Janus

El bol era perfecto. Quizá no lo que uno escogería de hallarse frente a una repisa de boles, y no la clase de objeto que de manera inevitable llamaría la atención en una feria de artesanías, aunque a pesar de todo poseía presencia real. Era tan previsiblemente admirable como un perro corriente que no tendría razón para sospecharse divertido. Y de hecho, un perro como ése era con frecuencia llevado (y traído) junto con el bol.

Andrea era agente inmobiliaria, y cuando pensaba que ciertos compradores potenciales podrían ser amantes de los perros, soltaba a su perro y colocaba el bol en la casa en venta. Ponía en la cocina un plato para el agua de Mondo, tomaba la ranita de plástico chirriante de su bolso y la tiraba al piso. El perro se abalanzaba deliciosamente, tal y como lo hacía a diario, ladrando alrededor de su juguete favorito. Casualmente el bol se hallaba sobre una mesa de café, aunque en tiempos recientes lo había colocado sobre la carpeta blanca de la cómoda, y sobre una mesa laqueada. Una vez lo colocó sobre una mesa de cerezo debajo de una naturaleza muerta de Bonnard, que tenía su propio bol.

Quienquiera que haya comprado una casa o haya querido vender una, de seguro conoce algunos de los trucos que se usan para convencer a un comprador de que la casa es de verdad especial: fuego en la chimenea a media tarde; lilys en un jarrón en el fregadero; quizá el ligero aroma a primavera, provocado por una gota de esencia vaporizándose sobre la bombilla de una lámpara.

Lo maravilloso respecto del bol, pensaba Andrea, es que resultaba sutil y notorio –la paradoja del bol. El barniz era de color crema y parecía destellar sin importar bajo qué luz fuera colocado. Tenía algunos puntitos de color –diminutos destellos geométricos- y algunos de estos se matizaban con motas plateadas. Eran tan misteriosos como células vistas bajo el microscopio por lo que resultaba difícil no estudiarlos, pues destellaban, resplandeciendo un sólo segundo, antes de volver a su forma anterior. Algo respecto de los colores y su azarosa disposición sugería movimiento. La gente que gustaba de los muebles rústicos siempre hacía un comentario sobre el bol, pero también sucedía que quienes se sentían confortables con los Bierdermeier lo admiraban de la misma manera. Pero el bol no era así de ostentoso, o tan notorio al grado que alguien sospechara que había sido colocado deliberadamente. Al entrar a la habitación se fijarían primero en lo alto del techo, y sólo cuando sus ojos bajaran de ahí, o se alejaran del reflejo de la luz del sol sobre una pared blanca, verían el bol. Entonces se dirigían a él inmediatamente y comentaban. No obstante, solían titubear al intentar decir algo. Quizá porque se encontraban en la casa por una razón seria, y no para hablar de un simple objeto.

Una vez Andrea recibió la llamada de una mujer que no había ofertado nada por la casa mostrada. Aquel bol, dijo, ¿sería posible investigar en qué lugar los dueños habían comprado tan magnífico bol? Andrea fingió no saber de lo que le hablaba la mujer. Un bol, en algún lugar de la casa. Ah, sobre la mesa debajo de la ventana. Sí, por supuesto. Dejó pasar un par de días y entonces llamó de vuelta para decir que el bol había sido un regalo y los dueños no sabían dónde había sido comprado.

Cuando el bol no iba de una casa a otra, descansaba sobre la mesa de café de la casa de Andrea. No lo tenía envuelto cuidadosamente (aunque lo transportaba así, en una caja); lo colocaba en la mesa porque le gustaba verlo. Era lo suficientemente grande como para no parecer frágil si es que alguien golpeaba de refilón la mesa o si Mondo tonteaba hacia él mientras jugaba. Le había pedido a su esposo que por favor no dejara las llaves de la casa en él. Se suponía que debía estar vacío.

Cuando su esposo advirtió el bol por primera vez, lo miró con curiosidad y luego sonrió, brevemente. Él siempre la había incitado a comprar las cosas que le gustaran. En los últimos años habían adquirido tantas cosas como para hacer las paces con todos aquellos años de escasez de cuando eran estudiantes de posgrado, pero ahora que se habían sentido confortables durante un buen tiempo, el placer de las nuevas posesiones había menguado. Su esposo dijo del bol que era “bonito“ y se alejó sin tomarlo ni examinarlo. No tenía mayor interés por el bol que ella por su nueva Leica.

Andrea estaba segura de que el bol le traía suerte. Con frecuencia las ofertas eran para las casas donde lo había colocado. En ocasiones los dueños, a quienes se les pedía estar fuera o salir durante el tour de muestra, nunca se enteraban que el bol había estado en su casa. Una vez, sin embargo –y no podía imaginar cómo-, dejó el bol atrás, y llegó a sentir tanto miedo de que algo pudiera haberle pasado, que rehizo el camino deprisa hacia la casa y suspiró de alivio cuando la dueña abrió la puerta. El bol –explicó Andrea. Había comprado un bol y lo había dejado sobre la cómoda para protegerlo mientras guiaba por la casa a los probables compradores y ella… Sintió que debía correr por sobre la disgustada mujer y recoger su bol. La dueña se hizo a un lado, y fue sólo cuando Andrea corrió hasta la cómoda que la mujer la observó con extrañeza. Segundos antes de levantar el bol, Andrea supo que la dueña debía haber visto ya lo perfectamente situado que estaba. Justo para que la luz de sol golpeara en su parte más azul. El jarrón había sido desplazado a la parte más alejada de la cómoda y el bol predominaba. Durante todo el camino a casa, Andrea se preguntó cómo es que pudo dejarlo. Era como dejar a un amigo en una excursión, tan sólo yéndose. En ocasiones el periódico mostraba historias de familias que olvidaban a un niño en cualquier lugar y conducían a otra ciudad. Andrea, en cambio, había andado sólo una milla antes de acordarse.

En su momento, soñó con el bol. Y en dos ocasiones, soñando despierta muy de mañana, entre el sueño y la última siesta antes del amanecer, tuvo una visión de él. Llegó como un punto nítido que la sobresaltó por un instante –el mismo bol que veía todos los días.

Tuvo un año provechoso vendiendo propiedades. La fama se propagó, y pronto se hizo de más clientes de con los que podía sentirse confortable. Albergaba el tonto pensamiento de que si tan sólo el bol fuera un objeto animado entonces podría agradecerle. En ocasiones quería hablar a su esposo sobre el bol. Él era corredor de acciones, y a veces hacía saber a la gente lo afortunado que era al ser esposo de una mujer con tan fino sentido estético que, sin embargo, funcionaba también en el mundo real. Eran muy parecidos, de verdad –estaban de acuerdo en ello. Eran gente tranquila, reflexiva, lenta para hacer juicios de valor, pero casi obstinados una vez que llegaban a una conclusión. A ambos les gustaban los detalles, pero mientras que a ella le atraían las ironías, él se mostraba impaciente y desdeñoso cuando los asuntos se volvían ambiguos o confusos. Ambos sabían esto, y era la clase de tema sobre el que podían hablar estando solos en el auto, camino a casa después de una fiesta o tras un fin de semana con los amigos. Y sin embargo ella nunca le habló del bol. Durante la cena, mientras intercambiaban las noticias del día, o mientras yacían sobre la cama escuchando el estéreo y murmurando incoherencias soñolientas, Andrea se sentía tentada de llegar a ello y decirle que pensaba que el bol de la sala, el bol color crema, era responsable de su éxito. Pero no lo hacía. Ni siquiera podría comenzar a explicarlo. Algunas veces, por la mañana, veía el bol y sentía culpa por mantener un secreto así de constante.

¿Podía ser que existiera una conexión más profunda con el bol, una relación de algún tipo? Rehizo su pensamiento: ¿cómo podía imaginar semejante cosa cuando ella era un ser humano y aquello era un bol? Era ridículo. Sólo hay que pensar en cuántas personas viven juntas, amándose unos y otros… ¿Pero era siempre tan claro? ¿siempre una relación? Estos pensamientos la confundían, y sin embargo permanecían en su mente. Ahora existía algo dentro de ella, algo real, de lo que nunca hablaba.

El bol era un misterio; incluso para ella. Y era frustrante, porque su relación con el bol implicaba un claro sentido de buena fortuna no correspondida. Habría sido más fácil responder si se le hiciera alguna clase de demanda en respuesta. Pero eso sólo sucede en los cuentos de hadas. El bol sólo era un bol. Aunque no creyera en ello ni por un segundo. Lo que creía es que era algo que amaba.

En el pasado, había conversado con su esposo sobre alguna nueva propiedad que estaba por vender o comprar –confiándole sutiles estrategias trazadas por ella misma con el fin de persuadir a dueños que parecían listos para vender. Y de pronto dejó de hacerlo pues todas sus estrategias tenían que ver con el bol. Se había vuelto más deliberada al respecto, y más posesiva. Lo colocaba en casas sólo cuando ahí no había nadie, y lo removía tras dejar la casa en cuestión. Y en vez de sólo mover un jarrón o un plato, removía todos los objetos sobre la mesa. Debía obligarse a tratarlos con cuidado, porque no le importaba nada de ellos. Sólo deseaba tenerlos fuera de vista.

Se preguntaba cómo terminaría todo. Como con un amante, no existía un escenario exacto sobre cómo las cosas llegarían a su fin. La ansiedad se volvió la fuerza operante. Sería irrelevante si el amante corriera a los brazos de otra, o escribiera una carta antes de partir hacia otra ciudad. El horror radicaba en la posibilidad de la desaparición. Eso era lo que importaba.

Se levantaba por la noche y miraba el bol. Nunca le pasó por la cabeza la idea de romperlo. Lo lavaba y secaba sin ansiedad, y al transportarlo con frecuencia de una mesa de café a un esquinero de caoba o a donde fuera, lo hacía sin temer un accidente. Estaba claro que no era ella la que dañaría al bol. Simplemente lo llevaba, y lo dejaba a salvo sobre una superficie u otra; no parecía que alguien pudiera romperlo. Y un bol, además, es un pobre conductor de electricidad: no sería golpeado por ningún rayo. Y con todo, la idea del daño persistía. No pensaba más allá de eso –de lo que sería su vida sin el bol. Tan sólo seguía temiendo que algún accidente pudiera ocurrir. ¿Por qué no? En un mundo donde la gente dejaba plantas en sitios que no les correspondían, de modo que los visitantes se engañaran con la idea de que esquinas oscuras recibían la luz de sol –un mundo lleno de trucos.

Andrea vio por primera vez el bol varios años atrás, en una feria de artesanías que había visitado en secreto, con su amante. Él la había animado a comprar el bol. Ella no necesitaba más cosas, le dijo. Pero la arrastraron hacia el bol y permanecieron cerca de él. Luego se dirigió al siguiente puesto y él fue tras ella golpeando el borde contra su hombro mientras ella pasaba los dedos sobre una escultura de madera. “¿Sigues insistiendo en que compre eso?” dijo. “No” dijo él. “Lo compré para ti.” Le había comprado otras cosas antes de eso –cosas que le gustaban más, al principio: el anillo negro y turquesa de niño que se colocó el meñique; la caja de madera, larga y delgada hermosamente tallada en cola de milano, que usaba para guardar clips; o el suéter gris y suave con morral. Fue idea de él que cuando no estuviera ahí para tomar su mano, ella lo haría por sí misma, apretando las manos dentro de la bolsa que llevaba enfrente. Pero con el tiempo sintió más apego hacia el bol que hacia cualquier otro regalo. Intentaba negarlo. Poseía cosas que eran mucho más notables o valiosas. Y el bol no era un objeto cuya belleza te saltara de pronto; mucha gente debió seguir de largo antes de que dos personas lo vieran aquel día.

Su amante decía que era siempre muy lenta para saber qué amaba de verdad. ¿Por qué continuar con su vida tal y como era? ¿Por qué ser dos caras?, preguntó. Ese fue su primer movimiento hacia ella. Y cuando ella no se inclinó a su favor, y no cambió su vida para ir con él, él le preguntó qué la hacía pensar que podría tener ambas cosas. Entonces hizo su último movimiento y se marchó. Era una decisión para romper su voluntad, para hacer añicos todas sus ideas intransigentes respecto de honrar compromisos anteriores.

El tiempo pasó. Sola y de noche en la sala, con frecuencia observaba el bol sobre la mesa de café, callado y seguro, sin iluminación. A su manera era perfecto: un mundo partido en dos, profunda y suavemente vacío. Cerca del borde, incluso bajo la luz oscura, el ojo se movía hacia un pequeño destello azul, un punto de fuga sobre el horizonte.

by Ann Beattie

nació en Washington D.C. en 1947. En 1976 publicó su primer libro de cuentos, Distortions, y a partir de entonces ganó la atención de los críticos y el gran público al compararse su trabajo con el de autores como Alice Walker o John Cheever. “Janus” se publicó por primera vez en The New Yorker, en 1985. Al año siguiente formó parte del libro Where You’ll Find Me. En HermanoCerdo se publicó en nuestro número 3, en mayo de 2006. Ver más

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