La muerte de la señora Durance

En el valle se rumoreaba que las dos chicas de los Durance se marcharon, pero que solo una de ellas se había molestado en regresar. La gente no habría sabido decir cuál de las dos, puesto que ambas eran distantes y tenían un gran parecido, morenas y bastante altas. Hasta en el periódico local se produjo cierta confusión. No eran la clase de chicas cuyos nombres se oían en voz alta por las calles, una amiga saludando a otra a gritos en medio de la excitación que acompañaba a los días de hacer la compra en Kempsey. Antes de la guerra fue la mayor – ¿o quizás no fue ella? – la que se quedó en casa con sus padres. De modo que fue la pequeña, ¿no? La que era un poquito más baja, en todo caso. Esa fue la que se llevó a su madre, a la señora Durance, de visita al médico, a Sydney. ¿Pero qué podían hacer los médicos de la calle Macquarie?

***

Tras una travesía nocturna, un tanto agitada, rumbo al sur a bordo del Currawong, la señora Durance se quedó finalmente dormida en las cercanías de Broken Bay, y luego tuvo que despertarla un camarero que le llevó una taza de té – Sally se hallaba en cubierta en aquel momento, para sentir la experiencia de la aproximación a Port Jackson – a medida que el vapor entraba por los dos cabos que flanqueaban la bahía de Sydney. A madre e hija les dio tiempo de tomarse una taza de té en el muelle de Sydney en Darling Harbour, antes de que Sally la llevara, todavía exhausta, a la consulta del especialista en la calle Macquarie. Tras un examen por parte de aquel hombre eminente, la envió de su despacho a la acera opuesta de la calle Macquarie al Hospital de Sydney para que le hicieran unos rayos X. Mientras esperaban a que revelaran las placas y las estudiaran, ella y Sally fueron a ver a Naomi, la otra hija, la que era considerada un poco ostentosa – el Hospital de Distrito de Macleay no era lo bastante bueno para ella – y que llevaba ya unos años viviendo en Sydney.

Tom Roberts, Sydney Harbour from Milson’s Point, 1897

Aquella tarde fueron juntas a hacerse una merendola de aúpa en Cahill’s, cuando ni la madre ni ellas sabían lo que a aquella hora estaban descubriendo los hombres expertos que leían los secretos internos del cuerpo a partir de fotografías. Ellas sabían que en lo que ella les decía había minimizado el dolor. Sabían que era muy reservada respecto a la magnitud de sus hemorragias, y la orina que salía por el orificio equivocado.

Aquella noche Naomi las alojó en su pequeño apartamento – Mamá compartió cama con Naomi, Sally durmió en el sofá. Podrían haberse quedado en la casa de la hermana pequeña de la señora Durance en Randwick, pero ésta todavía no quería compartir las nuevas de sus problemas con su hermana. Tanto Sally como Naomi se despertaron oyendo los gemidos sofocados de su madre. Mas una ambición cortante parecía declararse en el ímpetu con el que Naomi se puso a la mañana siguiente el uniforme y su capa escarlata para acudir a cumplir con su deber en el Hospital Royal Prince Alfred.

Escrito en los gestos y en los largos huesos de Naomi Durance había habido siempre algo más grande que sus inicios. Hasta sus padres lo sabían. Ella los había dejado para irse a la gran ciudad, pero en la justa medida en que ellos eran jactanciosos, presumían de ella. Sally trabajaba a apenas tres millas de su casa, al otro lado del río, en el Hospital de Distrito de Macleay. Tenía su mérito, nadie lo dudaba, y su lealtad. Pero en la granja de los Durance eran las noticias de Naomi las que provocaban un brillo en sus ojos.

De modo que se trataba de cáncer cervical, le dijo el médico a la señora Durance a la mañana siguiente. No había posibilidad alguna de operar, porque sería una operación muy larga, dolorosa y peligrosa, y no tenía ninguna esperanza de poder eliminar todo el cáncer. Los procedimientos quirúrgicos se recomendaban en las fases iniciales, principalmente. Mientras que ya había tenido lugar la metástasis, según mostraban los rayos X. Si descansaba bien y comía mucha fruta, le dijo el doctor, podía esperar vivir al menos durante un año. ¿Con que era la esposa de un vaquero? Pues se acabó eso de batir la mantequilla, le dijo, y eso de ordeñar las vacas de buena mañana. Le dio una receta para una medicina contra el dolor, eso le dijo. Le iba a escribir a su médico de cabecera en Macleay para que ella lo llevara con más comodidad.

Es usted afortunada por tener dos hijas que son enfermeras tituladas, le dijo.

Lo soy, respondió ella, radiante de orgullo, pero amedrentada por el dolor.

A la noche siguiente, ella y Sally tomaron el viaje regular de regreso a casa en el Currawong. Naomi fue a despedirlas desde Darling Harbour, a la sombra de los vergonzosos barrios bajos de The Rocks, desde donde la peste bubónica se había descontrolado cuando eran chicas, y había viajado hacia el norte en el Currawong en una rata, acurrucada en una caja de mobiliario, provocando un pequeño brote en Kempsey que mató a un jovenzuelo, a la esposa de un granjero y a una enfermera de la sala de apestados del Hospital de Distrito de Macleay. Naomi esperó en su pequeño camarote hasta que se produjo la última llamada para bajar a tierra, y entonces se quedó en el muelle a agitar un fútil pañuelo. Podría haber simbolizado uno de esos desgarradores cuadros de una despedida de emigrantes.

Arthur Streeton, Sydney Harbour, 1907

Es tan bonita, ¿no es verdad, Sally?, preguntaba la señora Durance, apoyándose sobre la barandilla a causa del dolor más que en un gesto de lánguida navegante. Tiene tanto donaire, ¿no es verdad?

El pañuelo, más luminoso que el rostro de Naomi, todavía se agitaba cuando alcanzaron la corriente oscura en Dawes Point. La gente del campo hacía ese gesto de agitar el pañuelo, y los delataba como pueblerinos, pero Naomi, que había visto mundo, se arriesgó aquella noche. Había prometido que iría a casa con tanta frecuencia como pudiese para ayudar a Sally. Pero que seguiría siendo una mujer de ciudad, eso estaba fuera de toda duda.

Fue una noche fría, y además la señora Durance se resfrió y volvió a costarle mucho tiempo quedarse dormida. Otra vez Sally salió a cubierta al amanecer y miró la ondulación azul de la marea que rompía en la arena amarillenta de Trial Bay y arrastraba suficiente agua por los bajos del río para que el Currawong pudiese entrar.

Durante seis meses la señora Durance se comió la fruta y se sentó al sol en la terraza. Mas el cáncer la poseía por las noches. Sally todavía trabajaba durante el día en el hospital, pero ahora dormía haciendo guardia en la misma habitación que su madre, mientras que su padre se había mudado a un cobertizo anexo en la parte trasera de la casona. Sally tenía que administrarle un octavo de grano de morfina por vía hipodérmica cuando la valiente pero reticente señora Durance confesaba, de uno u otro modo, estar desesperada por el dolor. Naomi se tomó unas vacaciones y vino a casa de visita, dándole así un respiro a su hermana en aquel régimen. Además, el señor Durance le pagaba a la hija del señor Sorley para que se sentase con la señora Durance durante el día, y él mismo también le prestaba alguna atención. Desde el momento en que al señor Sorley lo había matado un cedro autóctono – el cual, cuando lo talaban, caía hacia los lados en vez de caer hacia adelante – los hijos de los Sorley estaban siempre dispuestos a trabajar.

Sally observó con mayor claridad que, aunque tanto la madre como el padre eran almas castas, Eric Durance actuaba en el dormitorio como si su mujer y él fuesen solamente conocidos. Parecía temer que lo viesen como a un intruso. Siempre había habido como una distante cortesía entre sus padres. Sally sabía que se la habían contagiado a Naomi, y a ella también. Puede que fuera una de las razones por las que Naomi se había marchado, con la esperanza de que, en un escenario distinto, pudiese tener un espíritu diferente, más sencillo.

La señora Durance padecía tanto dolor por las noches que con frecuencia le decía a Sally que estaba rezándole a Dios, para que le diese la muerte. Que la señora Durance dijese cosas tan extraordinarias y dramáticas – dado que siempre había desdeñado la exageración – solamente podía ser resultado de la más violenta de las angustias. Al séptimo mes de aquello, Naomi regresó de Sydney una vez más para sentarse junto a su madre durante el día y compartir las guardias nocturnas.

La segunda noche que Naomi llevaba en casa, Sally durmió en su propio dormitorio mientras que Naomi ocupó la cama plegable en el dormitorio de la señora Durance, una superficie de lona que ni la mejor manta podía amortiguar. Se suponía que Naomi tenía que despertar a Sally a las cuatro para que la reemplazase, pero no dio los golpecitos de rigor en la puerta de Sally hasta cerca del amanecer. Llevaba puesto un vestido y unas botas, y sus ojos parecían irritados por torrentes de lágrimas.

Mamá nos ha dejado, le dijo. Lo siento, nos ha dejado. Fui corriendo adonde los Sorley, y le pedí al chico que fuese al pueblo, a buscar al doctor Maddox.

Sally balbuceó confundida por un amargo dolor, y se alejó para enseguida derrumbarse en el vestíbulo. Naomi la tomó por los hombros y la miró cara a cara. En los ojos de Naomi había una conspiración, que hasta entonces había sido solo suya. Tenía los ojos de haber colaborado en un asesinato. En ese instante compartieron su misericordia, y el delito las unió tan completamente que dejaron de ser enfermeras de ciudad y de campo para ser hermanas gemelas otra vez, nacidas de un mismo útero y viviendo bajo el mismo techo.

No me despertaste cuando era mi turno, dijo Sally.

No era necesario, afirmó Naomi con franqueza, sus ojos fijos en la otra. Se fue antes de que fuese hora de despertarte.

Déjame verla.

Ya la he lavado; la he dejado preparada.

¿Sin mí?

Quería que durmieses. He quemado los camisones y los trapos que usaba, y he recogido todos los tónicos, y he machacado las botellas hasta no dejar nada. En particular, el mejunje ese de ruibarbo en el que la señora Sorley confiaba a ciegas.

Era verdad: se podía oler un dejo de humo en el aire.

Condujo a su hermana de la mano, y cruzaron el vestíbulo hasta el dormitorio en el que ambas habían sido concebidas. La casa entrañaba oscuros pasillos que ambas querían y odiaban, que las atraía más al hogar, pero Naomi había demostrado que también eran vías de escape.

Allí estaba su madre, su rostro ceniciento, ya preparada, serena, y la niña que fue en algún tiempo era visible otra vez en aquellos rasgos, ahora liberados del dolor.

Sally se oyó a sí misma chillar, fue hasta donde yacía el cuerpo de su madre y lo besó en la cara. La piel de la difunta cedía a esa presión de un modo diferente. Estaban ya más allá del dolor, pero también más allá del afecto. Le besó la mano. Olía al jabón fragrante con que Naomi había lavado el cadáver. Era también una evidencia de la muerte. La madre viva olía al jabón de uso diario, a jabón común. Se encontró de pronto de rodillas, acariciando todavía la mano, mientras Naomi quedaba detrás de ella, por encima. Naomi, que siempre había presumido de hacer las cosas la primera. Como había ocurrido siempre, Sally no sabía si odiarla y sacarle los ojos, o si postrarse llena de gratitud y admiración. Mientras estaba allí de pie, con un propósito fijo en la mente, reparó en la aguja hipodérmica, en la solución de morfina que habían elaborado con las píldoras recetadas en realidad por el doctor Maddox, y las tabletas empaquetadas sin usar en caso de que el viejo doctor quisiera inspeccionarlas o reintegrarlas a sus existencias.

Se fue al tocador, y allí fue la pérdida representada por el cepillo de madreperla que todavía tenía los cabellos de su madre lo que la quebrantó. Ella sabía en qué cajoncito guardaba su madre su comedido lápiz de labios rosado y su maquillaje beis.

Sí, le dijo Naomi, ponle un poco de maquillaje en la cara, la pobrecita.

Se trataba de un ruego – no de una orden – de modo que Sally se puso manos a la obra.

La reserva de morfina robada, que ella misma había preparado para terminar con su madre, había estado guardada en el armario de las toallas y la ropa blanca del vestíbulo. ¿Cómo la había encontrado Naomi? Podía una apostarse que la solución que Naomi había confeccionado e inyectado por misericordia ya había sido derramada, y que las ilícitas tabletas sobrantes que Sally había birlado del Hospital Regional de Macleay habían sido consignadas a la hoguera, junto al tónico de ruibarbo. A Sally – que le estaba poniendo el colorete a las mejillas de su madre – le pareció que entre ella y Naomi iba creciendo un conocimiento, y sin necesidad de que se miraran la una a la otra. Ayer habían sido casi extrañas. Ahora estaban alteradas. Se les imponía una clase diferente de reserva, y la intimidad era también nueva.

¿Se ha levantado Papá?, preguntó Sally. ¿Ya lo sabe?

Aún no. Estaba asustada. ¿Se lo decimos dentro de un rato? Quizás mejor dejar que el pobre descanse unos pocos minutos más.

Puesto que tendría que ordeñar las vacas, incluso en la mañana de la muerte de su mujer.

Sally se dio cuenta de que le resultaba difícil dar la cara. Naomi –quien había intentado evitar el peso del hogar y la mácula de la enfermedad– ya se había quitado ese peso de encima. Se había posicionado en el extremo más alejado de la cama, enfrente de donde Sally, de rodillas, le seguía poniendo a aquellos pobres rasgos aliviados la cantidad de color que sería juiciosa a los ojos de los metodistas. Naomi dijo: hasta que vine a casa no tuve ni idea de lo malo que era el asunto. Todo su mundo era dolor. No podía ver otra cosa. Pues ya no es así.

Sally estaba absorta en su madre.

Fue fácil robar lo que te hacía falta, Mamá. Arranqué dos páginas del libro de registro de drogas –otras enfermeras que habían llevado el archivo de las drogas ya habían hecho extirpaciones parecidas, porque no les gustaban que algunas de las anotaciones estuvieran en blanco o mal escritas. Luego, por ti, Mamá, copié las dosificaciones en páginas nuevas, añadiendo una dosis extra de un grano de morfina en un caso y en otro, hasta crear dos granos fantasmas de morfina, que saqué del armarito de las drogas, y te las traje aquí a casa. Es muy improbable que con el paso de los meses el médico o la enfermera jefe recuerden una dosis específica. Pero me da igual si lo hacen.

Había escondido las tabletas detrás de la ropa de cama en el armario del vestíbulo. Esos dos granos, al mezclarlos en solución e inyectarlos se llevarían la enfermedad y el estorbo de soportar todos aquellos tratamientos inútiles. Penetrarían en el cuerpo y detendrían el mecanismo de la agonía. Y ya lo habían hecho.

Le plantó un beso a su madre en la frente antes de adornarla con el maquillaje. Eric Durance quedaría asombrado de la belleza de su mujer en la muerte.

Naomi confesó: le di medio grano y entonces nos dimos un beso y nos agarramos con fuerza de las manos, aunque tuve que tener cuidado de no romperle los huesos. Y entonces se fue.

¿Y tú estabas junto a ella?, dijo Sally.

Las dos sabían lo raro que era que un paciente expirase mientras la enfermera estuviese allí a su lado, observando y tomando su mano. Los muertos se morían casi en secreto.

Fue la buena fortuna, le respondió Naomi sin inmutarse, pero sin molestarse en mirarla a los ojos. Lo quiso la buena fortuna, que yo estuviese allí.

Una vez más, Sally estaba asombrada de que Naomi hubiese hecho lo correcto: ¡Esa cosa tan difícil, pero llena de amor y fuerza, que ella, Sally, había querido hacer! Ni siquiera en esto iba a dejar que la eclipsasen, pensó Sally, medio enfadada. Pero Naomi estaba allí porque había encontrado el alijo secreto, y acometió la carga de acallar el resuello de su madre hasta la nada. Esa pérdida solemne y la satisfacción eran la orden del día –Mamá había quedado libre ya de un mundo al que nunca parecía haberse acostumbrado desde que ellas habían nacido. Y en cuanto a sus hijas, debían ahora acostumbrarse a algo nuevo. A un nuevo amor, un nuevo odio y una vergüenza recíproca.

Para entonces, los caminos ya se habían secado, y el doctor Maddox llegó en su auto a media mañana. El pueblo –que nada sabía de medicina– le tenía mucha estima por su amabilidad y puntualidad, y porque no se daba aires en un lugar donde un médico podía hacer de gran brujo con mucha facilidad. Mas el personal del hospital sabía que él era uno de esos borrachines que sabía llevarlo bien, y que algún suceso inolvidable y dañino le había llevado hasta allí. Aunque solamente ejercía la cirugía cuando los otros médicos del pueblo no estaban disponibles, cuando estaba sobrio seguía siendo mejor cirujano que la mayoría de los médicos rurales. Era en las cosas accesorias donde mostraba su negligencia: en el papeleo, incluidos los certificados de defunción. En general, el método que empleaba en el pueblo era ocultarlo todo tras un aire de hermandad universal y exhalar un aliento impecablemente mentolado por encima de los lechos de los enfermos del distrito. Aquel sábado por la mañana el doctor Maddox acudió a acercar su rostro al rostro muerto de la señora Durance, y a preguntarle a Naomi por la última de las inyecciones, y que cuántos granos, y a aceptar su explicación y luego musitar, “Una buena mujer, pobrecita.” Luego se dispuso a preparar un certificado médico –que le enseñó a Naomi y a Sally, y el cual decía que la señora Durance había muerto de cáncer, nefritis y exinanición. Había habido en el valle muchas personas a las que el doctor Maddox certificó como fallecidas por causa de nefritis y exinanición. Nefritis y exinanición constituían el veredicto citado en ambas orillas del río, y mucho más al interior, en las boscosas colinas azuladas donde acampaban los leñadores, y que siempre se morían de nefritis y exinanición, a no ser que les cayese un árbol encima. Los granjeros que habían tomado veneno para escapar de los bancos también tenían los certificados de defunción redactados compasivamente por Maddox con esa redentora fórmula.

La mañana de aquella muerte, tomando el té que Sally preparó mientras evitaba que sus ojos se desviasen en dirección a Naomi, el doctor Maddox se sentó en la mesa de la cocina y habló un rato con el padre de las chicas –lo que dijo en realidad fueron murmullos de hombre, algo incómodos e insustanciales. El padre lo escuchaba con el rostro dominado por sus rasgos mudos y profundos, el mismo semblante con que acometía sus trabajos. El dolor todavía no había desmoronado sus facciones; pero de algún modo prometía hacerlo muy pronto.

by Thomas Keneally

es autor de libros de ficción y de historia. Sus obras más recientes son Three Famines, Australians: Eureka to the Diggers y la novela The People’s Train. 'La muerte de la señora Durance’ es el primer capítulo de su más reciente publicación, una novela titulada The Daughters of Mars.

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