Baader Meinhoff

Ulrike Menhoff ©Gerhard Richter

***

Sabía que había alguien más en la sala. No se oía ningún ruido en absoluto, pero tenía el presentimiento de que había alguien detrás suyo. Percibía un tenue movimiento en el aire. Había estado sola por un rato, sentada en un banco en el centro de la galería con las pinturas, una serie de 15 lienzos a su alrededor. Se sentía como una visitante en una capilla mortuoria, cumpliendo su turno para cuidar el cuerpo de un pariente o un amigo.

Esto es lo que se suele llamar “la visita” previa al funeral, pensaba. Ahora miraba a Ulrike, la cabeza y la parte superior del cuerpo, el cuello quemado por la cuerda, aunque no sabía a ciencia cierta qué tipo de instrumento se había utilizado como horca.

Escuchó a otra persona caminar hacia el banco, era un hombre con paso pesado que arrastraba los pies. Se levantó y se paró ante la imagen de Ulrike, una de las tres imágenes de la serie. Ulrike aparecía muerta en cada una de ellas, tirada en el suelo de su celda, de perfil. Los lienzos variaban en tamaño. El realismo del retrato de la mujer, la cabeza, el cuello, la marca de la cuerda, el pelo, los rasgos faciales, fueron pintados cuadro a cuadro, con tonalidades entre lo oscuro y la mortaja. Un detalle aparecía más claro aquí que allí. La boca, que se veía más borrosa en una pintura, se advertía casi natural en otra. Todo era asistemático.

“¿Por qué piensas que lo hizo de este modo?”

No se giró para mirarlo.

“Tan oscuro, sin colores.”

Ella dijo “No lo sé” y fue hasta la siguiente serie de imágenes, llamada Hombre con disparo en el suelo. Este era Andreas Baader. Pensó en él por su nombre completo o apellido. Pensó en Meinhof. Vio a Meinhoff sólo por su nombre de pila, Ulrike, y lo mismo hizo con Gudrun.

“Estoy tratando de pensar qué pasó con ellos.”

“Se suicidaron. O el Estado los asesinó.”

“El Estado”, repitió él. Y después lo dijo de nuevo, en voz baja, en un tono de melodramática amenaza, tratando de encontrar la frase que podría ser más adecuada. A ella le hubiera gustado enojarse pero en lugar de eso sentía un vago disgusto. No era así como usaba este término -Estado- en el sentido exclusivo de “monopolio del poder público”. Ese no era su vocabulario.

Las dos pinturas de Baader muerto en su celda eran del mismo tamaño, pero el tema era abordado de manera un poco distinta. Y esto es lo que ella hacía ahora: concentrarse en las diferencias, el brazo, la camisa, el objeto desconocido en el borde del marco, la disparidad o la incertidumbre.

«No sé qué pasó», dijo. «Sólo estoy diciendo lo que cree la gente. Fue hace 25 años. No puedo imaginarme cómo debe haber sido Alemania en aquellos años, con todos esos atentados y secuestros.»

“¿Hicieron un pacto, ¿no te parece?” dijo él.

“Algunas personas creen que fueron asesinados en sus celdas.”

“Hicieron un pacto. Eran terroristas ¿O no? Cuando no están matando a otras personas, se matan entre sí” dijo él.

Miraba a Andreas Baader, primero en una pintura luego en la otra y de vuelta en la pintura anterior.

“No lo sé. Tal vez en cierto modo es algo todavía peor. Algo mucho más triste. Hay tanta tristeza en estas imágenes.”

“Hay una que está sonriendo.”

“Esta era Gudrun», dijo ella, señalando una pintura llamada La confrontación 2.

“No sé si eso es una sonrisa. Podría ser una sonrisa.”

“Es la imagen más iluminada de toda la sala. Tal vez de todo el museo. Está sonriendo” dijo él.

Se volvió para mirar a Gudrun a través de la galería y vio al hombre en el banco, estaba medio girado hacia su dirección, con un traje con corbata sin nudo. Era prematuramente calvo. Sólo lo miró fugazmente. Él la miraba, pero ella estaba viendo más allá de él a la figura de Gudrun con una bata de prisión, de pie contra una pared y, muy probablemente, sonriendo. Sí, en el lienzo del medio. Tres pinturas de Gudrun: tal vez sonriente, sonriente, y, posiblemente no sonriendo.

“Se necesita una formación especial para ver estas imágenes. No puedo diferenciar unas pinturas de otras”.

“Sí que se puede. Basta con mirar. Hay que mirar,” dijo ella.

Notó un leve tono de reprimenda en su propia voz. Se acercó a la pared del fondo para mirar la pintura de una de las celdas de la cárcel, con unas estanterías tan altas que cubrían casi la mitad de la tela y una forma oscura, fantasmal, que podría haber sido una chaqueta en una percha.

“Usted es una estudiante de grado. O enseña arte», dijo él. «Francamente, yo estoy aquí sólo para pasar el rato. Esto es lo que hago entre una entrevista de trabajo y otra.”

No quería decirle que había estado en la galería los últimos tres días seguidos. Se acercó a la pared adyacente, un poco más cerca de su posición en el banco. Entonces, ella se lo contó.

“Eres una inversora. O una socia de la galería.”

“No soy una socia.”

“Entonces enseñas arte.”

“Yo no enseño arte.”

“Quieres que me calle. Cállate, Bob. Sólo que mi nombre no es Bob».

En la serie también había una pintura con unos ataúdes que eran trasladados a través de una gran multitud pero que al principio ella no sabía qué eran exactamente. Y le llevó un buen rato ver a la multitud. Allí estaba, una mancha cenicienta en su mayor parte, con unas pocas figuras en el primer plano de centro-derecha, discernibles como individuos en pie, de espaldas al espectador, y luego había una pausa en la parte superior del lienzo, una franja de tierra pálida y después otra masa de gente o árboles. Le llevó un poco de tiempo entender que los tres objetos blanquecinos cerca del centro de la imagen eran los ataúdes llevados en andas a través de la multitud.

Allí estaban los cuerpos de Andreas Baader, Gudrun Ensslin y un hombre cuyo nombre no podía recordar. Le habían disparado en su celda. Baader también había sido fusilado. Gudrun se había ahorcado. Sabía que esto había pasado cerca de un año y medio después de Ulrike, quién había muerto en mayo de 1976.

Dos hombres seguidos por una mujer con un bastón entraron en la galería. Los tres se pararon a leer el material explicativo de la exposición.

El lienzo con los ataúdes tenía otra cosa que no era fácil de encontrar. Ella no lo había detectado hasta ayer, el segundo día y fue impresionante una vez que lo descubrió. Ahora era algo ineludible, un objeto en la parte superior de la pintura, a la izquierda del centro, un árbol tal vez, con la forma rugosa de una cruz.

Al oír a la mujer del bastón moviéndose hacia la pared opuesta, se acerco más al lienzo. Sabía que estas pinturas estaban basadas en fotografías, pero nunca las había visto y no sabía si había un árbol desnudo o muerto más allá del cementerio. Consistía en un tronco delgado con una sola rama restante o, quizás, dos ramas formando una pieza transversal cerca de la parte superior del tronco.

“Dime lo que ves. Sinceramente. Quiero saber.”

Entonces entró un grupo dirigido por un guía, ella se volvió por un momento y los miró mientras observaban la primera pintura del ciclo, un retrato de Ulrike, donde parecía una mujer mucho más joven, casi una niña, muy lejana y melancólica, con su mano y su rostro medio flotando en la sombría oscuridad a su alrededor.

“Ahora me doy cuenta de que el primer día lo único que hice fue apenas mirar. Pensé que estaba buscando algo, pero sólo estaba adquiriendo una idea desnuda de lo que hay en estos cuadros. Ahora estoy empezando a ver.”

Se quedaron juntos mirando los ataúdes, los árboles y la multitud. El guía empezó a hablar al grupo.

“Y ¿qué es lo que sientes cuando miras las pinturas?” dijo él.

“No lo sé. Es complicado.”

“Porque yo no siento nada.”

“Creo que me siento desamparada. Estas pinturas me hacen sentir muy desamparada.”

“¿Para eso has estado aquí tres días seguidos? ¿Para sentirte desamparada?”

“Estoy aquí porque me encantan estas pinturas. Cada vez más. Al principio estaba desconcertada, y sigo estándolo un poco. Pero ahora sé que me encantan.”

Era una cruz. Ella la vio como una cruz y eso le hacía intuir que, para bien o para mal, había un símbolo del perdón en la pintura, y que los dos hombres y la mujer, los terroristas, y Ulrike antes que ellos, la terrorista, no estaban más allá del perdón.

Pero ella no le contó que había una cruz en las pinturas al desconocido que tenía a su lado. No quería un debate moral sobre el tema. Sabía que no se estaba imaginando esa cruz entre algunos trazos aleatorios de pintura, pero no quería escucharlo planteándole dudas existenciales.

Fueron a un bar y se sentaron en un taburete, a lo largo de un estrecho mostrador que medía lo mismo que la ventana del frente. Ella miró a la multitud en la Séptima Avenida. Medio mundo corría de un lado a otro y apenas sabía qué era lo que estaba comiendo.

“Me perdí la subida del primer día,” dijo él, “cuando las acciones se elevaron fabulosamente hasta un 400 por ciento en un par de horas. Cuando llegué al mercado de inversión, este resultó débil, y más débil.”

Como los taburetes estaban todos ocupados, la gente comía de pie. Ella sólo quería irse a casa y chequear sus mensajes telefónicos.

“Tengo algunas entrevistas. Me afeito todos los días. Sonrío. Mi vida es un infierno,” dijo él, masticando suavemente mientras hablaba.

Ocupó más espacio en el taburete. Era un hombre alto, algo disoluto y despreocupado. Alguien pasó junto a ella para coger una servilleta del dispensador. No tenía ni idea de lo que hacía quedándose allí, hablando con ese desconocido.

Entonces él le dijo: “No tienen nada de color. Carecen de sentido.”

“Lo que ellos hicieron sí que tenía sentido. Fue un error pero no era algo ciego o vacío. Creo que el pintor estaba investigando en esto. ¿Y por qué terminó todo de esa manera? Pienso que eso es lo que se está preguntando. Todos terminaron muertos.»

“Pero ¿de qué otra forma podría haber terminado? Dime la verdad” dijo él. “Tú eres la que enseña arte a niños discapacitados.”

No sabía si esto era interesante o cruel pero se vio a sí misma en la ventana, luciendo una sonrisa a regañadientes.

“Yo no enseño arte.”

“Aunque esto es un fast-food, estoy tratando de comer lentamente. Tengo la próxima entrevista a las tres y media. Por favor, come despacio y dime que enseñas arte.”

“Que no enseño arte.”

No le contó que ella también estaba sin trabajo. Se había cansado de describir su puesto de administrativa en una editorial de material educativo. Además, ¿para qué hacer el esfuerzo? pensó, ahora que el trabajo y la empresa no existían más.

“El problema es que comer lentamente va en contra de mi naturaleza. Tengo que recordármelo. Pero aunque me lo recuerde constantemente no puedo lograrlo.”

Sin embargo, esa no era la razón. No le contó que ella también estaba sin trabajo, para no plantearle una situación en común sobre la cual charlar. No quería eso, dirigir la conversación hacia la simpatía mutua o la complicidad. Mantenía la distancia.

Bebió su jugo de manzana y miró a la multitud en movimiento. Le parecía reconocer las caras por medio segundo. Y luego, en mucho menos tiempo, caían en el olvido.

“Deberíamos haber ido a un restaurante de verdad. No se puede conversar aquí. Se nota que tú no te sientes muy cómoda.”

“No, estoy bien. Sólo que en este momento tengo un poco de prisa.”

Él parecía tener en cuenta esto, pero luego lo rechazó, sin desanimarse. Ella pensó en ir al baño pero luego lo descartó. Recordó la camisa del hombre muerto, la camisa de Andreas Baader. Sucia o ensangrentada en una imagen más que en la otra.

“Tienes una entrevista a las tres”, dijo ella.

“A las tres y media. Pero falta mucho todavía. Ese es otro mundo, uno donde me arreglo la corbata, entro y les digo quién soy». Se detuvo un momento y la miró. «Se supone que tienes que contar realmente quién eres.”

Ella se vio a sí misma sonriendo pero no dijo nada. Pensó que tal vez la marca de la cuerda en el cuello de Ulrike no era una marca sino la cuerda misma, si se trataba de una cuerda, aunque podía ser un alambre, un cinturón o algo más.

“Esa era tu línea: “¿Quién eres tú?” Te tendí maravillosamente una trampa pero no lo pillaste” dijo él.

Habían terminado de comer pero todavía no habían vaciado sus vasos de papel. Hablaron de los precios de los alquileres en los diferentes barrios de la ciudad. Ella no quería decirle dónde vivía. Era a sólo tres cuadras de allí, en un edificio con la fachada de obra vista, cuyas limitaciones e incomodidades comprendía como la textura de su propia vida, a diferencia de las quejas de todos los días.

Entonces ella se lo dijo. Estaban hablando de sus lugares favoritos para correr y andar en bicicleta, y él le contó dónde vivía y cuál era su ruta habitual para correr. Luego ella le comentó que su bicicleta había sido robada del sótano de su edificio. Y cuando él le preguntó dónde vivía, ella se lo dijo más o menos con indiferencia, mientras él se bebía su refresco de dieta y miraba por la ventana, o tal vez dentro de ella, a sus débiles pensamientos reflejados en el cristal.

Cuando salió del baño, él que estaba de pie en la ventana de la cocina como si esperara concretar una panorámica. No había nada ahí, sólo restos polvorientos de mampostería y vidrio. Era la parte trasera del edificio industrial de la calle contigua.

Era un apartamento tipo estudio, con la cocina sólo parcialmente cerrada y la cama en un rincón. Era más bien pequeña, sin postes ni cabecera, cubierta con una radiante manta bereber, el único objeto en la habitación que le daba un toque de ligera distinción.

Sabía que tenía que ofrecerle un trago. Se sentía torpe, inexperta, estaba desacostumbrada a las visitas inesperadas. Dónde sentarse, qué decir, era asuntos a considerar. No mencionó la ginebra que guardaba en el congelador.

“¿Cuánto tiempo has vivido aquí?”

“Un poco menos de cuatro meses. He sido un poco nómada estos meses”, dijo ella. «Sub-alquilando, viviendo en casa de amigos, siempre a corto plazo. Todo eso desde que el matrimonio fracasó.»

“El matrimonio” dijo él.

Lo dijo en una versión modificada del tono barítono que había usado antes para decir «el Estado».

«Nunca he estado casado. ¿Puedes creerlo? La mayoría de mis amigos de mi edad lo están. Todos ellos, de verdad. Casados, con hijos, divorciados, con hijos. ¿Quieres tener hijos algún día?»

“Algún día. Sí, creo que sí.”

«Cuando pienso en los hijos, me siento egoísta por tener tantas dudas acerca de tener una familia. No me importa si tengo un trabajo o no. Tendré un trabajo pronto, uno bueno. Pero eso no es todo. Básicamente, me da miedo criar a alguien muy pequeñito y suave.»

Bebieron agua mineral y rodajas de de limón, sentados en diagonal a la mesa pequeña de madera, la mesa de café donde ella comía habitualmente. La conversación la sorprendió un poco. No era algo difícil, incluso en las pausas. Las pausas no eran embarazosas y él parecía sincero en sus afirmaciones.

Su teléfono móvil sonó. Lo sacó y habló brevemente, luego se sentó con el objeto en la mano, mirándolo pensativo.

“Debo acordarme de apagarlo. Pero siento que si lo apago me estoy perdiendo algo. Algo increíble, seguro.”

“La llamada que lo cambia todo.”

“Algo increíble. La llamada que cambia por completo tu vida. Por eso le tengo mucho respeto a mi teléfono móvil.”

Ella quería mirar su reloj.

“¿Esa era la entrevista que tenías ahora? ¿La has cancelado?”

Él dijo que no, y ella echó un vistazo al reloj de la pared. Se preguntó si realmente quería que él perdiera su entrevista. No. No era eso lo que quería.

“Tal vez tú seas como yo,” dijo él, «uno tiene que encontrarse a uno mismo a punto de hacer algo que sucede antes de que empiece a estar listo para ello. Y en ese momento es cuando las cosas se ponen serias.”

“¿Estamos hablando acerca de la paternidad?” dijo ella.

«En realidad, cancelé la entrevista mientras estabas allí», dijo él, señalando con la cabeza hacia el baño.

Sintió un pánico inaudito. Él terminó su agua mineral, inclinando la cabeza hacia atrás hasta que un cubito de hielo se deslizó en su boca. Se quedaron sentados por un rato, dejando que el hielo se derritiera en los vasos.

Luego él la miró directamente a los ojos, tocando uno de los extremos de su corbata.

“Dime lo que quieres.”

Ella se quedó donde estaba.

“Porque tengo la sensación de que no estás lista y no quiero hacer algo muy pronto. Pero, ya sabes, estamos aquí…”

Ella ni lo miró.

“No soy del tipo de hombres a los que les gusta controlar la situación. No necesito controlar a nadie. Dime lo que quieres.”

“No quiero nada”, dijo ella.

“Conversación, charla, lo que sea. Cariño”, dijo él. «Este no es el momento más importante del mundo. Es algo que va y viene. Pero lo importante es ahora estamos aquí, así que…”

“Quiero que te vayas, por favor.”

Se encogió de hombros y dijo: “Como quieras.”

Y después se sentó a su lado.

“Me pediste que te dijera lo que quería. Quiero que te vayas”, dijo ella.

Se quedó sentado allí. No se movió. Y dijo “Cancelé la entrevista por una razón. Y no creo que sea por esta conversación en particular. Te estoy observando. Y me estoy diciendo a mí mismo: ¿Sabes qué? Ella es como una persona convaleciente.”

“Estoy dispuesta a reconocer que todo esto fue mi error.”

“Quiero decir, ya estamos aquí. Cómo sucedió, no importa. No hubo ningún error. Seamos amigos», dijo él.

“Creo que tenemos que acabar con esto ahora.”

“¿El qué? ¿Qué es lo que estamos haciendo?”

Estaba tratando de hablar en voz baja, para llevar la situación al límite.

“Es como alguien convaleciente. Incluso en el museo, eso es lo que pensé. Está bien. Está bien. Pero ahora estamos aquí. Este día, no importa lo que diga o haga, esto va y viene.”

“No quiero continuar con esto”, dijo ella.

“Seamos amigos.”

“Esto no está bien.”

“No, seamos amigos.”

Su voz denotaba una intimidad tan falsa que hasta sonaba un poco amenazante. Ella no sabía qué hacía sentada ahí todavía. Se inclinó hacia ella y luego colocó una mano sobre su antebrazo.

«No me gusta controlar a la gente. No soy así», dijo él.

Ella se apartó, se levantó y él la cogió en brazos. Ella apoyó la cabeza en su propio hombro. No intentó presionarla ni trató de acariciarle los pechos o las caderas, pero la sostuvo en una especie de contención relajada. Por un momento, ella pareció desaparecer, escondida e inmóvil, sin respirar, en su escondite. Entonces se apartó. Él la dejó hacerlo y la miró desapasionadamente, con tal golpe de efecto que apenas lo reconoció. La estaba clasificando, encasillándola de alguna manera terrible y fulminante.

«Seamos amigos», dijo.

Descubrió que estaba sacudiendo su cabeza, intentando creer que esto no podía realmente estar sucediendo, que era una situación reversible, sólo un malentendido. Él la miraba. Ella estaba de pie cerca de la cama, y esta era precisamente la información contenida en su mirada, estas dos cosas: ella y la cama. Se encogió de hombros, como diciendo que esto era lo correcto porque ¿para qué vamos a estar aquí si no hacemos lo que hemos venido a hacer?

Luego se quitó la chaqueta, haciendo un conjunto de movimientos pausados que parecían extenderse por toda la habitación. Dentro de la camisa blanca arrugada parecía más robusto que antes, transpirando, totalmente irreconocible para ella. Sostuvo la chaqueta a su lado, con el brazo extendido.

“Mira lo fácil que es. Ahora te toca a ti. Comienza con los zapatos”, dijo. “Primero uno, luego el otro.”

Ella se fue en dirección al baño. No sabía qué hacer. Caminó a lo largo de la pared, con la cabeza hacia abajo, como una persona marchando a ciegas, y entró en el cuarto de baño. Cerró la puerta, pero tenía miedo de bloquearla. Pensó que eso podría hacerlo enojar, provocar que hiciera algo siniestro o algo peor. Por eso no deslizó el pasador. Estaba decidida a no hacerlo a menos que lo oyera acercarse al cuarto de baño. No creía que se hubiera marchado. Estaba segura, casi segura de que seguía de pie cerca de la mesa de café.

“Vete, por favor”, le dijo.

Su voz no era natural, le salió tan aflautada y minúscula que se asustó aún más. Entonces lo oyó desplazarse. Sonaba casi sosegado. Era como un paseo sereno que le llevó más allá del radiador, donde la colcha se sacudió ligeramente y luego en dirección a la cama.

“Te tienes que ir,” dijo ella ahora, levantando la voz.

Estaba sentado en la cama, desabrochándose el cinturón. Eso fue lo que le pareció escuchar a ella, la punta del cinturón saliendo de la presilla, luego un pequeño chasquido con la lengua y el cierre. Oyó la cremallera bajando.

Se mantuvo de pie contra la puerta del baño. Después de un rato escuchó su respiración, un sonido que denotaba un esfuerzo concentrado, nasal y cadencioso. Se quedó allí, esperando con la cabeza gacha, con el cuerpo contra la puerta. No había nada que pudiera hacer más que escuchar y esperar.

Cuando él terminó, hubo una larga pausa y luego algunos susurros y movimientos. Creyó escuchar que se puso la chaqueta de nuevo. Él se acercó. Ella se dio cuenta de que podía haber cerrado la puerta con llave, cuando estaba aún en la cama. Se quedó allí y esperó. Entonces lo sintió apoyarse en la puerta, su peso muerto, a una pulgada de distancia, sin empujar pero encorvado sobre la puerta. Ella deslizó el pasador, sin hacer ruido.

Él estaba presionando, respirando y hundiéndose en la puerta.

“Perdóname”.

Su voz era apenas audible, cercana a un gemido. Ella se quedó dentro y esperó.

“Lo siento mucho. Por favor. No sé qué decir.”

Esperó a que se fuera. Cuando finalmente lo escuchó cruzar la habitación y cerrar la puerta detrás suyo, esperó un minuto más. Entonces salió del cuarto de baño y cerró con llave la puerta del piso.

Vio todo dos veces. Estaba donde quería estar, y sola, pero nada era igual. Bastardo. Casi todo en la habitación tenía un doble efecto: lo que era realmente y con lo que ella lo asociaba ahora en su mente. Salió a caminar, y cuando volvió la conexión todavía estaba allí, en la mesa del café, en la cama, en el baño. Bastardo. Cenó en un pequeño restaurante cerca de su casa y se fue temprano a la cama.

Cuando a la mañana siguiente volvió al museo, él estaba solo en la sala, sentado en el banco en el medio de la habitación, de espaldas a la puerta de entrada. Estaba mirando el último cuadro de la serie, por mucho el más grande, y tal vez el más impresionante, la pintura de los ataúdes y la cruz que se llamaba Funeral.

by Don DeLillo

nació en 1936. Su último libro, The Angel Esmeralda: Nine Stories, fue publicado en 2011 por Scribner.

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