que para eso la tengo. Me dejó acostada y él se apoyó en su antebrazo y me miró un rato largo. Las aspas del ventilador salían de su cabeza. Era un jefe de tribu con ese plumaje pesado, un jefe algo joven e inexperto, pero de esos que se respetan. Respeté su momento de mirarme. Pablo había estado pensando en mí esa tarde. Hace tres meses que no nos vemos. Hubiera querido hacer algún viaje con él más largo, hubiera querido leer sus textos, hacer algo por su desesperación más que los reproches. Al principio de la relación, encontramos una fórmula para decir te amo sin decirlo, nos decíamos tao tao. Yo manejaba mi auto y él el suyo, y siempre quedaba atrás mío. Una tarde, lo miré por el retrovisor y le dije tao tao, y él se rió.

El tecladista me penetra como me gusta, lento. No llega hasta el fondo, se guarda el diamante para el final. Lo mira a los ojos. Me envuelve los hombros con un solo brazo y se mueve en círculos. Lo hace por intuición, por arrojo, como si fuera la primera vez que se anima. Entra un calor seco por la ventana. Abajo el piano bar típico de los resorts. Se escucha el repique de la vajilla y algunos pasos lentos. Estamos en el segundo piso. El mar cerca pero silencioso. Me muevo con él, le enseño mi ritmo, subo la pelvis. Lo beso con baba, lo agarro del cuello, me gusta ir a ciegas. Me siento bien con él adentro, pienso que la vida es una sucesión de garches que definen el paso del tiempo, la espesura. Quiero estar sola para pensar bien en todo lo que está pasando. Cambiar de canal y pedir room service. Hubo un proyecto y se murió pronto. Había pensado que se podía pasar por alto algunos detalles, como el sexo complejo o los cambios de humor, o los duelos mal hechos.

Ahora las olas. Era un problema de afinar el oído, de callar un poco las voces que se juntan en la frente y me hablan. Pablo también había creído eso. Pero también quería verme con otros, prefería verme en el mundo y yo prefería estar con él en la cama, mirando el espacio entre la pared y el techo. Pablo me prefiere a la distancia, eso seguro. Le gustaría estar viendo esto. Voy a intentar disfrutarlo. Lo que tardamos en acomodarnos en el ritmo instaló una suerte de rutina. Nos pareció bien esta cadencia, ninguno es amigo de los cambios pero por alguna razón decidí darme vuelta. Lo hice con él adentro, subí la pierna a la altura de su cintura, giré y me puse boca abajo y esperé que él acabara. Fue rápido. Después nos dormimos y la mañana.

Manejo hasta el restaurante donde me espera mi amiga. Tenemos que devolver el auto y volver a la ciudad. Tenemos nuestros chistes y canciones, covers de los ochenta que remixamos con los hits del viaje. Nos reímos con ganas hasta ahogarnos, sobre todo en las curvas que me dan vértigo. Todavía voy a estar una semana en la ciudad y quisiera que fuera un año. Desayunamos huevos y sándwiches con banderas en sillas colgantes de madera. Chequeamos los mails y comentamos que los amigos le festejan a los conocidos, pero nunca a los propios amigos. Es como la familia, es difícil reconocerle cosas, se ven las miserias muy de cerca. A mi familia no le importa que yo escriba, por eso voy a escribir cualquier cosa sobre ellos, le dije. Mariana me parece hermosa. Es tan fácil hablar con ella, hacerla reír, hacerla sufrir. Me cuenta sobre su noche. Un casi adolescente que le hablaba de los crímenes de Taxco, a ella le interesó de verdad y le siguió la corriente hasta que él la llevó a conocer la carpa que usan los bañeros en la playa y se dieron un beso con mucha lengua en la arena agujereada pero nada más. No pasó nada. Una suerte de desentendimiento que los dos aprovecharon a favor de la noche. Abrazados, se quedaron en silencio.

by Florencia Monfort

nació en Buenos Aires en 1976. Es periodista del diario Página 12 y cuentos suyos se incluyeron en las antologías Historias de mujeres infieles (Emecé, 2008), El amor y otros cuentos (RHM, 2010) y Panorama. Nueva Narrativa Argentina (Interzona, 2012).

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